—Yo puedo entender tu lengua…
Al tiempo que la concurrencia se olvidaba del revuelo y los más nerviosos enfundaban sus puñales, Víkar estudió al hombre. El pelo parcheado y las calvas delataban sarna, y los brazos huesudos y las piernas nudosas hablaban de hambre.
—¿De veras?
Tenía ojos saltones estampillados por pequeños iris castaños y una boca mugrienta de labios agrietados.
—Sí… Soy hijo de un esclavo liberado de uno de los burgos del Danelagen —aclaró como toda explicación.
El acento era, sin lugar a dudas, repelente, pero era evidente que sabía hablar la lengua de los nórdicos. Satisfecho, Víkar abrió las manos señalando las jarras de vino que le habían traído y el otro comprendió al instante.
—Estoy buscando a alguien —dijo cuando el sarnoso se hubo sentado.
—Pues esta es una ciudad muy grande —repuso el recién llegado mirando hacia el vino y pidiendo permiso con sus ojos de rana bien abiertos.
Víkar asintió y el otro se sirvió con impaciencia.
—¿Y de qué infecto agujero hediondo te has escapado? —preguntó el nórdico deseando saber algo más sobre su interlocutor antes de entrar en detalles.
—Mi nombre es Henry Smithson y nací en Dover, aunque ya no recuerdo cuándo —contestó volviendo a interesarse por el contenido de las jarras—. Parientes tuyos nos atacaron, mataron a mi padre y a mis hermanos, violaron a mi madre, quemaron la mitad de la aldea y yo y muchos como yo, los más jóvenes, fuimos vendidos en Jòrvik…
Resultó inquietante la apatía del relato, como si al propio Smithson no le hubiera importado. Víkar sabía que no habían sido los suyos los que se habían dedicado a expoliar las costas anglas, sino los de Danemark, como delataban los dejes del espantoso nórdico que el otro había aprendido, pero creyó más importante centrar la conversación en temas más interesantes.
—¿Y cómo sé yo que puedo fiarme?
Henry Smithson se encogió de hombros haciendo que el gesto lo emparentase con una comadreja tiñosa.
—Eso dependerá del pago, cuanto más alto sea, mayor la confianza —dijo con pasmosa naturalidad.
A Víkar le gustó la respuesta. Él necesitaba a un intérprete capaz de moverse por los barrios más pobres y por los embarcaderos, y también pretendía valerse de un correveidile que lo ayudase a esparcir las nuevas de la recompensa que estaba dispuesto a ofrecer, así que, evitando detalles, le explicó al anglo a quién estaba buscando, lo que dio tiempo al de Dover a vaciar la primera de las jarras.
—Bueno…, ahora, con las pretensiones de Svend, el ambiente vuelve a revolverse, pero los antiguos tratados de paz aún tienen algo de valía y sigue habiendo muchos como tú en la ciudad —aclaró pensativo—, la mayoría venidos desde el Danelagen, como yo mismo… Supongo que el mejor lugar para empezar a buscar sería el barrio de Dowgate, es donde suelen acabar todos los extranjeros…
Aquello era tan buen comienzo como cualquier otro para Víkar y, aunque no se esforzó por darle más detalles, se aseguró especialmente de recordarle que la recompensa sería cuantiosa; y también de sugerir que, no sin discreción, se corriera la voz de que estaba dispuesto a pagar por cualquier información que le llevara hasta aquellos que buscaba.
Henry valoró sus posibilidades, pero no le hizo falta pensar demasiado para caer en la cuenta de lo que le convenía hacer. Aquel nórdico de gesto hosco parecía muy capaz de quebrarle la cerviz de un golpe seco, pero también semejaba tan impaciente por encontrar a aquella pareja como para pagar un precio desmedido. Así, aunque sus tripas le decían que no, como solía pasarle a los hombres de poco espíritu, su avaricia pudo fácilmente vencer su escasa prudencia.
