—Vamos, en marcha —los apremió el contramaestre coartando las intenciones de Karlsefni.
—Si necesitas un rato a solas, nosotros podríamos ir adelantando camino —añadió Halfdan con tono jocoso al tiempo que hacía el ademán de ponerse en cuclillas y bajarse los pantalones—, mientras te ocupas de tus asuntos, el resto avanzaríamos por aquel llano de allí —sugirió pícaramente señalando con el mentón un terreno mucho más accesible.
Tyrkir miró al grupo con gesto severo.
—Como no empieces a caminar ahora mismo, te voy a dar una ración de intimidad encerrándote con una osa en celo. ¡Y eso va por todos! ¡En marcha!
El Rubio fingió afectación torciendo su rostro sonriente y echó a andar haciendo un ademán con las manos a sus compañeros. Tyrkir apuró el paso para adelantarlos y liderar la partida, pareciendo ansioso por querer marcar el ritmo. Sin embargo, Karlsefni, que se había quedado con la palabra en la boca, tardó en reaccionar, y pudo fijarse en Tyrkir. El contramaestre cerraba el puño con fuerza, como queriendo esconder algo que luego dejó caer entre los pliegues de la camisa.
Karlsefni se quedó en la retaguardia, lamentando haber perdido su oportunidad de halagar al segundo de Leif.
Cuando llevaban apenas una dura milla de lento avance, Tyrkir se detuvo de pronto frente a otro de aquellos arbustos de oscuros troncos retorcidos.
—¡Uvas! Ya decía yo… —exclamó—. ¡Por Odín! ¡Son uvas!
La compañía se detuvo, todos eran del norte, uno incluso había nacido en Groenland. No conocían las parras, necesitadas de climas más benignos, pero todos habían probado alguna vez el maravilloso y caro bebedizo que se podía hacer con ellas: vino.
Karlsefni recordó el deje afrutado de aquellos caldos pajizos que, con gula, había trasegado sin mesura en sus correrías por Jacobsland.
Halfdan se acercó apresuradamente. El ballenero no había salido jamás de los dominios del hielo, y lo único que sabía sobre el vino era que alcanzaba inverosímiles precios en los mercados de Nidaros.
—Son muy dulces —anunció Halfdan metiéndose una de las oscuras bayas en la boca y paladeándola con fruición—, creo que me gusta más el hidromiel, son empalagosas —concluyó el Rubio.
Tyrkir miró con atención el grupo de arbustos. Los años de infancia en su Germania natal quedaban muy lejos, pero recordaba el grato sabor del mosto recién exprimido. Y también aquellos manojos arracimados de oscuras uvas de color purpúreo que colgaban entre las ramas cubiertas de hojas verdes.
—¡No seas cenutrio! —intercedió Helgi echándose un manojo de bayas al gaznate—. Las uvas no saben a vino. La cerveza tampoco sabe a cebada… ¿Verdad, Tyrkir?
El contramaestre no contestó.
Karlsefni se preguntó si aquel matojo ante el que se había detenido el contramaestre era del mismo tipo que aquel que había llamado su atención en primer lugar.
Eran bajos, la mayoría no pasaba de la vara de alto, y las ramas se entrelazaban llenando los huecos con sus brotes. Tenían delicadas flores blancas agrupadas en frágiles corimbos. Las hojas eran pequeñas y redondeadas, con una pátina serosa, algunas viraban hacia el rojo anunciando que el verano quería terminar y las frutas maduras tenían un inconfundible color tinto.
—Y tampoco la miel sabe a hidromiel, ¡idiota! El vino se hace fermentando el zumo…
Halfdan, demasiado práctico para preocuparse por los detalles, no captó el tono de reproche de su contramaestre.
—¿Y cuánto tiempo necesitaremos para conseguir vino? —preguntó echándose en la boca un par más de las dulces bayas al tiempo que miraba el resto de un pequeño racimo que sostenía en su mano.
Tyrkir le dio un cachete que lanzó las frutas a la espesura.
—¡Déjalo ya! ¡Vámonos! Esto sí le va a encantar a Leif, ¡vamos! Hay que llegar cuanto antes —dijo con apremio—. Y tú, coge unos cuantos racimos —le ordenó a Karlsefni dándose la vuelta.
A todos les costó entender la prisa del contramaestre, especialmente con tan buenas noticias que llevar.
Assur había apurado al máximo la jornada. La noche ya caía y el hispano, con el estómago vacío, notando como el frío de las alturas se le quería meter en el cuerpo a pesar de lo avanzado del verano, estaba sentado junto a la fogata que había encendido. Contento por haber llegado tan alto como para obtener respuestas, pero lamentando no haber sido más previsor con las vituallas.
Al calor de la lumbre y sin luz para refinar el trabajo de la talla exterior, Assur pulía el interior hueco de la pequeña caja que llevaba tiempo labrando en aquel trozo de colmillo. Viendo el humo bailar sobre las llamas, el hispano tuvo tiempo de recordar aquella fogata entre los berruecos con la que todo había comenzado; inconscientemente, se tocó la muñeca buscando la cinta de lino de Ilduara.
