En el lugar de Brevis, al que muchos llamaban Melide por ser hito de un miliario en la vía que habían ideado y abierto los conquistadores romanos, se desviaron al sur para cruzar el río de Furelos; donde se toparon con un grupo de peregrinos francos que llevaban más de un mes recorriendo el norte hispano. A lo lejos, si el camino coincidía con una loma, ya podían ver las cimas de Outeiro y, más allá, el pico de Ludeiro. Estaban cerca.
Era día de mercado en Melide y, antes de dejar el pueblo atrás, se decidieron por completar las compras que habían empezado en Compostela. A lo largo de la vía principal se tendían puestos hechos con cuatro paños y unos pocos vientos, o en las mismas traseras de carros y carretas. Las voces vibraban y todo se llenaba de los aromas de las últimas frutas del verano y las primeras del otoño. En un tablón entre dos tocones una obesa mujer vestida de arriba abajo con rudas prendas de lana basta teñida de negro ofrecía algo de carne de ciervo, premio de algún cazador afortunado, y también los restos de un puerco que, sospechosamente, había pasado por la matanza antes de tiempo. Y, envueltos entre capas de helechos y rodajas de un peculiar fruto amarillento que les era desconocido a ambos, también vieron algunos pescados traídos desde la costa, pero el arponero no quiso comprar ninguno, pues en los ojos velados se veía que estaban pasados.
Assur y Thyre sí compraron cestos de mimbre, un par de cajas de madera, algo de manteca y un rollo de unto acordelado y ahumado. Y, hasta que decidieron que les resultaría muy difícil hacerse cargo de tanto bicho, estuvieron a punto de adquirir media docena de cabritos del año con bonitos mantos pardos, pues fueron de los pocos que encontraron que eran animales de buena raza.
Una vez dejaron Melide, con la bolsa algo más vacía, pero el ánimo lleno, tuvieron que buscar los servicios de un herrero al que comprarle nuevas herraduras para el tiro del carromato y para Thojdhild. Y un campesino que traía a la feria cestas de pequeñas manzanas de áspera piel parda les indicó que, río abajo, había un molino de mazo en el que encontrarían una forja.
El ingenio, adosado a la vivienda del menestral y acodado en un meandro del impetuoso río Furelos, que bajaba hacia el sur para ceder sus aguas al Ulla, contaba con una rueda de palas que el flujo del cauce mantenía en movimiento para prestar su fuerza a la chumacera de una rueda menor; que a su vez, gracias a las grandes muescas de su borde, hacía saltar el cabo del eje del enorme mazo que servía al artesano para afinar láminas de hierro y aleación. Y el herrero, un escapado de los moros que había llegado desde Ébora, lugar donde los valíes agarenos cargaban con orgullo fama de crueles y sanguinarios, era conocido por templar los mejores hierros de la comarca.
Era un hombre mediano, ni grande ni pequeño en la complexión o la talla, de brazos correosos por el oficio y sonrisa fácil a pesar de las dificultades de la vida. Los recibió enguantado y vestido con un gran mandil de cuero salpicado por las quemaduras de los chisporrotazos de la fragua. Un personaje afable que admiró las armas de Assur y se sintió complacido cuando el antiguo arponero le cedió su espada, gesto que les sirvió a los dos hombres para aburrir a Thyre por un buen rato, mientras el artesano le explicaba a Assur las propiedades del metal según el calor de la forja, lo que se venía sabiendo por complicados matices de color.
El herrero, de nombre Juan, pero al que todos llamaban, simplemente,
Ferreiro
, les cedió su propio establo para pasar la noche, y la pareja y sus hijos durmieron cómodamente entre heno recién segado; envueltos en el penetrante olor dulzón de la cosecha.
En la mañana, después de un hospitalario desayuno a base de gachas que compartieron con el herrero, su esposa, y sus cuatro hijos, el artesano ayudó a Assur a calzar las bestias; y todo fue bien a excepción del trabajo con la mula, que, haciendo honor a su fama, se empeñó en actuar de modo tozudo y caprichoso. No terminaron hasta que tercia había pasado ya y el sol se movía hacia el mediodía; sudorosos y cansados de bregar con la terquedad de Thojdhild.
Antes de marcharse, queriendo ser cortés, Assur decidió comprar allí mismo los aperos que necesitaría en su nueva vida. Y pagando un precio justo sobre el que no hubo regateos, se hizo con varias hojas de arado, unos barretones, un par de sachos con mango de fresno, una zuela, una pareja de guadañas y dos hoces de largo brazo que sirvieron para que Thyre aprendiese una palabra de la zona, pues allí recibían el nombre de
gateños
. Un término para el que jamás encontraría el modo de librarse de una peculiar forma de pronunciarlo, ni siquiera con la ayuda del paso de los muchos años que viviría en Galicia.
Con el carromato cargado y los útiles bien asegurados y envueltos, para evitar que los niños pudieran hacerse daño, se despidieron como buenos amigos y marcharon rozando sexta para comenzar la última etapa de su camino.
