En una esquina dos de los normandos se batían a puñetazos entre insólitas carcajadas, como si los tremendos golpes no fueran más que cosquillas, al parecer, habían discutido por un desacuerdo en una partida de
hneftafl
, pero ahora habían encontrado un divertimento mejor que el del tablero. Al otro lado, un jayán de cara hosca los observaba divertido mientras rastrillaba su barba en busca de liendres con un peine de hueso.
Hardeknud hablaba en voz baja con algunos de sus secuaces, y para Assur era evidente que el nórdico estaba preocupado por su herencia, a pesar de ser el mayor de los hijos vivos del
jarl
, desde su regreso al fiordo con los restos de la fallida expedición de Gunrød, el temible Sigurd Barba de Hierro parecía haberle retirado el favor, haciendo prevalecer a Gorm, el menor. Assur había oído rumores, cuchicheos aquí y allá, no estaba seguro, pero parecía que aquel festín y la celebración de la primera marcha de su hijo pequeño tenían muchos significados para los nórdicos que no eran tan aparentes como podría pensarse. Y Assur se barruntaba que los augurios del
godi
jugarían un papel importante en toda la historia, de ahí el nerviosismo y mal temple del viejo en los últimos días.
—El cuesco reseco está tan nervioso como para que de tanto sonreír se le junten las orejas en el cogote —le dijo Assur a su hermano mientras salían con cubos de hierro a buscar agua fresca.
Pero Sebastián estaba distraído. Sus ojos seguían los movimientos de Toda mientras la muchacha ayudaba a las mujeres que atendían los asados.
Estrellas blancas brillaban en un horizonte que parecía carbón pulido, con unas pocas ascuas prendidas en la línea de poniente, donde el sol escondido dejaba un testimonio de escasa luz; había llegado la noche, y el
godi
tendría el pequeño momento de gloria que tanto había ansiado.
La gran mayoría de los hombres ni se tenía en pie, estaban tan borrachos como para que más de uno, tirado de cualquier manera, roncase sonoramente en alguna de las esquinas de la
skali
sin siquiera haberse preocupado de abrir los largos escaños y sacar sus lechos.
El arrugado hechicero same avanzó renqueando mientras canturreaba alguna tonada incomprensible que, entre sus pocos dientes, sonaba sibilante y monocorde. Llevaba un curioso bastón tallado con estrambóticos símbolos que Assur le había visto consultar muy a menudo, el muchacho estaba casi seguro de que era una especie de calendario y, a escondidas, lo había inspeccionado muchas veces, ansioso por hacerse una idea del tiempo pasado, pero no conseguía entender, por más que se empeñaba, cómo funcionaba.
Cuando llegó a los pies de Sigurd y su hijo, entronados en el estrado que dominaba el gran salón, el viejo same se sentó cansinamente, resoplando y removiendo el morral que llevaba con sus manos de articulaciones hinchadas. En cuanto consiguió acomodar su escurrido trasero, con tanto aspaviento que parecía que el suelo quemase, empezó a sacar del zurrón pequeñas piedras con inscripciones, huesecillos de cuervo y las rótulas de los bueyes que los muchachos habían extraído.
Assur vio como Hardeknud y algunos de sus allegados bromeaban ostensiblemente cuestionando la hombría de Gorm. Hacían comentarios hirientes sobre su capacidad para salir de
vík
y regresar con un botín importante, y Assur creyó intuir un cierto recelo ante las atenciones no recibidas. Y no fue el único, el hechicero los había oído y, mientras intentaba aparentar que seguía con su ceremonia, lanzó furibundas miradas de sus ojos velados hacia el grupo de Hardeknud.
El hispano ya había visto al
godi
hacer paripés semejantes otras veces, y tampoco tenía especial interés en las cuitas de Hardeknud y su comprometida situación como heredero, así que, pensando que nadie se fijaría en él, decidió escabullirse por un rato.
—Voy fuera —le dijo a Sebastián, que asintió sin darle más importancia, mientras rebañaba un cuenco de sopa de cebolla con un currusco de pan y miraba por encima del borde al grupo de mujeres que trajinaba con los cacharros.
Toda se percató de que Assur abandonaba el gran salón y pensó que se le presentaba una buena oportunidad de engatusarlo. Se había dado cuenta de que era el otro, Sebastián, el que le prestaba atención con miradas furtivas que la desnudaban con lascivia tímida, pero prefería al primero, mucho más fornido y atractivo.
Y llegó la distracción apropiada, el hechicero gritó de repente, increpando a Hardeknud y sus hombres por sus soeces comentarios y falta de respeto a la ceremonia.
Aprovechando que todos se centraban en las palabras balsámicas de Sigurd, que intentaba mediar entre el same y su hijo, Toda farfulló el poco nórdico que había aprendido y, ayudándose con fingidos gestos medrosos, pidió permiso para salir a aliviar la vejiga. La despidieron con gestos resueltos mientras el hechicero amenazaba a Hardeknud a pesar de las peticiones de concordia de Barba de Hierro.
