Ash, La historia secreta (16 page)

Read Ash, La historia secreta Online

Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

Federico es el señor feudal de Fernando, nos convertimos en propiedad feudal. ¡Por todos los clavos de Cristo, esto cada vez se pone peor!

¿Por qué no pensé en esto?

Porque sigues pensando como un hombre
.

Ash no podía hablar. La armadura exige una postura erguida, de otro modo se habría derrumbado; tal y como estaba solo podía mirar aquellas caras tan conocidas.

Callaron todas las voces. Solo los niños, que corrían y chillaban al borde de la multitud, hacían algún ruido. Ash los barrió con la mirada, vio que un hombre que se llevaba un hueso a la boca hacía una pausa a medio camino, otro que sin darse cuenta vertía el vino de un odre en la tierra. A los lugartenientes los arrancaban de su nudo, sus hombres se apiñaban para hacerles preguntas urgentes.

—No —dijo ella—. No pensé en eso.

Robert Anselm advirtió.

—Ese muchacho no te permitirá quedarte al mando. Te casas con Fernando del Guiz y te hemos perdido.

—¡Mierda! —dijo un hombre de armas—. ¡No puede casarse con él!

—Pero si encabronas al Emperador, estamos jodidos. —Los ojos inyectados en sangre de Geraint parecieron desvanecerse en los rastrojos de sus mejillas cuando los guiñó para mirar a Ash.

La mercenaria se aferró a una primera idea.

—Hay otros patrones.

—¡Ya, y todos son primos segundos o algo así! —Geraint tosió y escupió una flema—. Ya conoces a los Príncipes reales de la Cristiandad. El incesto es su segundo nombre. Terminaremos contratados por gilipollas que se hacen llamar «nobles» solo porque algún señor se tiró una vez a su abuela. ¡Ya nos podemos olvidar de que nos paguen en oro!

Otro hombre de armas dijo:

—Siempre podemos dividirnos, alquilarnos a otras compañías.

Su compañero de lanza, Pieter Tyrrell, gritó:

—Claro, podemos irnos con algún mamón estúpido que hará que nos maten a todos. ¡Ash sabe lo que hace cuando lucha!

—¡Una pena que no sepa una mierda sobre nada más!

Ash volvió la cabeza para comprobar con discreción dónde estaba su guardia, dónde estaban los centinelas de la verja y qué expresión tenían los rostros de los cocineros y de las mujeres que lavaban y remendaban. Relinchó un caballo. El cielo estaba en ese momento lleno de estorninos que se trasladaban a otro trozo de terreno húmedo, lleno de gusanos.

Godfrey Maximillian dijo en voz baja:

—No quieren perderte.

—Eso es porque consigo que sobrevivan a las batallas, y gano. —Se le secó la boca—. Haga lo que haga aquí, ahora, pierdo.

—Es un partido diferente. Ahora llevas faldones.

Florian (Floria) gruñó.

—Nueve décimas partes de esta compañía saben que serían incapaces de dirigirla como tú. La décima parte que cree que sería capaz se equivoca. Que lo hablen hasta que se acuerden de eso.

Ash, bastante sofocada, asintió. Levantó la voz hasta alcanzar el tono agudo que empleaba en el campo de batalla.

—¡Escuchad! Os doy hasta Vísperas
[24]
. Venid aquí para el servicio vespertino del padre Godfrey. Entonces oiré lo que hayáis decidido.

Se bajó de la carreta con la cabeza gacha. Florian le siguió el paso. El cirujano incluso caminaba como un hombre, notó Ash, el movimiento partía desde los hombros y no desde la cadera. Estaba tan sucia que no se veía que no le hacía falta afeitarse.

La mujer no dijo nada y Ash se lo agradeció.