El paso que franqueaba el río Pambre, un antiguo puente de modestos pilotes de aliso, no había sido reconstruido desde el ataque normando que había marcado por siempre el destino de Assur. Se encontraron los restos carbonizados y rotos que el ímpetu del río había respetado, convirtiendo el frágil viaducto en un amasijo enmarañado en el que se enredaban las ovas y hasta el que llegaban, enmarañadas, las ramas de las matas de zarza de las orillas. Y observar la construcción derruida, con los postes vencidos atravesados de modo extraño en el agua, le causó al arponero una desazón incómoda que nada tenía que ver con el desvío en el camino al que se veían obligados. Quizá porque se dio cuenta de que el regreso a un lugar amado no siempre resultaba posible si lo que se pretendía era seguir una ruta sencilla y familiar.
Habían pasado demasiados años y los lugareños, habituados a los malos tiempos por la fuerza, habían buscado su propia alternativa para que la devastación de los normandos no coartase los quehaceres de sus días. A la izquierda de la vía, casi en la misma orilla, se abría una senda que, en apenas un par de millas, los llevó hasta una suave curva de aguas poco profundas cuyos playones tendidos eran prueba suficiente de que aquel lugar se usaba como vado; y Assur supuso que el tiempo había relajado las presiones del conde de Présaras en sus dominios, de no ser así, no comprendía por qué el noble no se había ocupado de reconstruir el puente.
Para no perder la costumbre solo tuvieron problemas con Thojdhild. El agua no llegaba siquiera a cubrir los bujes de las ruedas, pero la mula debía de ver en ella abismos insondables, pues hizo falta que Assur la dejase en la orilla y regresase a por ella para, pacientemente, obligarla a vadear al paso mientras su familia, que había cruzado en el carromato con el primer viaje, lo esperaba en la ribera opuesta; donde Thyre desenredaba ya las ovas que se habían prendido en los radios y los niños correteaban torpemente de un lado a otro haciendo callar a las últimas ranas del verano.
Sujetaba el bocado de la mula con una mano, con el brazo libre extendido mantenía el equilibrio; y mientras cruzaba el Pambre con el agua por las rodillas, sintiendo la arena dorada colarse entre los dedos de sus pies, Assur miraba río abajo, observando el túnel verdoso que formaba el espejo de la suave corriente bajo la larga bóveda del bosque. Veía ondear las manchas glaucas de los ranúnculos, y libélulas de brillantes colores cazar al vuelo mosquitos desprevenidos. Observaba el agua tomar brillos tostados de las piedras del lecho y ondularse entre las raíces lavadas de los árboles de las orillas. Los vencejos volaban a ras de agua haciendo cabriolas imposibles entre las ramas que colgaban, señalando una gran piedra que, despuntando entre los pliegues de la corriente, aguardaba el paso de los días con calma impertérrita. Y no solo se dio cuenta de que podía reconocer aquel tramo de río: aguas arriba había un trecho de rabiones y chorreras que se descolgaban de una presa anguilera y, apenas media milla río abajo, había un gran pozo donde se detenían los salmones a descansar en su remonte; también se percató de que un poco más allá, río abajo, en una tabla tranquila rodeada de praderías que hubiera podido alcanzar antes de que llegase la tarde, estaba el lugar en el que todo había empezado. Y los recuerdos de aquella mañana se apresuraron en su memoria.
Furco a su lado, pendiente del pastoreo, y las vacas aprovechando la fresca para hociquear entre las matas, la hierba alta entre la que buscaba saltamontes con los que engañar a las truchas, su hermana trayéndole el almuerzo; y el humo, las grandes columnas de humo que habían visto. Y lo que habían significado.
Thyre, alzando el rostro, lo vio detenerse en medio del vado y, en un principio, imaginó que la mula le estaba dando problemas, luego se dio cuenta de cómo su esposo miraba fijamente río abajo y estuvo a punto de preguntarle si necesitaba ayuda, entonces comprendió que era mejor dejarlo a su aire por un rato. Lo conocía bien, y supo que su esposo necesitaba uno de sus frecuentes instantes a solas. Porque del mismo modo que había sabido desde el primer momento que él era el hombre con el que deseaba pasar el resto de sus días, también había adivinado que en su alma había rincones oscuros cubiertos de tierras baldías por las que él necesitaba caminar sin más compañía que su propio dolor; y ella había aprendido a aceptarlo, porque conocía la historia y se esforzaba por no olvidarla, ni siquiera las partes más terribles.
Cuando Assur, con taimada paciencia, logró convencer a la mula para que ascendiese por la suave pendiente de la orilla, Thyre se acercó a él y lo besó con ternura en la mejilla, él correspondió el gesto con una suave caricia y no les hicieron falta palabras. Pero ambos se sintieron mejor.
Desde el valle del Pambre, el terreno comenzó a subir suavemente, escondiendo el camino en recovecos que negociaban la pendiente con curvas arropadas por las sombras de castaños en los que maduraban erizos verdes.
