A medida que caminaban desde el lado sur, envuelto por la gran curva del río, hasta la orilla norte, abierta al fiordo, se fueron encontrando con gentes ocupadas. La aldea crecía a pasos agigantados gracias al impulso oficial suscitado por la subida al trono del nuevo gran
konungar
, y a las actividades de los lugareños se sumaban las idas y venidas de artesanos y comerciantes llamados por el auge que experimentaba el lugar.
Al remontar la ribera del meandro del Nid adelantaron a un enorme carro manejado por cabizbajos esclavos que cargaban con grandes rocas; y vieron al otro lado del río altos pinos blancos desmochados que, todavía enraizados, se curaban a la intemperie hasta estar listos para ser cortados y labrados. Era evidente que las obras de la
stavkirke
de Olav progresaban a buen ritmo.
No sin cierta curiosidad cruzaron algunas preguntas y, de hecho, descubrieron que el recién entronado gobernante se había propuesto fundar allí mismo un templo digno de ser un lugar de culto memorable para el crucificado a la vez que un soberbio emplazamiento para su propia sepultura. Artesanos de todas las tierras del norte habían llegado hasta Nidaros para aprovecharse de las riquezas que, con la mano abierta, parecía estar dispuesto a prodigar el rey.
Cuando se cansaron de mirar cómo se preparaban los cimientos del solar para recibir las grandes losas de piedra que aislarían de la humedad a los maderos de la tabicada, siguieron camino hasta la orilla norte del pueblo, bañada por las aguas salobres que se internaban en el fiordo.
Algunas mujeres y niños aprovechaban la marea baja para recoger moluscos usando angazos que arrastraban con esfuerzo, y aunque vieron varios diques secos, descubrieron que gran parte de los artesanos estaban ocupados con las obras de la
stavkirke
; solo uno de ellos parecía seguir afanándose con asuntos navales.
Tyrkir se apresuró y, antes de que Leif pudiese advertirlo de nuevo de que tenían tiempo de sobra, ya estaba hablando con uno de los mozos que, a juzgar por las blancas virutas que llevaba prendidas en el pelo, servía de aprendiz al ebanista.
Cuando el maestro acudió, Leif se presentó y obvió el ceño fruncido que le sirvió la mención de su padre haciendo una rápida referencia a la bolsa de plata y oro que llevaba, así como a las mercancías de las bodegas del Mora. Pero en cuanto se empezaron a tratar los temas con más detalle se aburrió. A él le gustaba enfrentarse al mar embravecido y a los retos de la navegación, pero el mantenimiento y la logística lo hastiaban; después de cruzar cuatro frases con el carpintero le cedió el protagonismo de las negociaciones a su subalterno, eficiente hasta lo enfermizo y siempre fiable.
Ya libre de sus responsabilidades, valoró la posibilidad de regresar a la taberna para homenajearse con un buen desayuno de carne y cerveza, ahora que parecía que el estómago se le iba asentando después de los excesos de la noche anterior; luego podría pasar al ruedo tras la cantina, había oído que algunos lugareños habían acordado celebrar un par de combates de caballos en los que intervendría un garañón del que hablaban maravillas. Sin embargo, no tuvo que moverse del sitio, el entretenimiento que buscaba llegó pronto, unas voces en la playa le llamaron la atención.
Un grupo de hombres se acercaba por la arena oscura armando alboroto. Se retaban los unos a los otros con amenazas vacías y parecían bromear sobre las cuantías de las apuestas que pensaban cruzar, lo que interesó inmediatamente al libertino Leif. Eran media docena, vestidos con sencillas prendas de
vathmal
sin teñir y sin otras armas o pertrechos que los grandes arpones que portaban.
Leif, dejando definitivamente al carpintero en tratos con su contramaestre, llamó al aprendiz con un gesto de la mano.
—¿Quiénes son esos?
El chico solo contestó después de sorberse ruidosamente los mocos que le colgaban hasta el mentón.
—Son balleneros —dijo ronqueando mientras tragaba con dificultad—, acaban de regresar del norte porque la temporada ha terminado. Y ahora se dedican a holgazanear y gastarse la plata que han ganado con la carne y la grasa de los rorcuales que han matado, y seguirán así hasta que la acaben —añadió el chico con un gesto grandilocuente—. Todos los años hacen lo mismo. Mi madre dice que son unos puteros marrulleros… —aseveró como si no estuviese seguro de lo que aquello significaba—. Pero en unas semanas vaciarán sus bolsas y buscarán cualquier chapuza para malvivir hasta la temporada que viene. Siempre hacen lo mismo…
El muchacho parecía ser capaz de seguir hablando hasta la llegada de la noche y Leif ya sabía que los arponeros no solían ser más que marinos desahuciados de vida difícil que, sin otra salida, se jugaban los dientes luchando contra los gigantescos rorcuales porque era el único modo de seguir adelante. Esperando acallar al chico, decidió darle una propina y sacó del cinto un pequeño trozo de plata cortada del tamaño de un guisante. Se lo dio con una sonrisa, y consiguió que el muchacho se quedara sin habla, incapaz de hacer otra cosa que mirar con los ojos exorbitados el tesoro que acababa de recibir.