Hizo la ronda, comprobó el heno y la avena que había para las largas filas de caballos y a los recolectores de hierbas que recogían por igual para Wat Rodway y la farmacia de Florian. Comprobó las tinas de agua y arena que se levantaban en las veredas abiertas, entre las tiendas que podrían arder como yesca en aquella frágil noche de verano. Le gritó a una costurera que estaba sentada en una carreta con una vela desprotegida hasta que la sollozante mujer la sustituyó por una lámpara. Comprobó las alabardas apiladas y las existencias de puntas de flechas en las tiendas de los armeros, y las reparaciones que había que hacer: espadas que había que afilar, armaduras a las que había que volver a dar forma a base de martillazos.

Florian le puso una mano en el hombro de acero.

—¡Jefe, deja de dar la lata, coño!

—Ah. Sí. De acuerdo. —Ash recorrió con los dedos los remaches de cotas de malla. Le hizo un gesto al armero y abandonó la tienda. Una vez fuera examinó el cielo, cada vez más oscuro.

—No creo que esos pobres mierdas sepan más de política que yo. ¿Por qué estoy dejando que decidan sobre esto?

—Porque tú no puedes. O no quieres. O no te atreves.

—¡Gracias por nada!

Ash volvió a grandes zancadas a la zona abierta central que esperaba bajo el estandarte cuando se encendieron y se colgaron los faroles y el final de la misa cantada de Godfrey Maximillian despertó ecos entre las tiendas. La mercenaria se abrió paso entre los hombres y mujeres sentados en la tierra helada.

Al alcanzar el estandarte, bajo el león Azur, se enfrentó a todos.

—Venga, qué hay. ¿Es una decisión de la compañía? ¿Estáis todos?

—Sí. —Geraint ab Morgan se puso en pie, no parecía gustarle mucho la atención que se centraba en él como portavoz. Ash miró a Robert Anselm. Su primer sargento estaba de pie en la oscuridad, entre dos faroles. Su rostro no era visible.

—Grupos contados —dijo en voz alta—. Es legítimo, Ash.

Geraint dijo muy deprisa.

—Es un riesgo demasiado grande, encabronar a nuestro patrón. Votamos a favor de que te cases.

—¿Qué?

—Confiamos en ti, jefe. —El sargento de arqueros, grande, con el pelo de color bermejo, se rascó las posaderas sin cohibirse—. Confiamos en que... ¡puedas encontrar una forma de salir de esto antes de que ocurra! Es cosa tuya, jefe. Arréglalo antes de que terminen los preparativos de la boda. ¡Pero de ninguna forma vamos a dejar que se deshagan de nuestro capitán!

El miedo barrió todo tipo de pensamientos. Se los quedó mirando bajo la luz del farol.

—Me cago en la puta. ¡Que os jodan a todos!

Ash salió de allí como una tromba.

Si me caso con él, se queda con la compañía
.

Yacía de espaldas en el jergón duro con un brazo bajo la cabeza mientras contemplaba el techo de la tienda. Las sombras se movían con los giros del aire vespertino. Crujía el armazón de la cama, hecho de cuerdas. Algo olía dulce por encima del cálido aroma corporal de su propio sudor: manojos de camomila, y manto de la Señora, cura para las heridas, comprendió, que colgaban atados a los enormes puntales que sobresalían del eje de la tienda. Allí arriba, entre las armas. Siempre era más fácil colocar los jiferos y las espadas allá arriba, en los puntales, que perderlos en los juncos húmedos. La vida en el campamento significa que todo tiene que sacarse del barro y ponerse en las alturas.

Si me caso con él, me quedo con un muchacho que quizá recuerde o no que me ha tratado peor que si fuera una puta del puerto
.

El jergón de tela forrada le resultaba duro bajo los hombros. Se colocó sobre los vellones de lana. Nada. El aire estaba húmedo pero cálido. Se quedó echada y tiró de los ojales con puntas de metal que le ataban las mangas al jubón hasta que los desabrochó, luego se quitó las mangas y volvió a echarse, ya más fresca.

¡Por piedad! ¡Estoy metida en este hoyo y cada vez es más profundo...!

El arnés milanés relucía en el maniquí, todo curvas plateadas. Se masajeó la carne allí donde las correas la habían mordido. Quizá se estuvieran empezando a oxidar las musleras; no estaba claro bajo la luz de la lámpara de aceite hecha de arcilla. Phili tendría que restregarlas con arena otra vez antes de que se asentase y hubiera que llevarla al armero para que la volviera a lustrar. El armero la pondría verde si dejaba que terminaran en ese estado.

