El campamento empezaba el día con la pereza propia de la mañana y, mientras Tyrkir designaba a los expedicionarios, Assur, que ya había salido el día anterior, contemplaba el mar recordando los ojos de Thyre y pensando en acercarse a pescar un par de salmones.
Leif se aproximó sonriendo, aunque Assur vio que en los ojos verdes del patrón había una sombra de preocupación.
—Si te pido que subas a esas montañas —dijo el patrón señalando la sierra en cuanto llegó hasta el hispano—, ¿crees que podrás hacerlo?
No era habitual que el patrón hablase de manera tan directa, normalmente, lleno de buen humor, Leif hablaba con tapujos disimulados en sonrisas y no preguntaba nada de lo que no supiera ya la respuesta; por lo que Assur miró con gravedad al horizonte y se tomó un tiempo para contestar, tiempo que Leif aprovechó para explicarse.
—Las partidas que lo han intentado no han logrado ir y volver en el día, no les da tiempo… Y yo no creo que sea prudente que nos mantengamos divididos más de una jornada, ni siquiera sabemos si somos los únicos por aquí…
Assur seguía mirando hacia la cordillera cuando habló, demostrando haber adivinado las intenciones del patrón.
—O es una isla, o es una península…
Leif recuperó una de las amplias sonrisas de su repertorio, admirado de ver cómo su amigo había intuido cuáles eran sus preocupaciones.
—Lo sé, lo sé, yo también he visto el mar —afirmó Leif, consciente de cómo se comportaban las mareas de aquellas costas—. Pero la diferencia es importante.
El antiguo arponero inclinó el rostro con aquiescencia.
—¿Hoy?
Leif no pudo evitar sonreír de nuevo.
—Sabía que podía confiar en ti, ningún otro está tan loco como… —El patrón calló, dándose cuenta de que no hacía falta mencionar los peligros de una encomienda como esa—. Gracias.
—Volveré cuanto antes.
—Pídele a Tyrkir todo lo que necesites. Y ve bien armado…
Assur preparó un hatillo con un par de pieles, un odre de agua y algunas provisiones y, aunque se llevó espada y puñal, prefirió no cargar con la pesada cota de malla. Antes del mediodía ya estaba en marcha. Cruzaba los bosques con paso elástico, rumbo a los picachos que se distinguían entre las copas puntiagudas de las coníferas.
Era una niña y le había costado mucho hacerse oír, porque a pesar de las clementes intervenciones de su madre, su padre estaba realmente enfadado, harto de las escapadas al bosque de su hija.
Pero su madre había sabido ver el miedo refulgir en los ojos de su pequeña y la había creído. A la mañana siguiente había hablado con su enfurruñada hija interrumpiéndola a cada poco para evitar que se atropellase con tanto como tenía que decir. Luego, convencida, había empleado las palabras del modo en que deben hacerlo las esposas para persuadir a los hombres tozudos y Sigo había cedido.
Después de que el padre de la pequeña hablase con Obwandiyag, el consejo se había reunido, habían escuchado a la pequeña Matoaka, que había vuelto a hablar apresuradamente, con el rostro acalorado bajo la severa mirada de su padre.
El consejo de ancianos había estado mucho tiempo haciéndole preguntas mientras sus achacosos miembros fumaban con parsimonia en largas pipas de fina caña. Al principio les había costado creerla, y Matoaka había odiado una vez más ser solo una niña. Hasta su hermano menor, que todavía no había ido al bosque a encontrar el sueño que lo convertiría en hombre, era tenido más en cuenta por los adultos por el mero hecho de ser varón.
Habían tardado otros dos días en volver a llamarla, y lo habían hecho para cuestionar su historia de nuevo.
Sin embargo, la muchachita era lo suficientemente madura como para sobreponer los intereses de la comunidad a los suyos propios. Estoicamente, aguantó las burlas y las serias dudas que su padre le planteaba, dolida porque él pudiese pensar que aquella historia sobre gigantes de barbas pobladas fuese solo una excusa para evitar ser reprendida por su escapada.
Pero ahora, el anciano Obwandiyag, con una hipnótica sonrisa tierna que retorcía de manera inverosímil los cientos de arrugas que le cruzaban el rostro, acudía en su ayuda.
—Creo que Matoaka sabe bien que mentirnos no le traerá nada bueno —dijo el anciano ganándose la atención del consejo—. Ha venido a nosotros hablando de hombres que parecen
chenooes.
—La niña sintió un escalofrío por la comparación, las historias sobre aquellos gigantes de hielo caníbales habían servido durante generaciones para asustar a los de su tribu—. Hombres, si es que lo son, que matan y talan, que dañan a los árboles sin pensar en las consecuencias, sin siquiera pedir permiso a los espíritus del bosque…
El resto de los ancianos asintió durante la pausa de Obwandiyag, cuyo criterio era tenido muy en cuenta, pues tenía edad para haber despedido a la mayoría de sus nietos y, sin embargo, su mente seguía siendo ágil.
