Assur (51 page)

Read Assur Online

Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Desde la hacienda de Brattahlid, en el fiordo groenlandés que había colonizado su padre años atrás en aquellas tierras desconocidas hasta entonces, había navegado al sur rodeando Farvel, y los cabos boreales de esos nuevos territorios ocupados por la expedición que había liderado Eirik el Rojo y, de ahí, al este, aprovechando las corrientes, derivando lejos del norte y evitando la
isla de hielo
, de la que había sido exiliado en su adolescencia por culpa de las rencillas entre los vecinos y su padre, al que la leyenda atribuía el sobrenombre de el Rojo no solo por sus cabellos, sino también por su ira descontrolada. Luego, una vez en mar abierto, tuvo que tentar el rumbo, para dejar las
islas de los carneros
a babor, donde algunas veces se había detenido para comerciar con los renegados que habían escapado años atrás de las ínfulas de Harald el de la Cabellera Hermosa; y a estribor quedaron las
islas de las focas
y el archipiélago de Hjaltland. Así, sin escalas intermedias, ganando cada milla a las inquietas hijas de Ran, había llegado de un tirón hasta la gran tierra, la de sus antepasados.

Habían arribado al gran fiordo, y pronto encontrarían el desagüe del Nid, que formaba un meandro que envolvía la aldea de artesanos y comerciantes al resguardo de tierra firme, en una posición privilegiada tanto para la defensa como para el mercadeo. Sus hombres remaban contra la corriente, estaban cerca, y el cielo despejado y sin nubes parecía recibirlos con contento, el sol se movía despacio en su eterna fuga, escapando del gran lobo Sköll y cubriendo el valle con oblicuos rayos dorados.

Los frailecillos alborotaban en las paredes de roca de las orillas y las gaviotas que cruzaban por encima les chillaban con condescendencia, quizá, acostumbradas a los hombres, esperaban ansiosas que la tripulación arrojase por la borda algún comistrajo que picotear. Eran tres docenas de hombres fornidos de anchas espaldas curtidas por los remos, todos buenos navegantes, hechos al aullar del viento en los cordajes de la vela y capaces de mantener los pantalones secos incluso cuando el carro de Thor atronaba los cielos en medio de tormentas tan negras como el sobaco de Hugin. Algunos habían acompañado a Eirik el Rojo desde su exilio de la
isla de hielo,
y ahora servían con igual orgullo a su hijo Leif, al que todos consideraban un patrón del que fiarse y en el que confiar cuando la furia de Njörd se desataba y sus hijas revolcaban el Mora metiendo sus blancas melenas a bordo y amenazando con ahogarlos a todos.

Al lado de su timonel Bram, tan estirado que parecía siempre más largo que su propia sombra, Leif miraba al horizonte soñando con la
edda
que contaría su hazaña. Podía sentir el crujir de los maderos y las rozaduras de los remos en los toletes, estaba a gusto. Navegaba, y esperaba que el tejido urdido por las
nornas
lo llevase mucho más allá, más lejos, adonde su abuelo y su padre no pudieron siquiera soñar. Y, al recordar a los escaldos contar junto a los fuegos de Brattahlid las aventuras de su padre, Leif sonrió sin poder evitar echar mano al broche con el que se ataba la capa que le cubría el chaleco y el gambesón dejándole el brazo derecho libre. Tallada como una cabeza de lobo y adornada con imágenes del sol, la fíbula estaba hecha de la plata salida de una de las cantoneras de los libros sagrados de aquellos adoradores de la cruz, no sabía cómo su padre la había conseguido, pero había sido su regalo antes de la partida, y aquel escaso cumplido de Eirik el Rojo había significado mucho para él.

Y es que Leif, no siendo el primogénito, llevaba toda su vida intentando ganar la aprobación y respeto de su padre, sin darse cuenta de que, a pesar de las escasas palabras de aquel hombre rudo, ya los había ganado hacía tiempo.

