Ash, La historia secreta (28 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

Antonio Angelotti se echó a reír. Van Mander le dio un golpe en el espaldar. La mercenaria hizo caso omiso de los dos hombres, solo prestaba atención a Federico, disfrutando de lo sorprendido que parecía. Oyó el suspiro de Godfrey Maximillian. Jubilosa, le sonrió al Emperador. No se atrevía a decir con claridad, «os olvidáis... no somos vuestros. Somos mercenarios», pero dejó que su expresión lo dijera por ella.

—¡Por el Cristo Verde! —murmuró Godfrey—. No te basta con tener de enemigo a Segismundo del Tirol, ¡ahora también quieres al Sacro Emperador!

Ash movió las manos para abarcarse los codos; las palmas de los guanteletes rozaban el acero frío de los codales.

—No nos iban a dar otro contrato en Alemania, lo mires como lo mires. Le he dicho a Geraint que empiece a desmontar el campamento. Nos iremos a Francia, quizá. Ahora no vamos a andar cortos de trabajo.

Casual, despiadada; hay un tono brutal en su voz. Parte a causa de todo el dolor que siente por hombres que conoce y que han muerto o están mutilados. La mayor parte es una alegría salvaje, que le sale de las entrañas, por seguir viva.

Ash levantó la vista y contempló el rostro barbudo de Godfrey, luego entrelazó su brazo blindado con el de él.

—Vamos, Godfrey. Es lo que hacemos, ¿recuerdas?

—Es lo que hacemos si no estás metida en una mazmorra de Colonia... —Godfrey Maximillian dejó de hablar de repente.

Un puñado de sacerdotes se abría camino entre la multitud. Entre las cogullas marrones, Ash vislumbró una cabeza desnuda. Le pasaba algo...

Los hombres se empujaban. El capitán de la guardia de Federico dio un grito; luego se despejó un espacio ante los palcos y seis sacerdotes del hospicio de San Bernardo se arrodillaron ante el Emperador.

A Ash le costó un momento reconocer al hombre magullado y despeinado que los acompañaba.

—Ese es Quesada. —La mercenaria frunció el ceño—. Nuestro embajador visigodo. Daniel de Quesada.

Godfrey parecía extrañamente inquieto.

—¿Qué está haciendo otra vez aquí?

—Solo Cristo lo sabe. Y si él está aquí, ¿dónde está Fernando? ¿A qué ha estado jugando Fernando? Daniel de Quesada... Ahí tienes un hombre cuya cabeza va a volver a casa en una cesta. —Comprobó de forma automática la posición de sus hombres: Anselm, van Mander y Angelotti armados y con armadura; Rickard con el estandarte; Floria y Godfrey desarmados.

—Está hecho una mierda... ¿qué cojones le ha pasado?

El cráneo afeitado de Daniel de Quesada relucía, ensangrentado. Sangre seca y marrón se coagulaba sobre sus mejillas. Le habían arrancado la barba de raíz. Estaba arrodillado, descalzo, con la cabeza alta, delante de Federico de Habsburgo y los príncipes alemanes. Su mirada rozó a Ash, como si no reconociera a la mujer del cabello de plata y vestida con armadura.

Una cierta inquietud le tiró del corazón.
No es una guerra normal, ni siquiera una mala guerra... ¿Qué?
, pensó, frustrada.
¿Por qué me preocupo ahora? Ya me he salido de esta superchería política. Nos han destrozado pero no es la primera vez que le hacen daño a la compañía; nos recuperaremos. He ganado. El negocio de siempre; ¿cuál es el problema?

Ash se encontraba lejos de la sombra que ofrecía el palco de torneos, bajo el ardiente sol estival. El estrépito de las lanzas que se rompían y los gritos de ánimo resonaban procedentes de la hierba verde. Una brisa fresca le trajo el aroma de la lluvia por venir.

