Assur (50 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur tuvo la presencia de ánimo suficiente como para vencer el imperioso deseo de poner tierra de por medio y, antes de dar ese primer paso hacia lo desconocido, se dio el tiempo justo para recoger sus pocos pertrechos y retirar el cuchillo del
godi
del cadáver de Hardeknud.

De su destino solo sabía lo que había oído en los cuchicheos y rumores de los comerciantes, pero al menos tenía la certeza de que estaba en el norte, y aunque el cielo aparecía cubierto de espesas nubes cenicientas, no era difícil orientarse; sin volver la vista atrás, intentando deshacerse de aquella pesadilla traída por las
maras
de las que despotricaban aquellos demonios del norte, caminó con la cabeza gacha, cambiando con pesadez el pequeño hatillo de un brazo al otro y acariciando la desgastada cinta de lino que llevaba atada a la muñeca; con el océano a la izquierda, siempre a la izquierda.

Sabía que no hubiera podido descansar aunque se lo hubiese permitido, había mucho que lamentar, además, tampoco tenía en mente darles oportunidades a los normandos para recortar la ventaja que tanto le estaba costando cobrarse; aquella primera jornada no se detuvo. No comió, no bebió, solo caminó, lenta y penosamente, adivinando el lugar hacia el que dar el siguiente paso, cernido por la penumbra de aquel norte de albas interminables.

Y, con la luz del día, grandes copos como plumones de ganso empezaron a desprenderse de aquellas apretadas nubes tintadas que acercaban el cielo tanto como para parecer que podía rasgarse con los ápices de los grandes abetos que lo rodeaban. Assur, taciturno y afectado, siguió andando, bordeando la costa a buen ritmo hasta que llegó un nuevo ocaso y el cansancio amenazó con vencerlo.

El terreno era escarpado, salpicado de peñascos oscuros punteados de líquenes y tocados por penachos de largos musgos en los que se quedaban prendidos los copos de la nieve que no llegaba a cuajar; hacia el norte y el este ganaba altura, elevándose sobre las manchas de bosques verdes, y dejando que la misma nieve que no se agarraba en la costa cubriera con un manto blanco las sierras.

Antes de que llegase la oscuridad se desvió hacia el este, rodeando la escarpada cañada de un arroyo, y buscó refugio bajo un abeto tronchado que le permitió amontonar ramas al tronco y fabricarse en poco tiempo una techumbre bajo la que, siguiendo no sin cierto rencor las enseñanzas del
godi
, acumuló aquel musgo de turbera que tanto abundaba con la intención de alejar su sueño del frío del suelo. A la boca del improvisado vivaque prendió lumbre sirviéndose del pedernal, y derritió nieve que aprovechó para hacer una infusión con la corteza arrancada de las ramillas de temporada de un aliso cercano, cubierto de amentos que anunciaban el fin del otoño. Un verderón escuálido que buscaba semillas en aquellos diminutos frutos apiñados se espantó.

Entre recuerdos y lamentos durmió inquieto, vencido por el cansancio y con las tripas retorciéndose por el hambre.

Cuando llegó la mañana tuvo que enfrentarse pronto a una decisión, apenas con unas pocas millas a sus espaldas llegó hasta los riscos que enmarcaban el valle de un fiordo en el que se distinguían las columnas de humo de los hogares de una aldea; si se quedaba en la costa se beneficiaría del clima más benigno, ablandado por el mar, pero además de la posibilidad de toparse con gentes que deseaba evitar, tendría que enfrentarse con un terreno agreste y enrevesado donde el océano no parecía capaz de ganarle la partida a la tierra firme y los riscos se alternaban con acantilados en los que el océano se batía. Por el contrario, si se adentraba hacia el interior conseguiría atajar las vueltas obligadas por los cabos y calas, pero la elevación del terreno le restaría calor a los días. Tras mucho pensarlo se decidió por atravesar los bosques y buscar los oteros que se anunciaban por encima de las puntiagudas copas verdes de las coníferas, suponía que así su rastro sería más difícil de seguir y además en la floresta podría encontrar algún animalillo que cazar.

La marcha se complicó pronto, no solo por la dureza del terreno, sino también por el hambre que empezaba a acusar; encontraba frecuentes manantiales que le evitaban las penurias de la sed, pero como única fuente de alimento tenía que contentarse con los piñones amargos y duros de los abetos. Además, la soledad y la tristeza le llenaban el alma en connivencia con la monotonía de aquellos inmensos páramos en los que el frío comenzaba a mellar su voluntad y el hambre le consumía el cuerpo.