Leif llevaba con garbo sus más de seis pies de altura, era corpulento, como cualquier navegante, pero sus hombros y cuello no estaban cargados. Tenía un rostro delineado por huesos fuertes y había heredado los cabellos rojos de su padre y los intensos ojos verdes de su madre. Era un hombre sonriente, lleno de sueños, pero sin la amargura de los mezquinos que no logran sus metas. Sabía ordenar, pero también sabía cumplir, y su buen hacer como navegante le había granjeado el respeto de sus hombres. Cierto era que el barco había quedado un tanto batido por el viaje, pero había merecido la pena.

Tyrkir el Sureño, uno de los que ya habían estado al servicio de Eirik el Rojo y tan complacido como los demás por ver ya cerca el fin de aquella interminable travesía, procuró centrarse en asuntos más prácticos que las ensoñaciones de su patrón y, cuando comenzó a distinguir el cambio en la tonalidad del agua que anunciaba la desembocadura del Nid en el fiordo, dio dos pasos hacia su patrón, contrapesando con cada uno el bamboleo de las pequeñas olas que el mar encañonado arrastraba.

—Cuando atraquemos habrá que buscar artesanos. Hay que cambiar algunos de los remos, espero que tengan carpinteros decentes —dijo con su estrambótico acento germano—. Y hay que ocuparse de renovar las piedras de lastre, han acumulado tanto limo que apestan como el culo de un
troll
con diarrea.

Leif, complacido con las palabras que imaginaba ya inscritas en su propia saga, se giró hacia el Sureño sin perder la sonrisa o el buen humor, como era habitual en él. Aquel hombre de pobre constitución, nudoso como un nogal centenario, llevaba con él desde su adolescencia y, aunque solía excederse en su papel de eterno protector, requerido por Eirik el Rojo años atrás para asegurarse de que su impetuoso hijo pudiese contar con los consejos y apoyo de un hombre de su confianza, Leif se tomaba su excesivo celo con paciencia y calmada resignación.

—Tyrkir…, eres un viejo gruñón lisiado —contestó fingiéndose afectado sin lograr ser convincente—. Has cruzado el reino de Njörd sin mojarte ese escuálido trasero tuyo, y solo puedes pensar en quejarte… Pareces una virgen metida a puta.

El Sureño, acostumbrado a que su maniática eficiencia fuera denostada con bromas similares, no insistió; se limitó a arrastrar nerviosamente los incisivos por el labio superior prendiendo los pelillos del bigote y encogió los hombros.

—Ya nos ocuparemos de eso. Ahora, ¡hay que emborracharse! —Y girándose hacia el resto de los tripulantes, Leif continuó hablando, elevando el tono para hacerse oír por encima del chapaleo de los remos—. ¡Tenemos que buscar cerveza y mujeres! Apuesto a que aquí hay antros que apestan menos que vuestros pies peludos… Y a ver si conseguimos que tú bebas hasta perder el sentido —añadió señalando al contramaestre germano antes de volver a gritar hacia el resto de la tripulación—: Esta noche, ¡a emborracharse! ¡Hay que celebrarlo!

Y, desde las bancadas de los remos, entre sus arcones de viaje, los hombres dejaron de bogar un instante para alzar los brazos y jalear a su líder, ilusionados por la noche de juerga y desenfreno que las palabras de su patrón prometían.

—Habrá que encontrarle una puta limpia a Tyrkir… —gruñó Bram entre carcajadas que los remeros recibieron con sonrisas pícaras. Todos sabían lo tiquismiquis que era el segundo de Leif en cuanto a las mujeres.

—A mí me basta con que tenga piernas que poder separar —bramó otro de la tercera bancada conocido como el Tuerto y con fama de tener un miembro de tal tamaño que arredraría a una mula.