Faltaba poco para la festividad del santo Paul, patrono de la ciudad, y el verano se volvía pesado con días húmedos y largos. Thyre se sentía cada día más embargada por las sensaciones que la colmaban a medida que su cuerpo cambiaba y el hijo de Assur crecía; el primer día que el bebé se había movido en su interior se sintió tan feliz que a punto estuvo de llorar. Ahora, con el estío encima, el tiempo bochornoso que el río proporcionaba a la ciudad no le ayudaba a sobrellevar la pesadez de su vientre, pero aun así, e incluso cuando la espalda y las corvas le dolían pidiendo un descanso, se sentía inmensamente alegre. Impaciente y deseosa de que llegase el día del nacimiento de su primer hijo.
Assur, tan encantado como su esposa, disfrutaba compartiendo con ella todas y cada una de las novedades, y muchas noches se dormía apoyando su mano en el vientre abultado de Thyre, sintiendo la vida que luchaba allí por abrirse camino. Sin embargo, un tanto más práctico que ella, también era consciente de que debía empezar a preocuparse por otros asuntos.
—O nos vamos antes de una semana, o tendremos que esperar a que el bebé haya crecido lo suficiente, no podemos afrontar un viaje tan largo de otro modo…
Dvalin asintió distraídamente, pues había centrado su atención en los devaneos de Francesca, que, con manos grasosas por las lonjas de tocino, mechaba pequeños pichones rellenos de olivas majadas, explicándole a Thyre lo que hacía en una espesa mezcolanza de todos los idiomas que chapurreaba. La islandesa asentía como si comprendiese mientras preparaba los espetones que usarían y, entre sonrisas, miraba de tanto en tanto a su esposo buscando de él algún gesto cómplice.
En un cacharro al fuego se pochaban las verduras de temporada que habían troceado como guarnición y toda la estancia se llenaba del olor de sus preparados.
Mientras las mujeres terminaban con la cena, Assur y el panadero, después de haber contribuido limpiando y troceando un hato de abrojos frescos, charlaban sentados a la mesa de roble que la viuda conservaba. Dvalin trasegaba cerveza y el hispano, con la silla de costado y las piernas dobladas para apoyar los pies en el travesaño que unía las patas, terminaba los detalles del labrado de aquella cajeta de colmillo de morsa que había empezado a trabajar tanto tiempo atrás, cuando se embarcara en el Gnod rumbo a las desconocidas tierras de poniente.
—Si apareciese ahora mismo un barco con destino a Jacobsland, no sabría qué decisión tomar…
El enano, después de voltear los ojos, probablemente imaginando lo que esperaba de la viuda para esa noche, centró de nuevo su atención en Assur antes de contestarle.
—Ya te dije que ese carguero a Bayonne de hace un par de semanas era una buena opción, te lo advertí.
—Lo sé, lo sé, pero de habernos embarcado, hubiera significado tener que completar treinta o cuarenta jornadas más a pie hasta Compostela —se quejó el hispano—, aunque nos llevásemos nuestras monturas o comprásemos otras, una vez cruzado el canal, sería un esfuerzo demasiado grande para ella —afirmó girándose para mirar hacia donde las dos mujeres trasteaban—. No puedo abordar sin más cualquier cascarón que cruce el canal…
Assur no quiso enredar con sus dudas, la ayuda del otro estaba resultando inestimable y haber dejado en sus manos la búsqueda de pasaje los libraba a él y a Thyre de largas caminatas infructuosas por los embarcaderos.
Por su parte, Dvalin empezaba a pensar que, para su inmenso tamaño, el otro resultaba un tanto blando, y aunque estaba encantado de ayudar a dos que sentía como compatriotas, temía que sus esfuerzos fueran en vano.