Dos de los hombres de la playa levantaban un gran montículo de arena y Leif vio con interés cómo los restantes se alejaban. Al reparar de nuevo en los arpones cayó en la cuenta de que se estaba organizando una competición, y eso explicaba lo de las amenazas y advertencias sobre postas y apuestas que aquellos hombres se cruzaban.
El muchacho corría a esconder su fortuna sin perder la sonrisa que se le retorcía en las orejas. Tyrkir discutía los pagos con el carpintero, regateando sobre el calafateado del Mora, y Leif, anticipando el espectáculo, buscó asiento en un gran tronco de roble a medio trabajar como quilla, olvidándose de los peleones restos de su resaca y dispuesto a saciar su curiosidad.
Como imaginaba, los arponeros empezaron pronto los lanzamientos, estableciendo turnos. A medida que iban acertando en el montículo, aquellos con mejor puntería se iban alejando a intervalos de cinco yardas. En tres rondas los papeles de cada uno quedaron claros para Leif, que, como patrón, estaba acostumbrado a distinguir los valores de cada hombre por sus actitudes. Uno que era contrahecho y con algo de joroba se quedó pronto fuera de la competición; incapaz de pasar la segunda ronda, tuvo que asumir las chanzas de sus compañeros y hacerse cargo de las postas además de quedar designado como recadero, obligado a traer los arpones clavados a cada vuelta. Y otro, que era el más corpulento de todos, parecía esperar pacientemente a que la distancia se hiciera interesante para él, desdeñando con serenidad los lanzamientos más cortos y manteniéndose al margen con los brazos cruzados sobre el pecho. Entre el resto destacaba un vocinglero de barbas rubias que parecía alardear más que hablar, pero que había ganado ya todos los envites.
En el cuarto lance el viejo sombrero de cuero en el que el jorobado llevaba el monto de las apuestas parecía pesar tanto como el martillo Mjöllnir, era evidente que los arponeros arriesgaban las ganancias de la temporada como si el mundo estuviese ardiendo y Leif no pudo resistir la tentación por más tiempo; aun cuando jamás en su vida había usado un arpón, la expectativa de un nuevo juego en el que poner a prueba su valía era demasiado poderosa.
Sabedor de que las palabras de poco servirían ante hombres de aquel tipo, el aventurero sacó de su escarcela el cantón del brazo de una cruz de oro sin darle importancia a cómo podría sentar en la recién cristianizada Nidaros tal sacrilegio y se lo lanzó al contrahecho ballenero sin siquiera saludar.
El jorobado cogió el metal como pudo, intentando que no se le cayese el cuarteado sombrero.
—¿Compra eso un intento en la siguiente ronda?
El arponero miraba el trozo de cruz con ojos golosos, tenía una desagradable cicatriz que le blanqueaba la piel y formaba una calva irregular en la barba de su mejilla derecha. Antes de que pudiese contestar, el que Leif había identificado como el bravucón del grupo habló.
—Mientras sigas cagando pedazos de oro como ese —dijo el rubio señalando el trozo de cruz que el jorobado tenía en las manos—, podrás probar suerte…
A Leif aquellas palabras le sonaron más cercanas a una amenaza que a una invitación. Y tampoco se le escapó que el grandote que había visto separado del grupo se sentaba en la arena como si hubiera abandonado la idea de unirse a la ronda que los arponeros iban a lanzar antes de la interrupción de Leif.
El jorobado, complacido maestro de ceremonias, se presentó como Orm y le dictó el nombre de los otros. Leif solo le dio importancia al que parecía comportarse como el rival más capaz, Halfdan el Rubio.
—¿Y ese otro? —preguntó señalando al que todavía no había lanzado ni una sola vez.
—Es Ulfr —contestó el jorobado Orm—, no suele apostar hasta que llegamos a veinte brazas. Y tampoco es que sea muy hablador —añadió con una sonrisa enigmática.
Ulfr; y Leif no supo si era el nombre verdadero o un apodo, los cenicientos cabellos y los serenos ojos azules bien podrían haberle ganado un sobrenombre como aquel, el Lobo.
—Es un tipo raro, creo que llegó del este hace unos años —añadió Orm como si aquella procedencia lo explicase todo—. Me parece que es un sviar…
—Sí, seguro —intervino otro de largos mostachos que comprobaba la alineación de los arpones mirándolos de cabo a punta entre sus brazos extendidos—, es uno de esos cobardes adoradores de cerdos que viven escondidos en sus lagos más allá de los
same
—dijo con evidente sarcasmo—, probablemente alguna
völva
le hizo jurar por la marrana de su madre que no hablaría si no le prometían oro a cambio.