Encontró alguna trocha eventual que rompía la iterativa cobertura de arbustos ralos, pero se mantuvo siempre fuera de aquellos caminos; justo en la línea donde el frío de las alturas y el aire enrarecido hacían de las coníferas meras invitadas, y desde aquella irregular frontera, acudía al interior del bosque cada jornada para procurarse el escaso alimento.

Los días pasaban sin más aliciente que el siguiente paso, siempre hacia el norte, un pie tras otro. La nieve lo dejó tranquilo, y tuvo la dudosa suerte de empaparse únicamente con los fríos chubascos de grandes gotas pesadas que dejaban tras de sí noches húmedas de tiritera y desconsuelo en las que la lumbre se negaba a arder con fuerza suficiente mientras la lluvia siseaba en las brasas.

En las primeras jornadas no se concedió descanso, temeroso en todo momento de girarse y ver en la lontananza las siluetas de Sigurd y sus hombres, pero cuando llevaba ya una semana huyendo a ese infernal ritmo, encontró un escuálido avellano que le regaló unos pocos frutos y, confiando en haber cobrado suficiente ventaja como para desanimar a sus posibles perseguidores, decidió tomarse un merecido descanso con la esperanza de capturar alguna de las ardillas que había visto corretear por entre las copas de los árboles.

Usó los cordajes con los que aseguraba las cañas de las botas para preparar unos lazos y, eligiendo árboles bajo los que se veían restos de piñas aprovechadas por los roedores, tendió ramas entre el suelo y los troncos de modo que sirvieran a las curiosas ardillas de cómodos atajos en sus escaladas hasta los frutos. Aprovechó los nudos de la madera para colocar sus lazos en aquellos pasos artificiales después de enmascarar su propio olor frotando todo el montaje con pinocha.

Mientras daba tiempo a las trampas buscó refugio. Por primera vez en días el cielo aparecía despejado y el sol, que ya pretendía tenderse sobre el horizonte, se veía rodeado de un brillante halo que anunciaba el frío que vendría. Iba a ser una noche de helada, y la nieve llegaría pronto para quedarse hasta la primavera.

Encontró un repecho de roca negra bajo el que amontonó ramillas y musgo y, colocando un buen montón de troncos que le sirviesen para cerrar el habitáculo, prendió una hoguera con la esperanza de que la peña le ayudase a mantener el calor de las llamas durante la noche.

Tanteando el puñado de avellanas que llevaba, se obligó a no comerlas hasta haber revisado los lazos. Cuando regresó a las trampas no pudo evitar que recuerdos sobre los seres queridos ya perdidos lo desconsolaran. Al frío y el hambre, se añadió la soledad. Se sentía vacío y perdido. El abatimiento le carcomía la conciencia, y podía sentir que el anhelo de seguir adelante se le escurría entre los dedos como arena fina. Ya no estaba seguro de adónde ir, ni siquiera sabía si deseaba regresar, porque en esos días de eterna caminata se había dado cuenta de que ya no tenía hogar, nadie lo esperaba. Y, por primera vez desde aquella mañana de años atrás en la que su odisea había empezado, perdió toda esperanza.

Esa noche, mientras masticaba pequeños mordiscos que pretendían alargar las magras carnes de la ardilla capturada, en una ración digna de un festín, oyó a los lobos llamarse con aullidos lastimeros y el recuerdo de Furco lo llevó a penar por la nostalgia de esos que habían quedado atrás.

Los días pasaban con una peligrosa monotonía que atraía el abatimiento. Había perdido ya la cuenta de las noches pasadas en escondrijos y notaba la debilidad del hambre, que apenas podía calmar con los sempiternos piñones, alguna ardilla los días más afortunados y, en las últimas tardes, amarillentas larvas de escarabajo que había descubierto entre los maderos secos que usaba para sus fogatas.

La nieve había llegado para quedarse y las quebradas de las colinas a todo su alrededor acumulaban ya más de dos palmos. El frío era tan intenso que Assur notaba, cada mañana, como el cabello húmedo por el sudor de su frente se quedaba congelado al poco de iniciar la marcha y se quebraba cuando intentaba apartarlo de sus ojos. La última de las ardillas que había capturado la había encontrado colgando del lazo completamente helada, tan dura como un pedrusco, ni siquiera había sido capaz de despellejarla.

Pero el norte seguía estando en el mismo lugar, y sus pasos continuaban hacia allí, hacia el puerto de Nidaros, dejando el mar siempre a su izquierda, porque el hecho de tener una meta era lo único capaz de mantenerlo en marcha, como un muñeco sin voluntad.