Bajó los brazos y se frotó los músculos de la cara interna del muslo, que todavía le dolían tras el viaje de vuelta desde Colonia.

Las paredes de lona rayada se movían con el aire nocturno, como si la tienda respirara como un animal. Oía alguna que otra voz tras la seguridad ilusoria de las paredes. Las suficientes para hacerle saber que todavía había guardias fuera; media docena de hombres con ballestas y una correa de mastines cada uno, por si acaso alguien del campamento borgoñón decidía escabullirse hasta allí y cargarse un comandante mercenario.

Se quitó las botas tobilleras cogiéndolas por el talón. Cayeron con un ruido sordo sobre los juncos. Flexionó los pies descalzos en el jergón de algodón y luego se aflojó el lazo del cuello de la camisa. En algunas ocasiones es demasiado consciente de su cuerpo, de los músculos anudados por el cansancio, de los huesos, del peso y la solidez del torso, de los brazos y las piernas con sus prendas de lino y lana. Sacó muy despacio el cuchillo de mango de madera de su vaina y giró la hoja para que atrapara la luz mientras lo recorría con el borde de la uña en busca de muescas. Algunos cuchillos se asientan en la mano como si hubieran nacido allí.

Con tono cínico murmuró en voz alta.

—Me están robando. De forma legal. ¿Y qué hago?

La voz que comparte su alma parecía desapasionada.

—No es un problema táctico pertinente.

—¿No jodas? —Volvió a deslizar el cuchillo en su vaina y se desabrochó cuchillo, monedero y cinturón, todo de golpe, y luego levantó las caderas para sacarse la correa de cuero de debajo—. ¡A mi me lo vas a decir!

La llama de la lámpara de arcilla bajó un poco.

La mercenaria se incorporó sobre un hombro, consciente de que alguien había entrado en la zona principal de la tienda, detrás del tapiz que ocultaba el dormitorio.

Durante los veranos húmedos ponía en el suelo de la tienda unas planchas colocadas a la altura de una mano. Las planchas giran y crujen bajo las pisadas; si los muchachos estaban dormidos o en algún otro sitio y los guardias de la tienda habían desaparecido, eso la despertaría y no la sorprenderían mientras dormía. Los juncos eran más silenciosos.

—Soy yo —advirtió una voz con tono práctico antes de acercarse al tapiz. La joven volvió a echarse en el jergón. Robert Anselm hizo a un lado las colgaduras y entró.

Ash rodó, se incorporó sobre un codo y levantó la vista.

—¿Te envían porque eres el que más probabilidades tiene de convencerme?

—Me han enviado porque soy el que menos probabilidades tiene de que le cortes la cabeza. —Se sentó con un ruido sordo sobre uno de los dos enormes cofres de madera que tenía al lado del jergón; pesados cofres alemanes con unas cerraduras que ocupaban todo el interior de las tapas y que ella mantenía encadenados alrededor del eje de la tienda de dos centímetros de grosor como medida de seguridad.

—¿Y quienes son, exactamente?

—Godfrey, Florian, Antonio. Nos lo jugamos a las cartas y perdí yo.

—¡Venga ya! —Volvió a echarse de espaldas—. De eso nada. ¡Cabrón!

Robert Anselm se echó a reír. La calvicie le proporcionaba un rostro que era todo ojos y orejas. La camisa manchada le colgaba por delante de las calzas y el jubón. Ya empezaba a lucir el principio de una barriguita y olía a algo dulce y cálido, a sudor, a aire libre y a humo de madera. Tenía un poco de barba. Nunca se notaba, si no se miraba más allá del corte al cero y los amplios hombros, que tenía unas pestañas largas y delicadas como las de una chica.

Bajó una mano y empezó a masajearle el hombro, bajo el lino y la lana fina. Tenía unos dedos firmes. La joven se arqueó hacia ellos y cerró los ojos por un segundo. Cuando la mano masculina se deslizó por la parte frontal de su camisa, los abrió.