—Creo que te preocupas demasiado, ella es fuerte y, sea lo que sea lo que crece en su interior, también lo será, a fin de cuentas, tú eres el padre —añadió el panadero pinchando con su índice achatado el músculo del brazo que Assur apoyaba sobre la rodilla mientras labraba el colmillo—. Habéis llegado hasta aquí, ¿no?
El hispano abandonó por un momento el cuchillo y pensó en lo que acababa de decirle su nuevo amigo.
Aquella misma noche, mirando el perfil dormido de su esposa y todavía con el sabor ajado de los guisados de Francesca en el gaznate, Assur luchó contra la falta de sueño pensando en las palabras de Dvalin.
Desde aquella aciaga mañana en que su vida se había roto a la vez que su hogar ardía, Assur había estado deseando recuperar lo que había perdido. Y sabía que muchos habían quedado atrás, pero aun así también había querido construirse un refugio de esperanzas que le había servido para seguir adelante sin rendirse ante las adversidades. Sin embargo, ahora que aquello con lo que había soñado estaba tan cerca, la sinceridad sin tapujos del enano le hacía darse cuenta de que deseaba, tanto como temía, lo que iba a suceder. Incluso sin imaginar que, no muy lejos, el esmirriado Henry Smithson obedecía las órdenes de Víkar, buscándolo a él y a su esposa.
La noche se fue encontrando más cómoda a medida que las horas avanzaban al ritmo de las campanadas del más del centenar de iglesias que atestaban London. Y, buscando respuestas que el entramado de vigas del techo no escondía, Assur oyó como Dvalin se despedía de Francesca entre susurros y se marchaba a la tahona para amasar la hornada del día.
Cuando el enano se fue, Assur, hastiado, se levantó procurando no hacer ruido y, teniendo cuidado de que los herrajes del portón no chirriasen, salió al fresco de la noche. Pero no encontró la paz que esperaba, demasiado acostumbrado a los espacios abiertos y a las cubiertas de los navíos, el opresivo horizonte de aquella callejuela de la ciudad, con sus altos muros, sus hedores y su desolado aspecto, le pareció una prisión.
Algo abatido, se dejó caer en el escalón de entrada y, mirando al suelo, se dio cuenta de que, tumbo tras tumbo, había terminado por convertirse en un paria desarraigado.
Cuando alzó de nuevo la vista, vio a un gato que, desde el otro lado de la calle, lo miraba con suspicacia entornando enormes ojos amarillos. Era un bonito animal de largo pelaje gris rayado de oscuro, sentado sobre los cuartos traseros y con el rabo enrollado sobre las cuatro patas, apretadas en apenas una pulgada.
Assur extendió uno de sus brazos con la mano abierta y le chistó suavemente animándolo a acercarse. El gato inclinó la cabeza a un lado, como valorando la proposición, pero no se movió. Testarudo, el hispano movió los dedos queriendo llamar la atención del animal, invitándolo de nuevo a acercarse, y como respuesta solo recibió un corto maullido grave.
Olvidándose de sus preocupaciones, el antiguo ballenero entró en la casa procurando no hacer ruido y se hizo con una de las carcasas que habían quedado tras la cena. Al girarse de nuevo hacia el quicio de la entrada, descubrió que el gato había cruzado la calle y lo miraba con curiosidad desde el ruedo de la puerta.
Assur se acercó con pasos tranquilos y movimientos suaves, desmigando los restos de carne pegados a los huesecillos del pichón y el felino respondió con un nuevo maullido circunspecto.
Al llegar al umbral, bajo la escasa luz de una luna menguante y las pocas estrellas que se libraban del manto de nubes, el animal se echó atrás sin dejar de mirarlo, indeciso pero demasiado tentado como para salir corriendo.
Acuclillándose, Assur extendió de nuevo el brazo y le tendió las migajas al animal, que movía cómicamente el hocico, anticipando el bocado sin llegar a atreverse. Durante un buen rato, ambos se estudiaron valorando sus opciones hasta que, finalmente, y no sin desconfianza, el felino encontró los redaños que le hacían falta para acercarse.
