—Hijo —interrumpió Bartolomé—, el obispo Rosendo murió hace años…
Assur no supo qué decir, por muy natural que fuese, no se le había ocurrido pensar que algo así hubiera podido ocurrir. El patrón Eudald del Port le había contado algunas de las cosas acaecidas durante sus años en el norte, pero no había incluido aquel detalle en su relato.
—… El señor lo tenga en su gloria. El obispado está ahora en manos de Pedro de Mezonzo…
A Bartolomé, que calló al ver el gesto contrito del otro, le pareció muy extraño que aquel hombre no tuviera idea de los cambios acontecidos en la cátedra episcopal. Ya desde que el bienaventurado Pedro acompañara al bendito Rosendo al concilio celebrado en León para eliminar la sede de Simancas, años atrás, todos sabían que el de Mezonzo apuntaba maneras para la sucesión.
—Sí, hijo mío, Pedro de Mezonzo —repitió.
El rostro ahora impasible le dijo al mallorquín que aquel extraño que se había presentado como Assur no había oído hablar jamás del nuevo obispo, y mucho menos de los abundantes y jugosos rumores que habían llenado los tiempos sucesorios por las disquisiciones con Payo Rodríguez. Por lo que Bartolomé se reafirmó en la idea de que el tal Ribadulla debía de ser un marino al que sus viajes lo habían llevado lejos por mucho tiempo.
—Sea —dijo Assur recomponiéndose—, pues, Pedro de Mezonzo, ¿y podría solicitar audiencia?
Bartolomé juzgó una vez más el rudo aspecto del visitante, que bien parecía capaz de terminar él solo la invasión del caudillo Al-Mansur a la ciudad.
—Habría de hablarse con el padre Adosindo, su secretario y amanuense, pero —acotó el mallorquín—, sea como fuere, el obispo no se encuentra en Compostela, su arrojo frente al moro le ha ganado una llamada a León, pues el nuevo rey, quinto de los Alfonsos, y el regente, el conde Menendo, lo han reclamado para la corte.
Assur contrajo el rostro una vez más, eran demasiadas novedades para las que las palabras del marino barcelonés no le habían preparado. Y, en el silencio de aquel extraño, Bartolomé no pudo evitar caer en el pecado de soberbia presumiendo de las acertadas decisiones del obispo, que había hecho evacuar la ciudad antes de la llegada de las huestes de Al-Mansur.
—El obispo Pedro se ocupó de llevar a los compostelanos a las montañas en cuanto llegaron noticias del avance de los muslimes. Y él permaneció en la ciudad, ¡él solo! Rezando frente al sepulcro de Santiago —las palabras se le atropellaban con la emoción de contar las hazañas de su prelado—. Y cuando llegó el moro, encontró la ciudad vacía. Aun así, Al-Mansur decidió arrasarlo todo a su paso, ¡todo! Hasta que llegó al templo del apóstol y se encontró al de Mezonzo orando…
—¿El nuevo rey? —preguntó Assur coartando la historia de cómo el fervor y la fe del obispo habían conmovido al caudillo agareno salvando así el sepulcro y el templo de Santiago.
El mallorquín resopló buscando algo de paciencia y dejó a un lado su relato.
—Sí, hijo, sí, al bueno de Bermudo el Gotoso —calificó Bartolomé por evitar discusiones políticas— lo llamó el Señor a su lado hace ya unos años y ahora la corona reposa en la testa de su hijo Alfonso, que gobierna con la regencia de su madre y la del conde Menendo González.
El antiguo ballenero, que había sido capturado mientras reinaba el niño Ramiro, ni siquiera quiso seguir cuestionando cómo el joven rey había perdido el trono a favor del tal Bermudo, o cómo había muerto este para que su hijo pequeño llevase ahora la corona, y tampoco por qué era un conde quien parecía ostentar el verdadero poder; y comprendió que no debía haber esperado que las cosas fueran tan sencillas. Nunca lo habían sido.