—No te gusta eso, ¿verdad? —Una pregunta retórica—. Pero te gusta esto—. El hombre volvió a llevar la mano a los hombros femeninos.

Ella se movió un poco para que él pudiera hundir los dedos en los músculos, duros como piedras.

—Aprendí de ti las razones para no dormir con mis camaradas. Aquel verano entero fue un desastre.

—¿Por qué no haces que te lo escriban en alguna parte?: no lo sé todo, puedo cometer errores.

—No puedo cometer errores. Siempre hay alguien esperando para aprovecharse.

—Eso ya lo sé.

Los pulgares del hombre apretaron los nudos de sus vértebras. Un chasquido penetrante crujió por toda la tienda, el ligamento se deslizaba sobre el hueso. El hombre dejó de mover las manos.

—¿Estás bien?

—¿Y tú qué coño crees?

—Durante las últimas dos horas han acudido a mí ciento cincuenta personas porque querían hablar contigo. Baldina, de las carretas. Harry, Euen, Tobias, Thomas, Pieter. La gente de Matilda; Anna, Ludmilla...

—Joscelyn van Mander.

—No. —No parecía muy convencido—. Ninguno de los van Mander.

—Vaya, vaya. ¡Pues muy bien! —Se incorporó.

Robert Anselm apartó las manos.

—Joscelyn cree que porque reclutó trece lanzas para mí esta temporada, ¡tiene más que decir sobre lo que hagamos que yo! Sabía que íbamos a tener problemas por ahí. Quizá le pague su contrato y se lo mande a Jacobo Rossano, que sea problema suyo. Vale, vale. —Levantó las dos manos con las palmas estiradas al darse cuenta que la renuencia masculina a decírselo había sido completamente fingida—. Sí, vale. ¡De acuerdo! ¡Sí!

Era consciente de que todo aquel enorme motor que era la compañía marcaba el tiempo en el exterior. El jaleo y las prisas alrededor de las carretas de cocina, el eterno hervir de las gachas en los grandes calderos de hierro. Hombres vigilando las hogueras. Hombres que sacaban sus caballos a pastar la poca hierba que había quedado a las orillas del Erft. Hombres que se entrenaban con espadas, con alabardas, con hachas de púas. Hombres que follaban con las putas que tenían en común. Hombres que hacían que les cosieran la ropa sus esposas (en ocasiones las mismas mujeres, un poco más adelante en su vida). Luz de faroles y luz de hogueras y el chillido de algún animal atormentado por deporte. Y el cielo, que cruzaba por encima de todos lleno de estrellas.

—Se me da bien el campo de batalla. No sé nada de política. Debería haber sabido que no sabía nada de política. —Se encontró con la mirada del hombre—. Creí que les estaba ganando en su propio juego. No sé cómo he podido ser tan estúpida.

Anselm le alborotó el pelo plateado con un gesto torpe.

—A la mierda.

—Sí. A la mierda con todo.

Dos centinelas intercambian la palabra del día fuera de la tienda y dan paso a otros dos. La mercenaria los oye hablar. Sin saber cómo se llaman, sabe que tienen el cuerpo involuntariamente limpio, el estómago lleno, espadas con muescas que han afilado con todo cuidado, una camisa en la espalda, algún tipo de protección corporal (por muy barata que sea la armadura), el león Azur cosido a los tabardos. Esta noche hay hombres así por todo el gran campamento militar de Federico III pero en esta zona no los habría, no estos hombres en concreto, si no fuera por ella. Por muy temporal que sea, por muy mercenarios que sean, ella es lo que los mantiene unidos.

Other books

Hydroplane: Fictions by Susan Steinberg
The Foundling Boy by Michel Déon
Muttley by Ellen Miles
Jacob's Ladder by Jackie Lynn
Blitz by Claire Rayner
Pirandello's Henry IV by Luigi Pirandello, Tom Stoppard
Playing For Keeps by Stephanie Morris
Saved by Submission by Laney Rogers