—Parecéis dos jovencitas cuchicheando sobre las vergas de sus amantes —los reprendió otro—. No es un sviar, es sureño… Y ahora qué, ¿lanzamos o no?
Leif se dio cuenta de que el interpelado permanecía impasible ante las ofensas, y no supo si era el rudo compañerismo de hombres que se enfrentaban juntos a los peligrosos monstruos de las profundidades del reino de Njörd o la simple indiferencia la que hacía que aquel hombre se mantuviera al margen. Sin embargo, intuyó que si Ulfr se levantara las chanzas cesarían de inmediato, había algo en sus ojos. A Leif le recordó a un oso al que había visto azuzar, todos los espectadores habían sido valientes, habían usado sus picas hasta que la cadena se rompió y el gran animal quedó libre para perseguirlos, entonces las puyas cayeron y los más vocingleros cambiaron las palabras por zancadas nerviosas. Aquel oso había matado a tres hombres antes de que su padre y algunos de sus hombres consiguieran reducirlo, para el pequeño Leif se había convertido en un recuerdo imborrable, y aquel hombre de gestos comedidos había evocado aquellas escenas. Le había recordado a aquel oso preso.
Los arpones sorprendieron a Leif por lo pesado, tenían largos mangos de fresno ahumado de más de una vara que encerraban un alma de hierro que se prolongaba hasta unas puntas amenazadoras que delataban claramente su sangriento propósito.
Como cualquier otro chico del norte, Leif había aprendido a usar la lanza, además de la espada, el hacha y el escudo. Así que, después de balancear el gran arpón que le cedieron hasta encontrar el punto de equilibrio, se sintió capaz de arrojarlo con tanta precisión como los propios arponeros.
El montón de arena que hacía de blanco tenía el tamaño del torso de un hombre, y aunque a Leif le pareció un objetivo pequeño, se dio cuenta de que para aquellos hombres era una práctica de puntería, ellos estaban acostumbrados a arrojarlos contra enormes criaturas de míticas proporciones que hacían empequeñecer a
knerrir
de una veintena de bancadas.
Leif acertó a la primera y disfrutó como un niño cuando se repartieron el monto de las postas entre los tres que habían conseguido trabar su arpón desde las cuarenta yardas.
Después de pesar los pedazos con una ingeniosa balanza de platillos que se plegaba sobre su propio fiel, el jorobado no solo le devolvió el cantón de la cruz, sino que añadió tres buenos pedazos de
hacksilver
.
Así, para las cuarenta y cinco yardas solo quedaban tres de ellos, el bravucón Halfdan, un rubicundo moreno al que le faltaba un trozo de oreja y el propio Leif.
—Déjalo tal como está —le dijo Halfdan al jorobado cuando le ofreció su parte de los metales.
Orm se sorprendió, habiendo pasado esa ronda, las ganancias del Rubio rondaban la libra, pero el contrahecho normando sabía que Halfdan se olía las riquezas del nuevo y que, probablemente, esperaba que Ulfr se mantuviera al margen para poder desplumarlo impunemente.
El hosco moreno de la oreja tullida se retiró feliz con sus ganancias en cuanto, como Orm, intuyó las ideas de Halfdan.
—Pues parece que solo quedamos tú y yo, forastero.
Leif no se sintió intimidado.
—Pues hagámoslo más interesante —dijo devolviendo su plata al sombrero que sostenía el jorobado, y completó el monto con otro pedazo de la misma cruz—. Y movámonos un poco más —añadió sonriendo—, hasta las sesenta yardas —dijo en un impulso.
Todos sabían que aquello era excesivo, pero, como buenos jugadores, estaban más que dispuestos a disfrutar del entretenimiento, a fin de cuentas, como a menudo les recordaban las astillas que reflotaban entre aguas turbulentas, la siguiente temporada siempre podía convertirse en la última si uno de aquellos rorcuales arremetía contra su nave. Enseguida empezaron a cruzarse apuestas paralelas entre los espectadores, y las voces se alzaron discutiendo las posibilidades de cada uno de los lanzadores ante aquella distancia excepcional. El de la oreja maltrecha que se había retirado en la ronda previa mandó al aprendiz del carpintero a por un barril de cerveza, y el propio artesano, acompañado por Tyrkir, se decidió a bajar hasta la playa, interesado por la algarabía.
Se estaba armando un buen barullo, y era obvio que Halfdan disfrutaba siendo el centro de atención. El Rubio, con teatralidad evidente y llenándose la boca con los lujos que iba a permitirse en cuanto ganase, eligió el arpón que más le gustaba después de sopesarlos todos con ojo crítico. Estiró tanto como pudo su tiempo, hasta que temió que alguien osara acusarlo de entretenerse por miedo, y lo aprovechó para recibir con inclinaciones de cabeza de falsa humildad las palabras de ánimo de los que estaban de su parte y devolver comentarios hirientes a aquellos que no le auguraban ninguna posibilidad.