Assur (73 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

El pequeño esquife de apoyo lo dejaron en la desembocadura del río, que se reviraba justo antes de desaguar formando un cómodo amarradero. Y, de tanto en tanto, alguna pareja salía a aguas abiertas para probar suerte con redes que plomaban con piedras horadadas.

Además, como las conservas y salazones que habían traído consigo en el
knörr
no durarían lo suficiente, se destacaron grupos y turnos de avituallamiento. Los cercanos salmones tenían una excelente carne rosada y grasa, y en breve pensaban preparar un ahumadero. Y Karlsefni, que dijo haberse criado en las grandes ensenadas arenosas de los golfos meridionales del
paso del norte
, cerca de las tierras pretendidas por los
jarls
de Danemark, les enseñó la técnica correcta para cavar zanjas durante la bajamar, de tal modo que, cuando la marea se retiraba de nuevo, en aquellos surcos quedaban atrapados enormes peces planos, gigantescos parientes de las platijas y lenguados que ya conocían. Tenían una carne blanca y friable de suave sabor, tierna pero con suficiente contundencia como para que pensaran en tajadas que podrían secarse y almacenarse para el invierno. Y, aunque no podían conservarse, cuando cavaban aquellas zanjas, conseguían abundancia de almejas y otros moluscos que les ayudaban con la manutención diaria.

También pudieron aprovechar algunas hierbas y bayas que reconocieron de entre las muchas que allí crecían y que no habían visto jamás. E incluso descubrieron una variedad de corto trigo salvaje, de pequeños granos redondeados y morenos, que, una vez maduro, les serviría para obtener harina.

Para su acomodo, después de valorar las opciones y el tiempo disponible y tras consensuarlo con Tyrkir, Leif se decidió por levantar tres viviendas,
skalis
modestas de apenas una docena de pasos en las que repartir a los hombres, sus pertenencias y a los animales. A mayores, planearon unas cuantas cabañas para los servicios y para utilizarlas como almacenes y, por sugerencia de Halfdan, que había aprendido años atrás a forjar puntas para arpones, pensaron en levantar un horno y una fragua al otro lado del río. Sin embargo, no construyeron establos, tenían pocos animales y aprovecharían su compañía para acumular calor en el invierno acomodándolos en las estancias contiguas a los salones dormitorio de las viviendas. Aunque decidieron no almacenar forraje, era evidente que incluso en lo más crudo de la estación habría pastos disponibles. De hecho, acostumbrados a la rudeza de Groenland, todos estaban sorprendidos por la bondad del clima.

Para coordinar toda aquella retahíla de ocupaciones, Leif delegó en sus hombres de confianza, había mucho que hacer. Y en unas pocas jornadas Tyrkir, Bram y el propio Assur se vieron arrastrados a una vorágine de tareas que, cada mañana, empezaba sacudiéndose el rocío del amanecer y no terminaba hasta que caía la noche.

A Assur, toda aquella actividad le libró de la apatía en la que se había hundido en los últimos tiempos. El pesado trabajo lo ayudó a desentumecer los anquilosados músculos, inactivos mientras había durado la travesía del Gnod, y estaba tan atareado que su mente no tenía tiempo de lamentarse.

Fue una recompensa inesperada sentirse capaz de modelar el repecho elegido por Leif, sobreponerse al capricho de la naturaleza, que había plegado aquellas tierras dejándoles una terraza perfecta en la que disponer sus construcciones. Después de haber perdido su oportunidad en las
tierras verdes
, viendo sus esperanzas pulverizadas hasta disolverse, Assur estaba ansioso por dejar atrás su vida expatriada, y aquel modesto campamento que él mismo se ocupaba de levantar le parecía, cada día un poco más, un lugar apropiado para sí mismo y para su soledad. Y aunque tenía el regusto acre de un segundo bocado amargo, era mejor que nada.

Uno de los trabajos más fatigosos fue el de chantar los postes de las
skalis
, los grandes troncos pesaban lo suficiente como para desriñonar a los más fuertes de entre la tripulación. Y aun a pesar de que hubo fanfarrones de lengua suelta que se ofrecieron a ayudar, como Halfdan, finalmente fueron Assur y los gemelos carpinteros los únicos que mantuvieron el durísimo ritmo de trabajo. Especialmente, cuando Leif ordenó que, además de las
skalis
, las cabañas y la fragua, era necesario levantar un pequeño viaducto de madera para cruzar el río de los salmones.

Por su parte, un Leif atareado, y sin más asueto que los pocos momentos de relajo antes de dormirse derrengado cada noche, supo buscar tiempo para preocuparse por su amigo, y se sintió dichoso al percatarse de que el hispano parecía ir saliendo poco a poco de la abulia que lo había estado consumiendo.