A Assur se le combaron los labios con una sonrisa y el gato respondió con un maullido corto y bajo. Seguía mirando al humano con recelo, pero era evidente que el incentivo le resultaba apetitoso. Posando sus patas como si el suelo quemase, alzó el rabo plumoso y agitó sus orejas, decoradas con largos pincelillos de pelos grises. Y, cuando ya estaba a su lado, estiró el cuello arrugando el hocico negro y sacudiendo los largos bigotes. Dio un paso alejándose tímidamente y, arrepentido, miró a Assur con una expresión franca, sopesando una vez más la situación. Luego, lanzándose hacia delante con la rapidez de la suspicacia, cogió entre los afilados dientes la carne que Assur le ofrecía. Se echó de nuevo atrás, dejó caer el bocado al suelo y, solo tras olisquearlo, se decidió a comerlo.
Después de tragar se pasó la lengua rasposa por el canto de su mano peluda y, con simpáticos gestos hacendosos, se frotó los morros y bigotes para limpiarse los restos de grasa.
Assur le ofreció entonces la carcasa entera y el gato, algo más confiado, se acercó de nuevo, dándole tiempo esta vez a acariciarlo por un momento, con el pudor de una jovencita tímida. Luego echó los dientes a los restos del pájaro y se alejó corriendo con ellos, abriendo mucho las patas delanteras para hacer sitio a la carcasa del pichón.
Viéndolo marchar en dirección a los desaguaderos que daban al Thames, Assur sonrió de nuevo, sintiéndose de pronto mucho mejor.
Henry Smithson le había mentido a su nuevo patrocinador, había pasado su infancia y adolescencia como esclavo, pero jamás había sido liberado, se había escapado y había sobrevivido como fugitivo en los convulsos bosques de Sherwood, en pleno Danelagen, huyendo de nórdicos y anglos por igual mientras unos y otros se peleaban por el control de la zona.
Con el paso de los años, a medio camino entre la mendicidad y la delincuencia, el hijo del herrero de Dover había ido sobreviviendo a duras penas sin más gloria que la de ocasionales robos afortunados a algún acaudalado despistado, ya fuera en los abastos de Cheap o en cualquier otro de los populosos mercados de London, donde había terminado cuando el hambre del frío invierno de los bosques lo había empujado a buscar las provisiones de la ciudad.
Ahora, encantado de sacar ventaja a la lengua aprendida en sus años de cautiverio, aprovechaba la oportunidad que el hosco Víkar le brindaba para reunir unos buenos dineros. Contento como una comadreja en un corral cerrado y dispuesto a conseguirse el mayor beneficio posible, cumplía escrupulosamente las órdenes del nórdico, tomándose únicamente la libertad de sisar lo justo de la plata y preseas que Víkar le proporcionaba para sobornar a estibadores, cantineros, capataces y tenderos de medio London.
Sin embargo, a pesar del insondable dispendio del nórdico, Henry no conseguía encontrar a la pareja que buscaba su patrón y era consciente de que Víkar comenzaba a impacientarse. El verano avanzaba y la enormidad de la ciudad empezaba a resultar una excusa pobre e inútil a la que su jefe se había acostumbrado demasiado rápido.
Sabedor de su necesidad de prontos resultados, Henry tentó a Víkar con algunos rumores ingeniados, pretendiendo darle ciertas esperanzas sobre posibles pistas que sirvieran para soltarle los cordones de la faltriquera y así, continuar aprovechándose. Además, para distraer el ímpetu del nórdico, Henry le buscaba con asiduidad díscola compañía femenina que lo desfogase. Sin embargo, aquella misma noche, cuando se encontraron en una de las mesas del Bald Swan, tal y como habían acordado, el ceño fruncido de Víkar fue acicate suficiente para que Henry se diese cuenta de que la paciencia de su patrón se estaba terminando.