Había visto lo suficiente como para suponer aquello que sus ojos no alcanzaban a distinguir. Estaban en una isla, grande, de cientos de millas por su lado más largo, definido precisamente por la cordillera que Assur había escalado. Y estaban rodeados por estrechos pasos de un mar bravío y caprichoso modelado por las costas cercanas, como muy bien habían intuido al notar la influencia de las mareas en los remolinos de la corriente que los había ayudado a navegar hacia el sur. Y más allá, anunciada por esos estrechos, se abría una extensión de terreno mucho mayor, inmensa. Entre el azul del océano había intuido las manchas borrosas de algunas otras islas menores, pero eso no era lo relevante. Lo importante era la gigantesca línea verde, rota por enormes montañas, que había distinguido hacia el oeste. Era inmensa, ocupaba todo cuanto alcanzaba su vista. Todo el poniente estaba lleno de aquella tierra verde y fecunda.
Assur se durmió cuestionándose cuanto se le ocurrió sobre aquella gigantesca tierra que se abría ante ellos. Pensaba en si Leif decidiría continuar hacia poniente para explorarla y dudaba si habría alguien capaz de domeñar aquellas inmensas extensiones de interminables bosques y montañas sobre las que nada sabían. De hecho, Assur se preguntaba cómo serían los inviernos. Se notaba que las noches crecían, pero el hispano dudaba de que, aun en lo más crudo de la estación, llegasen a ser tan largas como para triplicar la duración de los escasos días, como sucedía en Groenland.
Se despertó antes del amanecer y avivó el fuego con aceitosas peladuras de corteza de abedul, que prendieron con facilidad. El aire era calmo y el día se anunciaba espléndido. Y para reconfortarse en su soledad recordó la sonrisa de Thyre, su cuerpo pleno, su voz dulce, y no permitió que la imagen de ella con otra vida, sin él, llegase a formarse. Víkar era el heredero de un terrateniente, de un hombre poderoso en Groenland, y Assur sabía, por mucho que le doliese, que ella estaría bien. Y aunque recuperarla era su mayor deseo, no se atrevió a soñar con ello.
En cuanto algo del calor de las llamas le sirvió para librarse de la humedad del rocío y de sus tristes pensamientos, Assur deshizo los restos de la hoguera y los tapó con tierra. Antes de que el sol lograse elevarse sobre las copas de los árboles, ya estaba en camino, intentando no pensar en ella.
Era agradable descender, descansado, bastaba con dejarse llevar teniendo cuidado de dónde se ponían los pies. Y decidiéndose por seguir una ruta distinta a la que le había llevado a la cima, Assur cortó la pendiente buscando las planicies del sureste.
A la mañana siguiente ya caminaba por terrenos planos y avanzaba a un ritmo aún mejor.
Llegó a un bonito valle que le obligó a sentir una vez más nostalgia. Había un arroyo y Assur decidió probar suerte con la pesca, había pasado algo de hambre en los últimos días y un par de aquellas curiosas truchas de vientre anaranjado se le antojaron deliciosas.
Pero cuando caminaba buscando una vara en la que prender la liña, se dio cuenta de que el terreno estaba pisado. A su alrededor la hierba apenas levantaba del suelo, y el tono era distinto.
Le extrañó, era demasiado incluso para una trocha animal, ni siquiera los osos hubieran podido hacer algo semejante. Empezó a dar vueltas y pronto encontró la explicación: cabañas.
Eran viviendas modestas, de apenas unos pocos pies, de planta redonda. Cubiertas por grandes trozos de corteza de abedul ajada que se sostenían en largas ramas apiladas, clavadas en el borde y forzadas a inclinarse unas sobre otras para atarlas en lo alto, dándole a las chozas un curioso aspecto acampanado.
Sin embargo, constatar la presencia humana no fue lo que más le preocupó. Un poco más allá, había varios tocones marcados que Assur identificó al instante, incluso encontró una punta de afilada piedra labrada, incrustada entre las vetas de la madera machacada.
El hispano midió la distancia al punto en el que las marcas del suelo evidenciaban la línea de tiro. Cincuenta pasos. Volvió a mirar hacia los blancos. Era un campo de tiro con arco, como aquel claro entre los alisos junto al castillo de Sarracín. Y los tiradores eran buenos, las cicatrices de los tocones, dando fe de ello, estaban bien agrupadas.
Assur se olvidó de su almuerzo y se puso en marcha apurando el paso cuanto pudo.
Kitpu eligió a sus diez preferidos, entre ellos los había con experiencia en combate. Los más mayores habían tenido la desgracia de ver el horror de la batalla en viejas guerras tribales de causas que se perdían en el tiempo y sobre las que solo los ancianos de los consejos conocían las raíces.
Iban bien armados. Llevaban arcos y una buena provisión de flechas, grandes garrotes hechos con madera nudosa de raíces, lanzas con puntas de hueso afiladas, puñales y hachas de piedra. Se habían pintado sus rostros con arcilla roja mezclada con grasa, y Kitpu había prendido en su pelo las largas plumas caudales de un águila. Si llegaba el momento, estaban preparados para la lucha. Dispuestos a defender lo que, por derecho, era suyo.