Sin embargo, no fue tan fácil como hubieran querido, Nidaros se estaba transformando a pasos agigantados. Olav Tryggvasson, del que se decía era tataranieto del legendario Harald el de la Cabellera Hermosa, se había autoproclamado rey, gran
konungar
de todas las tierras del
paso del norte
; con sus intrigas, sobornos y alianzas había conseguido desechar al
jarl
Haakon Sigurdsson, por el que las gentes del norte sentían desprecio y rencor, pues había descontento por sus abusos y extremismos, ya que siempre se había aprovechado de su poder y posición; y el pueblo, harto, había renegado de él y apoyado las aspiraciones del ambicioso Tryggvasson. Así, el descendiente del mítico Harald no solo consiguió la lealtad de todos aquellos bajo el yugo de Haakon,
jarl
de Hladr y tirano a juicio de muchos; al que decapitó en una porqueriza gracias a la felonía de un esclavo. Además, rechazando las antiguas prácticas paganas que tanto protegía el depuesto Haakon Sigurdsson, el nuevo monarca consiguió hacerse con la fidelidad de los señores de los territorios dominados por el rey de Danemark, que como él mismo, eran afines a la influencia meridional de los seguidores del Cristo Blanco; y ahora, como señor único de todas las tierras del norte, imponía su ley a sangre y fuego haciendo correr su voz y orden con los recados que recitaban sus dragomanes. Y entre sus mandatos estaba la imposición total de la religión del crucificado en sus recién unificados dominios, pues él estaba convencido de que aquella tenía que ser la religión verdadera, ya que así se lo había dicho el mismo ermitaño de las islas Sorlingas que le había profetizado su ascenso al poder y que lo había bautizado asegurándole que en la redención del hombre crucificado encontraría el bálsamo necesario para aliviar las penurias que sufría desde su viudedad.

Y, siguiendo sus firmes convicciones recién estrenadas, Olav Tryggvasson estaba decidido a erradicar los antiguos cultos y hacer olvidar a todos los dioses de Asgard, y a talar y quemar el tocón del mítico Yggdrasil. El nuevo monarca parecía querer borrar para siempre no solo su turbulento y difícil pasado, sino también las costumbres y usos de los suyos, dispuesto a pasar a cuchillo a todo aquel que no desease reconocer su estirpe o su moderna fe en el crucificado. Las
völvas
y todos aquellos que habían hecho de la magia un modo de vida fueron abandonados en los roquedales de playas y fiordos para que la pleamar los ahogase, y ahora, tras haber instalado en la floreciente Nidaros la capital de su reino, se había empeñado en construir un templo para la nueva religión y en dotar al antiguo puerto comercial de un puritanismo lejos de la realidad que se vivía en sus callejuelas retorcidas.

Así, Leif y sus hombres tuvieron que hacer preguntas discretas y morderse la lengua hasta que fueron capaces de encontrar un lugar en el que perderse entre los vicios del alcohol y las piernas de las mujeres; agradecidos por descubrir que, fuese cual fuese la religión, los bajos instintos encontraban siempre el modo de aflorar, y más en un puerto de paso, al que siempre llegaban hombres ansiosos tras largos viajes de forzada abstinencia.

Después de varias vueltas en vano, encontraron un tugurio atestado en el que los olores de la salmuera, el sudor pasado y el alcohol derramado competían por destacar a la luz vacilante de los hachones y fuegos. Pero con suficiente alcohol para servir de regocijo a la tripulación del Mora y su patrón, que tenían mucho que celebrar.

Leif y sus hombres bebieron sin medida o juicio. Derramaron la espuma de sus cuernos de hidromiel entre cada empellón y pellizco que lograban prender en los traseros de las mozas, cantaron con voces roncas tomadas por el exceso de alcohol, discutieron sobre sus hazañas como navegantes, se jactaron de las tormentas a las que habían sobrevivido y le metieron miedo a las mujeres hablándoles de aterradoras criaturas marinas de enormes cuerpos y largos tentáculos capaces de engullir hasta el más grande de los
knörr
.