El visigodo volvió la cabeza y examinó la corte. Ash vio que la frente se le perlaba de sudor. Habló con una emoción febril que ella ya había visto en hombres que esperaban morir en pocos minutos.

—¡Matadme! —invitó de Quesada al Emperador Habsburgo—. ¿Por qué no? Ya he hecho lo que había venido a hacer.

Hablaba un alemán fluido.

—Éramos una mentira, para manteneros ocupado. Mi señor, el Rey Califa Teodorico, envió también a otros embajadores a las cortes de Saboya y Génova, Florencia, Venecia, Basilea y París con instrucciones similares.

Ash, en su tosco cartaginés, preguntó.

—¿Qué le ha pasado a mi marido? ¿Dónde os separasteis de Fernando del Guiz?

Ash se dio cuenta con toda exactitud de lo imperdonable e irrelevante que había sido aquella interrupción para Federico de Habsburgo, lo vio en su rostro. Se contuvo, envuelta en tensión, a la espera de su ataque de ira, o bien de la respuesta de Quesada.

Sin miramientos, de Quesada dijo:

—El maese del Guiz me liberó cuando decidió jurar lealtad a nuestro Rey Califa, Teodorico.

—¿Fernando? ¿Jurarle lealtad a...? —Ash se lo quedó mirando—. ¿Al Califa visigodo?

Detrás de Ash Robert Anselm lanzó una gran carcajada que era más un ladrido. Ash no estaba segura de si quería reír o llorar.

De Quesada hablaba con los ojos clavados en el rostro del Emperador, enfatizando cada palabra con malicia y una inestabilidad más que visible.

—Nos encontramos (el joven que me envió como escolta) con otra división de nuestro ejército al sur del paso de san Gotardo. Eran doce hombres contra mil doscientos. A del Guiz se le permitió, a condición de que jurase lealtad, que viviese y conservase su hacienda.

—¡Él no haría eso! —protestó Ash. Tartamudeó—. Quiero decir que no lo haría... es que no lo haría. Es un caballero. Esto no es más que información tergiversada. Rumores. Las mentiras de un enemigo.

Ni el embajador ni el Emperador le prestaron la menor atención.

—¡Su hacienda no es vuestra, no la podéis regalar así, visigodo! ¡Es mía! —Federico de Habsburgo se volvió en la silla ornamentada y le soltó un gruñido a su canciller y al personal legal—. Poned a ese joven caballero, su familia y hacienda bajo un acta de privación de derechos. Por traición.

Uno de los padres del hospicio de san Gotardo carraspeó.

—Encontramos a este tal Quesada vagabundeando y perdido en la nieve, Su Alteza Imperial. No sabía más nombre que el vuestro. Pensamos que era un acto de caridad traerlo aquí. Disculpadnos si hemos errado.

Ash le murmuró a Godfrey.

—Si se habían encontrado con fuerzas visigodas, ¿qué hacía vagabundeando por la nieve?

Godfrey extendió sus anchas manos y se limitó a encogerse de hombros.

—¡Mi niña, solo Dios lo sabe en este momento!

—Bueno, ¡cuando Él te lo diga, tú me lo dices a mí!

El hombrecito del trono de los Habsburgo arrugó el labio y miró a Daniel de Quesada con una mueca de asco bastante inconsciente.

—Está loco, es obvio. ¿Qué va a saber de del Guiz? Nos hemos precipitado, cancelad la privación de derechos. Lo que dice es una tontería; mentiras convenientes. Padres, confinadlo en vuestra casa de la ciudad. Sacadle el demonio a golpes. Veamos cómo va esta guerra; será nuestro prisionero, no su embajador.

—¡No es ninguna guerra! —Gritó Daniel de Quesada—. Si supieseis, os rendiríais ahora, después de esa escaramuza, ¡antes de sufrir más bajas! Las ciudades italianas están aprendiendo ahora esa lección.

Uno de los hombres de armas imperiales se movió y se colocó detrás de Quesada, donde se arrodillaba el embajador y le pinchó la garganta con una daga, la vieja hoja de acero era vieja y estaba llena de muescas, pero todavía prestaba un servicio perfecto.