Llegaron a lugares en los que Assur reencontró escenas de sus juegos infantiles. E incluso hicieron un alto en el camino para perder un rato en una caminata que les llevó hasta el terreno en el que había estado la madriguera en la que, siendo un niño, Assur se había hecho con su lobo Furco. Y Thyre escuchó el relato una vez más, con una sonrisa sensible que le iluminaba el rostro, encantada al ver a su esposo gesticular mientras señalaba lugares concretos, hablándole con una pasión y un regocijo que embellecían sus palabras y emociones.
Tan cerca del que había sido su hogar, Assur sintió toda la intensa melancolía nostálgica que había anidado en su interior durante largos años y, curiosamente, ahora que estaba tan próximo el final del camino, la impaciencia era mayor de lo que había sido nunca. Pues, si hasta aquel momento el regreso había sido solo un sueño con el que entibiar sus noches de más triste soledad, ahora era una realidad que se hacía arrebatadoramente presente. Y las preguntas, para las que solo el tiempo tendría respuestas, se le apelotonaban obligándolo a espantar las dudas y a coger a menudo la mano de su esposa para darle un apretón leve que servía para reconfortarlo; sintiéndose afortunado una y mil veces más por haberla encontrado.
Todas sus prisas tuvieron que aguardar a que el ánimo se sintiese preparado y, en el modesto alfoz de Outeiro, en un campo de centeno que solo reconoció gracias al viejo castaño castigado por los rayos en el que había jugado de niño, hicieron noche por última vez antes de llegar a su destino. Y, a la cimbreante luz de la fogata que armaron para cocinarse algo de cena, las malas pasadas de la memoria le obligaron a contarle a Thyre como su hermana solía usar aquel inmenso tronco ahuecado por las tormentas para esconderse, cuando las tareas de la casa les dejaban tiempo con el que entretenerse con juegos de agachadizas.
Los pequeños Weland e Ilduara durmieron mal, despertándose a menudo y reclamando atenciones, como si presintiesen el ánimo revuelto de su padre, que parecía no saber si estaba preparado para que aquellas raíces que llevaban tantos años en barbecho brotasen de nuevo.
A lo largo de la noche, entre los llantos de los gemelos, el cielo fue encapotándose como si se viese obligado a cubrir las vergüenzas de la luna creciente y la mañana los recibió con una luz grisácea y difuminada que cargó el aire de las pesadas humedades del otoño; portadoras de sonidos lejanos y de los olores de los campos de cosecha.
Con las prisas contenidas por el parsimonioso tiro del lento carromato y la impaciencia desbocada, Assur tuvo que reunir todo su aplomo para acometer el último trecho, que empezaba a parecer empeñado en convertirse en eterno.
Ascendían poco a poco las ondulaciones que llevaban al otero que cedía el nombre al pueblo y, entre campos nuevos de cultivo, Assur descubrió fincas a las que podía darles el nombre de las familias que las habían poseído cuando él era niño; y se los fue enumerando a Thyre contándole las mismas anécdotas que su propio padre había desgranado para él al responder a sus preguntas infantiles, entendiendo ahora, gracias a su paso a la adultez, las razones de algunos sobrenombres que, siendo un crío, no había comprendido.
Pronto vieron la que había sido la casa del sayón del conde de Présaras, defendida por un muro de piedras que la cercaba. Y también la que había sido de Osorio
o zoqueiro
, y Assur le habló a su esposa de aquel viejo amable que siempre había estado dispuesto a tallar algún juguete de madera para los zagales del pueblo.
Se cruzaron con un muchacho que guiaba una docena de vacas rucias de regreso al establo tras el pastoreo de la mañana, y algo en las facciones le resultó familiar a Assur, lo que le despistó por el tiempo suficiente como para perderse los detalles de las pequeñas casas de granito que iban dejando atrás.
Un par de gallinas pardas con manchas blancas se atravesó en el camino y se escabulló del tiro del carromato con cacareos estridentes. Desaparecieron con pequeños saltos indignados por el espacio cubierto de matas entre dos de las viviendas, una remozada y en buen estado, la otra, apenas una estructura cuadrangular de piedras amontonadas, tocada con maderos que mostraban los restos del incendio que habían provocado los normandos.
No muy lejos oyeron la voz de una mujer que ordenaba algo que no entendieron. Y en la escasa luz que filtraban las nubes vieron a un gato rayado tendido en las pizarras del enlosado de un alpendre, disfrutando del exiguo sol.
Outeiro era un pueblo pequeño, y aunque parecía que muchas de las familias habían conseguido rehacer sus vidas tras la estela de destrucción que había llegado desde el mar del Norte, el villorrio no había crecido desde que el arponero lo viera por última vez; tan solo se había moldeado en función de la fortuna de sus habitantes, buena para unos, mala para otros. Y pronto estuvieron en el extremo opuesto, donde debían encontrarse con la casa en la que Assur había nacido.