Empezaron los trabajos del campamento antes de que la luna llegase a cuarto menguante, y para la primera noche de luna llena ya durmieron por primera vez bajo techo, con los almacenes abastecidos y los animales gordos y lustrosos. Lo último que terminaron fue el puente que les permitía pasar de un lado a otro del río sin tener que vadear sus frías aguas. Eligieron los mejores alisos de los alrededores y usaron su madera, resistente al agua, para hacer los pilotes.

Matoaka tenía un rostro afilado de nariz larga y estrecha, con pómulos elevados y una frente suavemente redondeada. Sus ojos pardos, altos en su cara y ahusados, eran tan oscuros que las niñas apenas se distinguían. Todos los rasgos se perfilaban contra su cabello, fino y lacio, de un color castaño ensombrecido que tenía reflejos casi azules cuando solo lo iluminaban las estrellas de las noches despejadas. Tenía una piel tersa de un lustroso tono cobrizo que brillaba al sol de las mañanas.

Usaba un vestido de ligera gamuza de alce al natural y calzaba cómodos mocasines de la misma piel, que le permitían correr ligera y ágilmente, haciéndole olvidar las penosas caminatas sobre raquetas que llenaban el invierno. De su cuello estilizado pendía un sencillo collar de
wampum
hecho con abalorios de conchas que su madre había labrado y, como todos los de su tribu, llevaba el pelo suelto sobre los hombros.

Era una chiquilla atrevida, llena de inquietudes y siempre envidiosa de la suerte de los muchachos, a los que les enseñaban a cazar, a usar el machete y a tirar con arco. Porque a Matoaka le hubiera gustado que la preparasen como a un guerrero, o que el
sachem
la hubiera tomado como pupila, y odiaba tener que labrar conchas u ocuparse de coser pieles con el resto de las muchachas del poblado. Le costaba hacer lo que su padre le ordenaba y siempre buscaba excusas con las que poder ausentarse para recorrer los bosques, allí era libre para seguir rastros, tender emboscadas imaginarias y vivir de lo que ella misma era capaz de procurarse.

Esa mañana había abandonado el
wigwam
de su familia escabulléndose con cuidado de no soliviantar los suaves ronquidos de su padre. Había salido temprano, antes de que el sol se abriese camino en el horizonte y había caminado mucho.

Hacía menos de una luna que se habían instalado en el campamento de verano, bastante más al norte que cualquiera de sus habituales asentamientos de invierno. Y aunque había estado muy ocupada atendiendo al anciano Obwandiyag, que se había quedado solo con las hambrunas de las últimas heladas y había sido acogido por su familia, hoy había podido escaparse por fin.

Al terminar el verano pasado, en otra de sus incursiones en los bosques, había visto cómo una joven pareja de castores comenzaba a levantar una presa en uno de los arroyos del río de la laguna. Y hoy volvía con la esperanza de que les hubiera ido bien durante el año. Estaba convencida de que la piel de una de las crías de los castores de esa temporada sería un regalo del que su padre se sentiría orgulloso.

Sin embargo, aunque la pareja de grandes roedores había conseguido remansar el arroyo, solo habían sido capaces de sacar adelante una cría. Una pequeña réplica que nadaba con torpeza de un lado a otro del estanque siguiendo a su madre. Y Matoaka sabía que no estaría bien cazarla, sería mejor esperar hasta la siguiente temporada. Así que, decepcionada, se había limitado a observar a aquellos simpáticos animales durante un buen rato hasta decidir entre regresar o buscar un nuevo reto.

Con el sol de mediodía ya decayendo, y sabiendo que la reprimenda sería mayor cuanto más se retrasase, Matoaka optó por acercarse hasta la desembocadura del río de la laguna. Si no podía conseguirle a su padre una piel de castor, al menos podría obtener un buen puñado de almejas para el anciano Obwandiyag, y su madre tendría conchas para
wampum
.

Pero cuando ya estaba cerca de la laguna, a la que su pueblo solía acudir para conseguir salmones, notó algo raro que la puso en tensión. Al principio no supo qué era lo que le causaba esa sensación, pero había algo indeterminado que no cuadraba.

Lo primero que vio fue unos cuantos abedules desmochados que se secaban. Una atrocidad. Su pueblo respetaba con veneración los espíritus de aquellos bellos árboles de blanca corteza, una corteza que usaban para sus canoas y para sus cabañas, incluso para algunos cacharros, pero que eran capaces de extraer sin provocar la muerte del árbol. Porque no había necesidad de importunar a los
manitous
de cualquiera de los seres vivos del bosque, desde niña había aprendido que era su obligación respetar el equilibrio de los espíritus de lo bueno y de lo malo. Aquello estaba mal, muy mal.

Luego la brisa le llevó el olor acre del hombre. Y los ruidos de voces y golpes. Se asustó.