Como esperaba, el muchacho estaba donde lo había visto otras veces, sentado junto a la gran piedra tallada que los nórdicos tenían chantada fuera de la
skali
. Antes de insinuarse recompuso sus cabellos y se alisó el delantal pasando las manos por el tejido, luego se pellizcó las mejillas para darles algo de arrebol.
—A… a lo mejor es como nuestros cruceros.
Assur se giró hacia la voz que hablaba en su propio idioma y descubrió a la muchacha señalando la piedra de los normandos, era una linda muñeca, con un rostro de altas mejillas redondeadas y una boca de labios anchos y sedosos; pero había algo en ella que no le gustaba. Se encogió de hombros.
—Ya sabes, puede que señalen lugares… —insistió mirándolo a los ojos.
La voz de Toda era melosa, se acercaba a él a medida que el ritmo de sus palabras descendía y dejaba su parloteo sin terminar.
—Creo que no —dijo Assur con indiferencia—. Me parece que es un modo de dejar testimonio de sus hazañas… Eso es importante para ellos.
El joven pensó extenderse en explicaciones, pero como prefería quedarse solo, decidió callar. Podía oler el ligero aroma almizclado de ella, tenía unos bonitos ojos almendrados.
—Ah, ya —dijo la muchacha con un parpadeo coqueto al tiempo que se sentaba al lado del chico.
Estuvieron callados un rato. Assur se sentía confundido por las atenciones repentinas.
Deseando romper la inactividad, Toda se retrepó permitiendo que sus muslos se acercaran a los de Assur, y él se sintió incómodo, llevaba mucho tiempo sin tocar a una mujer y su cuerpo empezaba a reclamar caricias de unas manos delicadas, pero algo en ella no le convencía, ya la había visto ser zalamera con los nórdicos, y eso era algo que, aun siendo una cautiva, era más que cuestionable; levantaba en él terribles reminiscencias respecto a la suerte que hubiera podido correr Ilduara.
—Echo de menos mi casa —dijo ella con voz dulce, acercando su mano a la de él tanto como para que los dedos se rozasen.
Esperaba guiar la conversación hasta un fuero en el que pudiese meter la baza de la huida. Con algo de coordinación él podría estar lo suficientemente excitado como para concederle la promesa que esperaba.
La luna mediada se reflejaba en el cabello de Toda. Se pasó la lengua por los labios con un gesto demasiado lento para ser un impulso y exhaló un largo suspiro melancólico con el que su pecho se movió haciendo que las exuberancias de su cuerpo se anunciasen. Assur estuvo tentado, se sintió turbado, pero recordó que Sebastián se había fijado en ella. Se levantó.
—Tengo que volver para ayudar a mi hermano, el
godi
terminará pronto y se le ocurrirá algo que ordenarnos —dijo él poniéndose en pie.
Assur echó a andar hacia el gran salón sin mirar atrás.
A Toda se le escapó un mohín extraño de disgusto, no esperaba haber fallado, ni siquiera había podido tocar el tema de la huida, ni tocarlo a él. Sin embargo, no todo estaba perdido, todavía le quedaba otro de los hermanos.
Sebastián se sentía agotado, la sopa caliente había resultado reconfortante, pero el cansancio acumulado había dejado su huella, todavía le dolían las manos, llenas de escaras por culpa de la humedad salobre que las corroía cuando desalaban agua de mar y, aun con los meses pasados, las encías le seguían molestando. Estaba deseando que todo el jolgorio terminase y poder retirarse a dormir.
Assur regresó pronto, el
godi
aún seguía lanzando sus piedras y hablando en tono apocalíptico.
—Están eligiendo a la tripulación que acompañará a Gorm en el barco principal, exactamente dos veces doce —le explicó su hermano menor al tiempo que se sentaba a su lado.
A Sebastián le venía a dar igual que los nórdicos hicieran una cosa u otra, en lo que a él respectaba, y a pesar de que Assur insistiese en que debían conocerlos para poder salir con bien de su cautiverio, todos ellos podían irse al infierno uno detrás de otro, empujándose a base de coces en sus gordos traseros.
El hechicero seguía con sus cánticos histriónicos moviéndose con gestos grandilocuentes que hacían que su gorro rojo resbalase en la calva sudorosa.
—¿Crees que si me voy a acostar podrás cubrirme? —inquirió señalando con el mentón al
godi
.
Assur le sonrió de un modo demasiado paternal para su gusto, y a Sebastián le molestó esa constatación del papel que ahora jugaba en su vida su hermano menor. Sabía que no tenía derecho a sentirse así, pero no podía evitarlo, una malsana envidia se empeñaba en recordárselo demasiado a menudo.
—Vete tranquilo —contestó Assur—, ya se me ocurrirá algo si pregunta por ti. Yo me encargaré de todo.