—Será mejor que nos pongamos en marcha, hay mucho que hacer —anunció Tyrkir con su complacencia de siempre—, ya ha amanecido. Y los días más largos ya han pasado, nos hará falta el tiempo…

Leif, medio cubierto por la paja del lecho y las sayas sueltas de una corpulenta morena de grandes labios, fue solo capaz de gruñir lastimeramente.

—El sol ya está bien alto en el horizonte… —apremió el contramaestre.

Leif abrió los ojos legañosos con pereza. Y se vio obligado a volver a cerrarlos ante la claridad que entraba por los huecos de los escasos tragaluces que, aun estando cubiertos por vejigas de cerdo tensadas, dejaban entrar tanta luminosidad como para arredrarle los sesos. Necesitó de un rato para recordar dónde estaba y cómo había llegado hasta allí. La cabeza le latía miserablemente y tenía la lengua tan hinchada como un cadáver al sol.

—Por los cuervos de Odín, ¿es que ya no puede uno disfrutar de una bien merecida resaca? —dijo al fin, componiendo el mismo gesto de un niño pillado en una travesura—. Si tenemos todo el invierno para ocuparnos de eso…

Tyrkir no se atrevió a contestar y permaneció impasible mientras su patrón se desperezaba, soltaba un portentoso pedo y despedía a las dos muchachas con las que había pasado la noche, todo a un tiempo.

—Eres como mi madre —volvió a quejarse Leif—. Siempre preocupándote por lo que debo hacer.

El Sureño se dio cuenta de que las protestas no eran más que la rutina habitual, su señor sonreía viendo las cachas blancas de una de las mozas que se alejaba, al tiempo intentaba componerse la ropa y se arreglaba como podía los cabellos y la barba.

—¿Y los demás? Puede que Bram quiera hablar con alguno de los carpinteros…

Entre las patas de un par de taburetes rotos, caído fuera de otro de los montones del heno que había extendido el tabernero la noche anterior, su timonel, espatarrado y tumbado cuan largo era, roncaba como un oso rabioso y Leif, que solo veía a algunos más de sus hombres, desperdigados por el suelo y las mesas de la taberna sin orden ni concierto, sonrió de un modo paternal y decidió concederle a su tripulación el descanso que merecía después de la gloriosa travesía que habían completado.

—Dejémoslos, así habrá al menos alguno que pueda seguir soñando con grandes banquetes y gigantescos toneles a rebosar de cerveza hecha de alcacel y arrayán.

Tyrkir bajó el mentón asintiendo y dejó paso a su patrón, que, sin perder la sonrisa, buscaba la tina de agua de lluvia sita a la entrada.

El sol radiante los hizo bizquear a ambos, aunque Leif fue el único que necesitó menear la cabeza como un perro mojado para intentar alejar los efectos del trasiego de alcohol de la víspera.

—Lo mejor sería ir primero a buscar a los carpinteros de ribera en los astilleros locales —aventuró el Sureño.

Leif pensaba que sería mucho mejor tratar con los mercaderes para vender las pieles y colmillos que atestaban los pañoles de su nave cuanto antes, pero le apetecía pasear junto al mar para despejarse, así que no dijo nada.

Era evidente que Nidaros llevaba un buen rato despierta; en las granjas de los pudientes terratenientes de las afueras las faenas del campo estaban ya avanzadas, y en las tienduchas y comercios de la ribera se movían mercancías, y los esportilleros hacían mandados al tiempo que los menestrales calentaban sus forjas o preparaban sus herramientas.

Other books

Sarah's Baby by Margaret Way
Un seminarista en las SS by Gereon Goldmann
Immediate Action by Andy McNab
Fate of the Vampire by Gayla Twist
The Santa Klaus Murder by Mavis Doriel Hay
Fates by Lanie Bross
The Ties That Bind by Jaci Burton