El visigodo farfulló:

—¿Sabéis a lo que os estáis enfrentando? ¡Veinte años! ¡Veinte años de construir barcos, de fabricar armas y de entrenar hombres!

El emperador Federico soltó una risita.

—Bueno, bueno. No tenemos ninguna cuenta pendiente con vosotros. Vuestras batallas con los mercenarios ya no me conciernen a mí. —Una sonrisita seca dirigida a Ash, toda su anterior malicia devuelta con intereses.

—Os hacéis llamar «Sagrado Imperio Romano» —dijo de Quesada—. Ni siquiera sois la sombra de la Silla Vacía
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. En cuanto a las ciudades italianas, para nosotros merecen la pena por el oro que albergan, pero nada más. En cuanto a la chusma a caballo que se encuentra en Basilea, Colonia, París y Granada, ¿para qué los querríamos? Si quisiéramos hacer esclavos tontos, la flota turca estaría ardiendo ahora en Chipre.

Federico de Habsburgo le hizo un gesto a sus nobles para que se calmaran.

—Estás entre extraños, si no enemigos. ¿Estás loco para comportarte así?

—No queremos su Imperio Sagrado. —De Quesada, todavía arrodillado, se encogió de hombros—. Pero lo conquistaremos. Tomaremos todo lo que se encuentra entre nosotros y la mayor riqueza.

Sus ojos castaños se dirigieron a los invitados borgoñones de la corte. Ash supuso que todavía estaban celebrando la paz de Neuss. Quesada clavó la mirada en un rostro que la mercenaria reconoció de otras temporadas de campaña, el capitán de la guardia del Duque Carlos de Borgoña, Olivier de la Marche.

Quesada susurró.

—Todo lo que hay entre nosotros y los reinos y ducados de Borgoña, lo tomaremos. Luego tomaremos Borgoña.

De todos los principados de Europa, el más rico, recordó Ash que alguien le había dicho una vez. Levantó la vista del visigodo manchado de sangre y la dirigió al representante del Duque que se encontraba en el palco del torneo, cuyo rostro lúgubre también reconoció del circuito de torneos. El gran soldado de librea roja y azul se echó a reír. Olivier de la Marche tenía una voz estridente, experimentada tras tantos gritos en los campos de batalla; y ahora no la moduló. Se oyeron burlas entre los parásitos de la corte que se apretujaban a su alrededor. Sobrevestas brillantes, armaduras relucientes, las empuñaduras doradas de suntuosos filos, rostros bien afeitados y seguros de sí mismos; todo el poder visible de la caballería. Ash tuvo un momento de simpatía por Daniel de Quesada.

—Mi Duque ha conquistado recientemente Lorena
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—dijo Olivier de la Marche con suavidad—. Por no mencionar las veces que ha derrotado a mi señor el rey de Francia. —Tuvo el tacto de evitar mirar a Federico de Habsburgo ni mencionó Neuss—. Tenemos un ejército que es la envidia de la Cristiandad. Haced la prueba, señor. Haced la prueba. Os prometo una cálida bienvenida.

—Y yo os prometo a vos un saludo frío. —Los ojos de Daniel de Quesada relucieron. La mano de Ash se acercó a la empuñadura de la espada sin intención consciente. Los movimientos del cuerpo de aquel hombre gritaban que todo iba mal, que había abandonado toda precaución humana. Los fanáticos luchan así, y los asesinos. Ash cobró vida, una visión instantánea absorbió a los hombres que la rodeaban, la esquina del palco de torneos, el estandarte del emperador, los guardias, su propio grupo de mando...

Daniel de Quesada chilló.