Al llegar afuera solo pensaba en retirarse a la cabaña que los nórdicos dedicaban para ellos, el
thrall
, una sencilla construcción que apenas servía para resguardar a los esclavos de las inclemencias del tiempo, pero que Sebastián había aprendido a apreciar porque significaba descanso sin órdenes que obedecer. Con la cabeza gacha pensaba ya en el calor de las pieles raídas y los jirones de paño buriel con los que se cubría para dormir cuando a punto estuvo de darse de bruces con Toda, la muchacha que había servido de cebo para los hombres de Hardeknud el día en que habían llegado a aquel maldito lugar.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó ella inclinándose hasta estar tan cerca como para sentir que el rubor le subía a las mejillas.
Sebastián no contestó y la muchacha le puso la mano en el hombro y volvió a hablar.
—Pareces cansado, ¿te ibas a acostar?, ¿te acompaño? Sí, te voy a acompañar. Es normal que quieras retirarte, ese brujo raro está siempre pidiéndoos cosas, tiene que ser duro, muy duro.
Ella parloteaba y él callaba. En esta ocasión Toda veía lo que deseaba, el muchacho estaba acobardado: apocado, miraba las curvas de sus pechos entornar el delantal.
—Pobrecito mío, ven, apóyate —le dijo tomándole la mano y recogiéndola en el juego de su antebrazo.
Con el impulso de ella ambos se pusieron en camino y Sebastián siguió sin hablar, pero se atrevía a echar fugaces miradas al perfil de la muchacha, buscando en la abertura de la camisola entrever la curva de piel sedosa que marcaba el nacimiento de su busto. La muchacha se dio cuenta y, con gestos como aleteos, apartó la capa con capucha con la que se cubría y la recogió a su espalda tensando la tela de la sayuela para incitar al muchacho.
Toda entró primero con una familiaridad jovial que inquietó a Sebastián, allí no dormían las mujeres, solo los hombres.
—Echo de menos mi casa, mucho, ¿y tú?
Ella lo miró por un momento, pero no le dio tiempo a contestar.
—Yo soy de Curtis, ¿lo conoces? Vosotros sois de la ribera del Ulla, ¿no? —Y después de una cuidada pausa continuó con su cháchara—. ¿Crees que algún día podremos regresar?
Ella lo miró con fijeza y Sebastián afirmó, moviendo la cabeza ligeramente con un aire dubitativo que ponía de manifiesto que ni siquiera estaba seguro de a cuál de las preguntas contestaba.
Toda bostezó abriendo sus brazos.
—Yo también estoy cansada, muy cansada. —Y mientras lo decía bajó sus manos haciendo florituras en el aire y terminó por desatarse el delantal, que cayó a sus pies con un frufrú de tela áspera—. Estoy harta, harta de pasar el día de un lado a otro haciendo esto y aquello. —Empujó el delantal a un lado con uno de sus pies, como si apartase un paño sucio de mala gana—. En casa tampoco me gustaba trabajar —declaró desatándose el cabello y moviendo la cabeza para que cayese libremente sobre los hombros.
Sebastián seguía sin decir nada y Toda estaba empezando a pensar que no iba a conseguir más que esa boba admiración de su cuerpo.
—Pero me gustaría volver de todos modos…
—Mi hermano está reparando una barca —dijo Sebastián de golpe, y se arrepintió al momento de haberle dado el protagonismo a Assur.
Ahora ya sabía cuál era el plan de aquellos dos, solo le hacía falta un compromiso, una promesa.
—¿De verdad? ¿Para marcharos? ¿Vais a huir?
A medida que preguntaba se iba acercando, y Sebastián podía notar cómo su cuerpo se acaloraba e ideas inconcebibles y prohibidas revoloteaban en su cabeza.
Toda decidió entonces no ahondar en el tema e intentó ser un poco más provocadora, el chico no parecía decidirse.
—¿Cuáles son tus pieles?
Sebastián había oído a sus padres hacer cosas en el lecho, había visto sombras. Y había escuchado cosas. Le había preguntado a Assur, pero su hermano siempre se mostraba reservado, aunque había quien era más propenso a las fanfarronadas. Sabía lo que un hombre y una mujer podían hacer en un lecho y no pudo evitar bajar el rostro abochornado para mirarse los pies.
Ella le cogió el mentón.
—No seas tan tímido, me gusta oír tu voz. Estoy harta de oír cómo hablan esos brutos.
Toda le acarició la barbilla y llevó sus dedos hasta el lóbulo de la oreja. Con la otra mano tomó la de él entre dedos ligeros.
—Me siento sola aquí, no puedo hablar con nadie, podríamos charlar juntos de vez en cuando.
Estaba empezando a cansarse, él no reaccionaba, así que fue un poco más allá y acercó la mano de él hasta su pecho al tiempo que acercaba sus labios a la boca del muchacho.
Sebastián se sintió turbado. Se había preguntado muchas veces qué sentiría. Aun a través de la tela le sorprendió el tacto, era firme y turgente, y pudo notar cómo el pezón se endurecía cuando cerró la mano para recoger en la palma todo el peso. Deseó más, mucho más, pero no sabía qué hacer.