En la laguna había una enorme canoa de intimidante y extraño aspecto meciéndose en el agua donde los salmones frezarían. Había muchos más árboles talados, y caóticos rastros de hierba y arbustos aplastados, iguales a las trochas llenas de ramas quebradas que los osos abrían cuando corrían con desenfreno persiguiendo a algún ciervo herido.

Dudó, tentada con salir corriendo de regreso al poblado, pero su curiosidad pudo más que la prudencia y siguió avanzando hacia el mar.

Había hombres, altos hombres barbados de piel clara con amenazantes hachas y puñales brillantes de extraño aspecto. Parecían estar construyendo enormes cabañas.

Los observó escondida. Uno de los más altos y fuertes estaba en un meandro del río, trabajando con dos gordinflones que le parecieron iguales. Aunque no entendió el porqué, a Matoaka le dio la impresión de que intentaban asentar grandes maderos en medio del cauce.

Regresar hasta su
wigwam
le llevó bastante menos que llegar hasta allí, apenas había oscurecido cuando intuyó los olores de la lumbre en los hogares de su gente. Tenía mucho que contarle a su padre y el miedo a recibir una reprimenda por haberse escapado una vez más ya no le pareció importante.

Después del ajetreo de las primeras semanas los hombres esperaban poder disfrutar de unos días de merecida holgazanería, pero Leif no les dio la oportunidad de descansar que tanto ansiaban. En cuanto estuvo satisfecho con las
skalis
, la forja, los almacenes y el puente, a los que pasaba revista cada jornada, ordenó que todos los días se montasen expediciones.

—Tenemos que aprovechar el tiempo antes de que llegue el invierno —le había dicho a Tyrkir—, no creo que sea tan duro como en casa. En cualquier caso, prefiero no tentar a las
nornas. —
El contramaestre lo miraba con gravedad—. Será mejor rotar a los hombres para que no siempre sean los mismos los que tengan que salir —añadió el patrón haciendo girar sus manos una sobre otra en un gesto explícito. Antes de continuar miró a su alrededor, sus tripulantes trabajaban ultimando detalles del campamento—. Cada mañana dividiremos a la tripulación en dos y una de las mitades saldrá de expedición.

›Finnbogi me ha dicho que el otro día, mientras buscaba árboles para los pilotes del puente, aguas arriba de la laguna, vio una de esas presas que hacen los castores, como en las tierras de los rus. Esas serían buenas pieles, y quizá haya armiños… Y habrá que enviar grupos a las montañas —dijo señalando la gran sierra del suroeste—, puede que haya ámbar, o esteatita, o incluso oro.

Tyrkir afirmó con un seco gesto de la cabeza. Ya estaba pensando en cómo dividir a los hombres para asegurarse de que no hubiera problemas entre ellos.

—¿Por dónde quieres empezar? —le preguntó a su patrón.

—De momento, con calma, quiero a todo el mundo de vuelta al anochecer, así que haremos expediciones cortas, de medio día de marcha como mucho. Luego ya veremos.

—¿Y hacia dónde quieres enviar al primer grupo? —insistió Tyrkir al darse cuenta de que el patrón le había contestado dándole voz a pensamientos propios, pero sin responder realmente a su anterior pregunta.

—Las faldas de la montaña son tan buenas como cualquier otro lugar… No, mejor aún, las propias montañas…

—Mañana saldrá la primera partida —afirmó rotundo el contramaestre.

Leif se tomó un momento para reposar sus ideas y luego, antes de girarse para acercarse hasta donde Assur estaba terminando con los cordajes del pequeño puente, añadió:

—Y diles que suban tan alto como puedan. Hay que averiguar si esto es o no una isla.

Tyrkir asintió con gesto severo y se frotó las manos, le dolían los dedos y la molestia lo obligó a mirar al cielo preguntándose cuándo llovería.

La mañana amaneció cubierta por blancas nubes altas que parecían pinceladas descuidadas. Y el aire pesaba cargado de un bochorno húmedo que había logrado despertar a todos los condenados mosquitos de las lagunas y pozos de los alrededores.

Muchos se despertaban rascándose furiosamente, y entre ventosidades y bostezos maldecían a los insectos. Algunos no tenían muy buen aspecto, no habían logrado acostumbrarse a las extrañas y contradictorias variaciones de las horas del día y de la noche a las que se habían visto sometidos: habían partido de Groenland con la primavera, navegado al oeste y luego al sur, haciendo que sus noches crecieran en lugar de empequeñecer, y ahora, que llevaban un tiempo instalados, los días empezaban a acortarse de nuevo tras el solsticio de verano. Muchos ya no estaban seguros de si la noche era día o el día era noche, y sus horas de sueño se veían afectadas.

Hacía ya unas cuantas jornadas que las primeras expediciones habían comenzado, y no había novedades relevantes. Y aunque la excelente madera que empezaban a acumular era un consuelo más que satisfactorio, los había que seguían esperando mejores mercancías que las pocas pieles que habían conseguido las partidas.

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