La boca era un amplio rictus, no movió nada más pero le sobresalían los tendones de la garganta, su grito se elevaba sobre el ruido de los gritos de la multitud, hasta que un silencio empezó a extenderse desde el lugar donde se encontraban. Ash sintió que Godfrey Maximillian a su lado se aferraba a la cruz que llevaba en el pecho. El vello de la nuca se le puso de punta como si lo atravesara una corriente fría. Quesada se arrodilló y chilló con una rabia pura, abandonada.

Silencio.

El embajador visigodo bajó la cabeza y los miró furioso con los ojos inyectados en sangre. La piel rasgada de las mejillas volvía a sangrarle.

—Tomamos la Cristiandad —susurró casi ronco—. Tomamos vuestras ciudades. Todas vuestras ciudades. Y a ti, Borgoña, a ti... Ahora que hemos empezado se me permite mostraros una señal.

Algo hizo que Ash levantara la vista.

Se dio cuenta un segundo después que estaba siguiendo la dirección de la mirada estática e inyectada en sangre de Daniel de Quesada. Directamente al cielo azul.

Directamente al resplandor ardiente del sol del medio día.

—¡Mierda! —Las lágrimas le inundaron los ojos. Se frotó la cara con la mano enguantada, que sacó húmeda.

No veía nada. Estaba ciega.

—¡Cristo! —Chilló. Otras voces bramaron con ella. Cerca, en el palco cubierto del dosel de seda; más lejos, en el campo del torneo. Gritos. Se frotó los ojos, frenética. No veía nada, nada...

Ash se quedó quieta por un momento, con las dos palmas enguantadas en los ojos. Negrura. Nada. Apretó más. Sintió, a través del cuero fino, los globos oculares que giraban al mirar. Quitó las manos. Oscuridad. Nada.

Humedad: ¿Lágrimas o sangre? No le dolía...

Alguien se lanzó sobre ella como una piedra de mortero. Estiró la mano y agarró un brazo. Alguien gritó. Había toda una hueste de voces gritando y era incapaz de distinguir las palabras; luego:

—¡El sol! ¡El sol!

Estaba agazapada sin saber cómo, se había quitado los guanteletes y había apoyado las manos desnudas en la tierra seca. Un cuerpo se apretaba contra ella. Se aferró a su calidez sudorosa.

Una voz ligera en la que casi no reconoció la de Robert Anselm susurró:

—El sol ha... desaparecido.

Ash levantó la cabeza.

Púas de luz en su visión se transformaron en imágenes. Puntos tenues. Cerca no, muy, muy lejos, sobre los horizontes del mundo.

Bajó la vista, bajo una luz leve y antinatural, y distinguió la forma de sus manos. Levantó la vista y no vio nada salvo una dispersión de estrellas desconocidas sobre el horizonte.

Y en el arco del cielo, sobre ella, no había nada, nada en absoluto, solo oscuridad.

Ash susurró:

—Ha apagado el sol.

[Correos electrónicos incluidos entre la correspondencia intercalada en este ejemplar de la 3ª edición.]

Mensaje: #19 [Pierce Ratcliff / misc.]

Asunto: Ash

Fecha: 6/11/00 a las 10:10 a.m.

De: Longman®

Formato y otros detalles borrados e irrecuperables

Pierce:

¿¿¿¿¿EL «SOL» SE APAGA?????

¿Y tú DÓNDE estás?

Mensaje: #22 [Anna Longman / misc.]

Asunto: Ash

Fecha: 6/11/00 a las 6:30 p.m.

De: Ratcliff@

Formato y otros detalles borrados e irrecuperables

Anna:

Estoy atrapado en una habitación de un hotel de Túnez. Uno de los jóvenes ayudantes de Isobel Napier-Grant me está instruyendo sobre cómo descargar y enviar correos electrónicos a través del sistema telefónico de aquí, que no es una tarea tan fácil como se podría imaginar. El camión no va a las excavaciones hasta esta noche, al amparo de la oscuridad. Los equipos arqueológicos pueden ser unos auténticos fanáticos de la seguridad. Pero no culpo a Isobel, si tiene lo que dice que tiene.

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