—Cuesta imaginar que si esos seres existen sean hombres, quizá sean espíritus malvados… O quizá Matoaka se lo haya inventado todo para que Sigo no la castigue por pretender comportarse como un muchacho buscando el sueño sagrado que debe hacerle adulto…
La descripción de la asustada niña había sido tan apocalíptica y temible que, realmente, costaba imaginar que seres así existiesen, por lo que las dudas de Obwandiyag parecían razonables.
Matoaka estuvo a punto de protestar una vez más enérgicamente, pero supo reunir el respeto debido cuando vio en los ojos del anciano, tan certeros como los del águila Klu, un brillo conciliador.
—Sin embargo, Matoaka también sabe cómo la liebre consiguió sus largas orejas —dijo con marcada intención el anciano mirando a la niña fijamente.
La pequeña se dio cuenta de que Obwandiyag le estaba dando un voto de confianza, ella había oído la fábula muchas veces, incluso se la había contado en varias ocasiones a la más pequeña de sus hermanas. La liebre había tenido pequeñas y bonitas orejas, hasta que Kluskap la había sacado de un arbusto tirando de ellas con fuerza, para poder reprenderla por haber hecho correr la voz entre todos los animales del bosque de que el sol no volvería a salir. Y Matoaka sabía cuál era la moraleja, no debía mentir.
—Así que lo mejor será enviar a un par de guerreros a explorar, debemos tener paciencia, como el sabio puercoespín, siempre habrá tiempo para reprender a la pequeña si es que no ha dicho la verdad —concluyó el arrugado Obwandiyag.
A Matoaka se le escapó un mohín de aire irrespetuoso, pero lo poco que había conseguido era mejor que nada, y ella lo sabía. Como también era consciente de que la seguridad de su pueblo era mucho más importante que su orgullo herido.
Hubo que esperar otro día más, pero a la mañana siguiente, temprano, tras los rezos del alba, dos jóvenes guerreros mi’kmaq, portando mazas, arco y flechas, partieron hacia el norte abandonando el poblado de verano que los ancianos habían elegido para esa temporada. Era una mañana calurosa y, siguiendo la costumbre, llevaban el torso descubierto. Además de los flexibles y silenciosos mocasines únicamente vestían zahones de gamuza que, atados en la cintura, sujetaban el chiripá que les protegía la entrepierna. Llevaban las sienes afeitadas y la mata central de pelo negro brillaba con grasa de oso. Eran apenas dos adolescentes que habían vuelto del bosque convertidos en adultos solo un par de temporadas antes. Y para disgusto de Matoaka, la ironía estaba pintada en los rostros de los jóvenes, que, obviamente, partían creyendo que su cometido era ridículo y estúpido.
Ella los miró marchar desde la entrada del
wigwam
de la familia, sujetando la piel de oso que servía de postigo con una mano y, con la otra, acariciando pensativamente las brillantes cuentas de
wampum
que adornaban la cintura de su vestido sin darse cuenta de que con sus alocadas carreras parte de los adornos de abalorios se habían desprendido. Absorta, Matoaka rogó a los espíritus para que los guerreros dejaran atrás el orgullo e hicieran lo que debían con cuidado porque ella había visto a aquellos gigantes e imaginaba de lo que serían capaces.
Assur se sentía bien. La soledad y el camino por delante eran antiguos compañeros con los que siempre se podía contar. Y saber que tenía un lugar al que regresar, aunque fuera solo un campamento desportillado, era una novedosa sensación reconfortante a la que le costaba acostumbrarse.
Aquel bosque era muy distinto a los de su infancia, pero no tan diferente de los que había conocido en el
paso del norte
. Las agujas de las coníferas predominaban, los alisos tenían las hojas más afiladas y estrechas; no había robles o castaños, pero sí abedules, aunque no tenían la blanca corteza de manchas cenicientas con las que madre hacía pomadas para las rozaduras.
Las huellas que encontraba no le resultaban conocidas en la mayoría de los casos, si bien solían tener un aire familiar. No mucho después del mediodía se topó con el rastro de una manada de lobos cuyas pisadas le dijeron que eran grandes y que iban a la carrera, y poco más tarde halló los restos poco reconocibles de un ciervo de gruesa cornamenta que le recordó a los de Nidaros y alrededores, pero no a los de Galicia; por el estado de lo poco que quedaba dedujo que habría sido la última presa de la manada, solo uno o dos días antes de que él llegase.
Caminaba hacia el sudoeste, hacia las montañas, y gracias al recio trabajo de las últimas semanas se sentía descansado a pesar de la dura marcha. Con la tarde de aquel primer día pasó por unos matorrales de pequeñas hojas oscuras y redondeadas que olían al marcaje de un gran gato, pero no encontró huellas claras y decidió desviarse dando un rodeo, no fuera a ser que el bicho tuviera malas pulgas y grandes colmillos.