—Asaz perdido os veo, hijo… ¿Por qué no empezáis por el principio? ¿Qué necesitáis del obispo? —preguntó Bartolomé queriendo ayudar.
—¿Cuándo regresará?
El mallorquín inclinó el rostro y se rascó con aire dubitativo la tonsura, con un gesto blando y sin ánimo, como si temiese abrirse la tapa de los sesos si emplease demasiado ímpetu.
—No estoy seguro… Pero aún tardará —aclaró mirándose los dedos con los que acababa de rascarse—, partió hace unos pocos días, en las calendas de septiembre. No creo que haya llegado a León…
La puerta que comunicaba la antesala de la portería con el interior de la residencia episcopal se abrió y, entre pasitos tímidos, asomó el impecable hábito holgado de Adosindo.
—¿Ha llegado recado de Mondoñedo? —preguntó mirando con curiosidad al gigantón que estaba frente a la mesa del portero.
Bartolomé rebuscó entre los legajos que tenía ante sí y, alzándose a medias, le tendió el mensaje, que había recibido poco antes, al ministro del obispo que se acercaba a su mesa.
—Tendré respuesta esta misma tarde y quiero que la lleve alguien de las mesnadas, avisadlos —dijo Adosindo con vehemencia, haciendo un gesto vago a los guardas de más allá del umbral y arrancando un severo asentimiento del portero.
Cuando el mallorquín volvió a retreparse en su asiento, después de que Adosindo se retirase, descubrió que su curioso visitante se había marchado ya y se preguntó si volvería a verlo.
—¡Lo recuerdo! —exclamó Assur de improviso.
El día amenazaba con terminarse colgando algunas nubes más en el cielo y todos en Compostela sabían que pronto se volverían grises y madurarían hasta descargar. A la ciudad le gustaba la lluvia.
Avanzaban con calma, vagaban sin saber qué esperar o cómo actuar. Llevaban toda la tarde callejeando en busca de acomodo y no habían encontrado nada que les satisficiera, lo que no ayudaba a mejorar el mustio humor de Assur, abatido por haber perdido la pista de su hermana. Incluso habían hablado de acampar en las afueras hasta decidir qué hacer tras las desalentadoras noticias. Y Thyre empezaba a preguntarse si no hubiera sido mejor idea permanecer en Groenland, ya que aquel viaje parecía no servir para otra cosa que para amargarle la existencia a su esposo.
—Lo recuerdo…
Girándose en el pescante, Thyre vio a los críos jugar con el gato en la colcha que había dispuesto en la trasera del carromato, entre sus trastos. Los pequeños estaban entretenidos, ajenos al alboroto repentino de su padre, y Sleipnir lo sobrellevaba como podía con algún bufido cansino.
—¿El qué? —preguntó, eligiendo las palabras con cuidado, todavía se sentía insegura con el idioma que aprendía a marchas forzadas.
—Bueno, no me acuerdo del nombre, pero lo he reconocido, trabajaba para Rosendo…
Y como si el gesto lo aclarase todo, Assur dejó las riendas entre las rodillas y revoloteó delicadamente con sus manos.
Thyre, que había esperado pacientemente mientras su esposo entraba al obispado tras responder a las preguntas de la guardia, y que había adivinado en cuanto él había salido que algo andaba mal, no entendió a qué se refería Assur.
—Ya estaba aquí cuando yo vine con Gutier, si pudiera hablar con él… Seguro que recuerda algo…
Thyre no lo comprendió, le costaba entender a su esposo cuando hablaba tan apresurado. Assur se percató de la perplejidad de ella y cambió al nórdico para explicarse, consiguiendo que su mujer se diese cuenta al fin de que existía una nueva posibilidad de encontrar a Ilduara.
—Entonces, ¿nos quedamos?
Assur miró por un instante el sol ya tendido sobre las pizarras de las techumbres de Compostela. Y sintió la humedad que llenaba el aire presagiando la lluvia.