—¡Es una gran noticia! —exclamó Leif con alborozo—. Uvas…
Karlsefni se había adelantado para tener la oportunidad de ser el primero en notificárselo al patrón.
—Al viejo le va a encantar —añadió el hijo del Rojo sonriéndole al contramaestre, que aguardaba pacientemente tras Karlsefni—. ¡Uvas!
Leif ya pensaba en los posibles beneficios, cada temporada podrían regresar a Groenland en el otoño con un cargamento de dulces uvas con las que elaborar vino.
Karlsefni le tendía el racimo que Tyrkir le había ordenado recoger, pero el patrón lo ignoraba absorto en sus pensamientos.
—¡Y vino! ¡Vino! —exclamó Leif con una sonrisa radiante—. Todos querrán instalarse aquí, basta con que los rumores extiendan las nuevas… Haremos lo mismo que mi padre con Groenland. Le pondremos un nombre… ¡Vinland! Es perfecto, desde hoy estas tierras se conocerán como Vinland… ¡Es una gran noticia! —concluyó, y tomó las bayas que le tendía Karlsefni, dispuesto a probarlas.
Con la boca llena del dulzor contenido por el aterciopelado pellejo de las frutas, Leif descubrió algo llamativo en la mirada cómplice de Tyrkir. Llevaba tantos años con el contramaestre como para saber, con ese simple vistazo, que el Sureño necesitaba decirle algo urgente lejos de los oídos de la tripulación.
No tuvo que esperar mucho; excepto Karlsefni, que seguía ante el patrón como un buen perro esperando una orden de su amo, toda la partida se disgregó con rapidez. Después de la larga jornada todos tenían prisa; buscaban el origen de los olores que se desprendían de los pucheros al fuego, o caminaban lánguidamente hacia alguna de las
skalis
para echarse a dormir.
—Ve a ver a los gemelos, averigua si han hecho progresos con el acopio de maderos —le ordenó Tyrkir a Karlsefni bajo la suspicaz mirada del patrón.
Leif se limpió la comisura de los labios con el dorso de la mano y, después de observar el rastro morado que quedó en su piel, miró inquisitivamente a su contramaestre frotándose con los dedos de la otra mano.
Pero, en lugar de hablar, Tyrkir cogió la mano sucia de Leif y depositó algo en su palma.
Eran cuentas blancas y azules, un tramo engarzado de abalorios sujetos con un hilo ligero, parecía una sección de algo mucho mayor, como un collar ancho o un brazalete. Los distintos colores dibujaban un motivo geométrico con suaves ángulos en los que las tonalidades de la cuentas alternaban. Cada una estaba pulida hasta brillar, era un trabajo cuidadoso.
—No somos los únicos aquí…
Leif seguía mirando lo que le había entregado su contramaestre, preguntándose cuántos serían, si estarían armados, si se mostrarían hostiles. No se le escapó que gentes capaces de elaborar aquel delicado trabajo tenían que disfrutar de paz, y si lo hacían es porque sabían mantenerla. Leif recordó historias de desembarcos que habían salido mal por culpa de nativos hostiles, y pensó en las narraciones de su padre sobre los monjes de la
isla de hielo
. Si aquellas tierras estaban habitadas, había muchas consideraciones que hacer.
El patrón le daba vueltas en su mano al trozo de
wampum
que habían elaborado las mujeres mi’kmaq sin decidirse a hablar.
—Lo encontré al pie de las cepas, de hecho —añadió Tyrkir señalando los abalorios—, fue eso lo que llamó mi atención, y no las uvas… Al principio ni siquiera las reconocí, hace muchos años, muchos que no veo una cepa, desde que era un chiquillo; luego fueron la excusa perfecta para que los hombres no se enterasen de lo que me había llamado la atención. Pero no me hubiera dado cuenta de lo que eran de no haber notado que las habían estado recogiendo, solo las de las ramas más bajas, como si lo hubiera hecho un niño…
Leif alzó el rostro hacia su contramaestre. Era evidente que aquello no tenía un origen conocido, era un tipo de artesanía sobre la que ni siquiera habían oído hablar. Y que no se parecía ni a las más exóticas mercancías que llegaban de Oriente, lo único similar que había visto eran las perlas que los judíos del golfo de Masqat enviaban a los mercados de Miklagard.
—¿Lo han visto? —preguntó Leif con suspicacia echando el pulgar hacia las
skalis
.
Tyrkir negó con la cabeza y Leif se tomó su tiempo antes de añadir algo más.
—No debemos precipitarnos… Puede ser de alguien que esté de paso…
El contramaestre no dijo nada, no hizo falta, bastó con su expresión.
—Tienes razón, tienes razón… Será mejor que nos preparemos para lo peor —concedió Leif—. Les diremos a los carpinteros que empiecen a cargar el Gnod con los maderos que se han estado secando. Y mañana iremos a buscar esas uvas, también intentaremos llevarnos unas cuantas cepas. Yo no sé ni regar las coles, pero a lo mejor prenden en Groenland. En cualquier caso, serán un excelente regalo para mi padre…