Cuando el sol rozó la cima de las montañas, empezó a buscar un lugar en el que hacer noche.
Había muchos arroyos y lagunas, y en todos ellos el verano presumía de sus largos días con aguas brillantes en las que las manchas verdes de algas y ovas serpenteaban en las corrientes. Encontró un riachuelo de apenas un paso de ancho que bajaba con prisa desde la sierra y, después de remontarlo un par de millas asustando gordos saltamontes, se topó con un roquedal que le serviría de refugio para la noche.
Para acomodar el vivaque amontonó ramas verdes en una cornisa entre las dos peñas más grandes. Una vez satisfecho con el improvisado lecho, prendió una hoguera con ramas secas que no hicieran humo a fin de evitar el relente de la noche y, haciéndose con un par de largas varas verdes y flexibles de un árbol que no conocía, se dispuso a pescarse la cena. Antes de lo que se tarda en recorrer una milla ya tenía dos lustrosas truchas que asar en un espetón sobre las brasas. Eran peces afilados de grandes bocas llenas de pequeños dientes blanquecinos. Tenían los costados y el lomo del color verdoso y brillante que cobran algunas pizarras los días de lluvia. Desde el lomo, más oscuro, surgían por los flancos pecas extrañamente claras, de un amarillo desvaído que recordaba al de las flores de gualda, y sus vientres estaban teñidos de un naranja apagado que se extendía a las aletas, ribeteadas de blanco. No había visto truchas así jamás.
Mirando cómo se cocinaban aquellos peces de tan curiosa hechura, Assur contempló el bosque, tan distinto y tan parecido a la vez, y se preguntó adónde lo había traído Leif y qué más sorpresas le depararían aquellos ignotos territorios del oeste.
Los dos muchachos mi’kmaq corrían como el viento. Habían visto lo que Matoaka había contado y, después de frotarse los ojos para estar seguros de que era verdad, se habían puesto en marcha haciendo que sus mocasines volasen sobre las puntas de la hierba alta. Se desfondaban moviéndose como lumbre prendiendo carozos.
Llegaron al riachuelo que pasaba por el campamento de verano justo antes de que lo hiciera la noche, con el ocaso. Los últimos pasos, ya con los humos de las
wigwam
a la vista, se les hicieron eternos. Cuando alcanzaron por fin el círculo de cabañas de corteza, su juventud les impidió ser prudentes.
—¡Obwandiyag! —gritó el más alto, que respondía al nombre de Tamo y que, al ser algo mayor, había adoptado naturalmente el papel de líder.
Las mujeres que estaban fuera de sus
wigwam
alzaron el rostro sobresaltadas. Algunas se levantaron para llamar a sus hombres y otras recogieron a los pequeños mientras miraban con recelo a los jóvenes, que resollaban.
—¡Es cierto! ¡Hay hombres en la desembocadura del río de los salmones! —vociferó Panounias.
Pronto se reunió un corrillo en el que Matoaka, tras haberse escabullido de su madre, intentó hacerse un hueco. Las dudas surgieron, todos querían conocer los detalles y en un instante todo eran voces disonantes que acosaban a los jóvenes guerreros, incapaces de mantener el ritmo de respuestas ante la avalancha de preguntas.
La pequeña Matoaka tuvo tiempo de recibir un par de codazos antes de que Sigo la sacase del tumulto tirándole de las orejas. Ella no pudo evitar abochornarse ante la severa mirada de su padre, tan serio que la obligó a callarse las palabras soberbias con las que había pretendido recordarles a todos que ella ya se lo había advertido.
—¡Silencio! —resonó la voz de Kitpu.
Mientras su padre se la llevaba a rastras, Matoaka vio la figura del imponente
sagamo
de su tribu, que alzaba los brazos y les ordenaba que se callaran. El guerrero jefe, curtido por las viejas cicatrices, era un hombre alto y rubicundo, con el pecho amplio y los brazos fuertes, que demostraban su capacidad de tensar incluso los arcos más pesados. Era un hombre paciente y tranquilo que siempre había sabido evitar enfrentamientos innecesarios con las tribus del sur, y que siempre tenía una palabra amable para el que se acercase hasta él. Matoaka se sintió encantada al ver cómo el
sagamo
le sonreía con picardía cómplice antes de volver a pedir silencio.
—Está bien, ya habrá tiempo de cuchichear más tarde. Ahora debemos consultar al consejo. ¡Tamo! ¡Ve a buscar a Obwandiyag! —ordenó Kitpu— Creo que está aguas abajo, recogiendo raíces.
Con el tiempo que el cansado anciano se tomó para regresar, el resto de los miembros del consejo tuvo ocasión de ir ocupando su lugar. Cuando Obwandiyag acomodó sus escurridas posaderas, algunos de los viejos guerreros ya habían prendido una pipa y fumaban mientras Kitpu les pedía a los muchachos exploradores que guardasen sus palabras hasta que todo estuviera dispuesto.