—Ya es tarde, y todavía tenemos que encontrar dónde pasar la noche, pero volveré mañana e intentaré hablar con él… Estaba al servicio de Rosendo cuando todo sucedió —repitió—, tiene que saber algo sobre mi hermana.
No conseguía conciliar el sueño. El ritmo de las campanadas que marcaban el paso de las horas se hacía eterno, y cada vez que los badajos blandían el bronce, a Assur le fallaban las cuentas y echaba en falta alguno de los toques. Y por más veces que se empeñaba en contarlos, siempre eran menos de los que hubiera querido escuchar, el tiempo parecía detenido.
En la bulliciosa zona de los francos, un barrio donde el continuo ir y venir de peregrinos dejaba habitaciones de toda condición libres con rapidez, habían encontrado acomodo a precio razonable. En una posada regentada por un inmigrante aquitano que respondía al rimbombante apodo de
le petit Duc
y que había elegido para su negocio el nombre de La Guyenne, como si así pudiese presumir de gobernar su propio ducado. El personaje, que hablaba melosamente endulzando las consonantes, no le gustó a Thyre, pero fue la única hospedería con la que toparon que tenía también suficiente espacio en los establos para acomodar a sus bestias y el carromato, por lo que tuvieron que conformarse.
La noche tenía los silencios mentirosos de una ciudad como Compostela y Assur, harto de los gritos de los noctámbulos, estaba ya cansado de enredarse en los mantos de su insomnio. Comprobando el dormir plácido de sus hijos, que, acostados entre ambos padres, soñaban encogiendo sus labios de tanto en tanto, se levantó con cuidado. Sin saber qué otra cosa hacer se abrigó y, susurrándole al oído a Thyre sus intenciones, que asintió somnolienta, salió a vagabundear y despejarse.
Deambuló sin rumbo, oyendo sus pasos resonar en las piedras y adoquines, inmerso en sus pensamientos. Y sus pies o sus recuerdos, sin que pudiera estar seguro de a cuáles culpar, lo llevaron hasta la calle de la Rainha; donde el alboroto de la madrugada y los borrachos impenitentes obviaban lo sacro de la ciudad ofreciéndose amistades eternas y duelos enfebrecidos por el exceso de vino barato.
Incómodo e impaciente, sin dejar de pensar en Ilduara, Assur tuvo que rebuscar en sus rincones más amables a fin de encontrar la calma que necesitaba para negarle sus servicios al par de fulanas que se acercaron.
En una esquina, encima del travesaño ajado de un dintel carcomido, había un cartel desportillado y caído, inclinado como si cumpliera una vieja penitencia y sujeto solo por un par de eslabones oxidados. Era la abandonada proclama de una taberna ya cerrada que le trajo a la memoria imágenes de Nuño, Lope, Ariolfo, Velasco; de Froilo. Y del propio Gutier. Recuerdos que surgieron de algún lugar de su memoria para llenar sus ánimos de una melancolía de la que solo se pudo librar una vez pensó en la esposa y los niños que lo esperaban.
Dejó atrás el tablón, grabado con letras amplias para que los parroquianos lo encontrasen con facilidad; el tiempo lo había cubierto de mugre y apenas se leían una
o
y una
r
mayúsculas, decoradas con pequeñas hojas, como si los trazos fueran ramas cubiertas de brotes.
Assur giró en la primera esquina y se topó con dos que discutían sobre el mejor tiempo para la siembra. Y de entre la penumbra humeante que se deslizaba desde el interior de otra cantina vio a un tabernero echando a un borracho balbuceante sobre el que vertía pestes; y se dio cuenta de que, como sucedía con los reyes, entre los que la caída de uno propiciaba el auge de otro, los negocios del callejón de la Rainha vivían de las rentas que había propiciado el cierre de O Recuncho.
Se acordó también de las bruscas caricias de aquella mujer que Ariolfo le consiguiera aquella noche de tantos años atrás, y de las bromas de Velasco en la mañana siguiente, antes de partir a Caaveiro.
Se dio la vuelta, dispuesto a buscar lugares más tranquilos para su paseo cuando una puerta se abrió ante él y a punto estuvo de dejarse las narices entre las juntas de la tablazón. Paró en seco y tras la hoja apareció una figura embozada que retrocedía saliendo de la vivienda.
—¿Volverás mañana? —oyó Assur que alguien decía con voz engolada desde el interior de la casa.
Las sombras que cimbrearon a la luz de los hachones y el susurro de los pies en los adoquines le contaron a Assur que el que acababa de salir se arrepentía de su decisión. El hombre se acercó de nuevo al umbral y el ballenero escuchó el chasquido de un beso.
—Si puedo, volveré…
Assur dio un paso atrás para dejar intimidad a los amantes que se despedían y, cuando empezó a girarse para buscar la soledad que deseaba, distinguió de reojo la sombra del que salía, y algo indefinible le hizo detenerse. Pudo ver la punta de un borceguí de fino cordobán, un largo dobladillo, y entre los claroscuros de la capa de amplia cogulla tuvo la fugaz visión de un rostro fino y blanquecino.
Los dos borrachos que discutían habían llegado ya a las manos en su absurda disputa, y los secos sonidos de puñetazos reverberaron entre la cháchara dispersa que se colaba por las rendijas de los postigos de las tabernas.
Assur tardó un momento en darse cuenta. Pero, como le había sucedido horas antes, el recuerdo le golpeó como si fuera uno más en aquella necia reyerta. El nombre seguía esquivando los esfuerzos de su memoria. Sin embargo, reconoció aquel rostro zalamero. Era el amanuense del obispado.
Los sesos le decían que sí, pero la sorpresa lo retenía. Aun así, el ballenero se recompuso con rapidez.
Los dos borrachos llevaban la trifulca a su punto más álgido y Assur estaba dispuesto a hablarle al secretario del prelado, contento por la oportunidad que la casualidad le brindaba. Pero, antes de abrir la boca, el que se había quedado en la casa cruzó el umbral con rapidez para decirle algo más al sacerdote. El arponero estaba en la penumbra que le daban el par de pasos que se había retrasado y solo vio la escena entrecortada por la hoja de la puerta.
Era un joven delgado, con largos cabellos lisos arreglados al estilo occitano, cubierto a medias por una manta que abrazaba en el pecho, con las mejillas cubiertas por el arrobo de la pasión.
—Pues haz por poder… Haz por poder… Ya te estoy echando en falta.
Se movieron como una pareja bailando con timidez cohibida, el secretario empujaba poniéndole las manos en el pecho a su amante para refrenarlo.
—¡Quieto! Podrían vernos…
Assur oyó el beso de despedida, y el leve chirrido del abisagrado, y no volvió a ver al secretario del obispo hasta que la puerta se cerró con suavidad.
Con su mano todavía apoyada en la hoja de la puerta, Adosindo sonrió con el regusto del amor en los labios y solo entonces se dio cuenta de que había alguien más en la calle, un hombre corpulento con un pie en vilo, como si al abrir el postigo hubieran interrumpido su paseo.
Los dos borrachos se pedían disculpas pastosamente, arrepentidos ambos por los golpes dados y recibidos.
Asustado, Adosindo miró a aquel extraño por un momento, sopesando la situación, dudando sobre lo que el desconocido podía haber visto. No creía que mucho, pero no le gustó. Por poco que fuese, podía resultar comprometido. Y, mientras titubeaba, se dio cuenta de que no era la primera vez que sus caminos se cruzaban, era el mismo normando con el que se había topado esa mañana en la portería del obispado, recordaba los bonitos ojos azules. Entonces se tranquilizó, porque suponía que el nórdico apenas haría otra cosa que chapurrear el castellano, además imaginó que no lo reconocería, por lo que se dispuso a regresar al reciento episcopal.