Una tarde Assur encontró en la nieve fresca el inconfundible rastro en forma de ele de una liebre, y lo siguió ansioso con la esperanza de poder tender un lazo cerca de la madriguera. La traza lo llevó hasta unos matorrales de alisos y sauces enanos en los que se amontonaba la nieve helada y entre los que esperaba descubrir el escondrijo del animal, sin embargo, su esfuerzo solo sirvió para descubrir con disgusto las pelusas sueltas, los manchurrones de sangre y las huellas de la matanza; un lince se le había adelantado y esa noche no pasaría tanta hambre como él, que tendría que volver a conformarse con piñones y gusanos.

El desvío lo llevó hasta cerca de un lago a la orilla del cual decidió descansar y dar el día por terminado.

En los recodos de la ribera, entre los juncos que punteaban la nieve, el agua empezaba a helarse y Assur caminó por la orilla sur buscando un lugar apropiado en el que pasar la noche. Y en sus sueños enfebrecidos por la hambruna recordó la casita de Outeiro, a sus padres y al pequeño Ezequiel. Cuando despertó, la terrible soledad que sentía era suficiente como para empequeñecer el frío del alba.

Para seguir camino al norte tuvo que rodear el lago y, cuando llegó hasta un desagüe que se transformaba en un arroyo, decidió seguirlo para intentar librarse de las cumbres heladas de las sierras.

Fue descendiendo el valle del río asegurándose un suministro de agua fresca y dejando atrás el frío de las alturas y, siguiendo las enseñanzas del
godi
, aprovechaba el jugo limpio y aséptico que extraía exprimiendo el musgo de las turberas para curarse las ampollas y heridas de sus castigados pies.

El cauce se iba ensanchando y las corrientes cobraban fuerza lamiendo piedras en las que se quedaban prendidos carámbanos de hielo que reflejaban los escasos rayos del sol que se filtraban por entre las madejas de nubes grises que se negaban a abandonar el horizonte.

Empezaba ya a albergar tímidas esperanzas. Aun sin estar seguro de la cuenta, llevaba por lo menos dos semanas de caminata: no podía faltar mucho. Incluso, intentando encontrar las mentiras que no delatasen su condición de esclavo fugado, comenzaba a pensar en historias plausibles que inventar una vez llegase a Nidaros. Sin embargo, aquella tierra de hielo y frío parecía dispuesta a ensañarse con el hispano; al atardecer del segundo día tras abandonar el lago comenzó la ventisca.

El viento aullaba inmisericorde, el aguanieve se arremolinaba levantando hojas y copos añejos, las rachas de aire escarchado clavaban en su piel perdigones de hielo, gotas congeladas que se solidificaban en cuanto empezaban a caer de aquellas nubes oscuras y bajas. Los árboles gemían y llenaban el valle de crujidos lastimeros mientras sus ramas más débiles estallaban lanzando astillas que las ráfagas de viento levantaban. Assur apenas veía más allá de sus manos. Buscó refugio, se desorientó. Dio vueltas en vano, ensordecido por los chillidos del viento y cegado por los remolinos de hielo y nieve que se levantaban ante él.

Pronto se sintió empapado, cubierto del sudor de sus esfuerzos y los copos que se derretían por entre las junturas de sus ropas lamiendo con heladas gotas su piel. Apenas sentía los dedos y le costaba flexionar las manos. Y supo enseguida que aquella humedad lo mataría si dejaba que el frío helador se apoderase de ella. Tenía que hacer algo y pronto. Si no, moriría.

Supieron que estaban cerca cuando el cuervo que habían soltado no regresó, y esa misma tarde distinguieron la silueta verdinegra de la costa temblando en el horizonte. Solo habían errado por dos días al sur, les bastó bojear unas pocas millas hacia el norte para encontrar el gigantesco fiordo en el que desembocaba el Nid, enrevesado como un manojo de lombrices apareándose, y tan largo como una noche de invierno sin una mujer a la que abrazarse.

Estaba exultante. Habían partido tarde, para tener la seguridad de evitar los grandes bloques de hielo a la deriva que se escurrían en el verano desde los blancos perpetuos del norte, pero llegaban antes de lo previsto. Solo habían tardado dos semanas. Un adelanto conveniente, porque tal y como insistía su padre, en los últimos tiempos los inviernos eran madrugadores, y Leif deseaba encontrar cuanto antes el calor de los burdeles y los dineros de los comercios, a ser posible, mucho antes de que las nevadas y crecidas cubrieran por completo los pantalanes del puerto e hiciesen de las callejas de Nidaros barrizales helados, convirtiendo la vida en la pequeña ciudad atestada de casuchas en una miserable penuria cuajada de tiritonas al abrigo de humildes fuegos.

Había llegado hasta allí perseguido por la gloria de la tradición familiar. Era el descendiente de una saga de intrépidos viajeros que habían marcado a los hombres de su tiempo y Leif Eiriksson, como su padre y su abuelo antes que él, buscaba la fama: tras un verano eterno haciendo acopio de pieles y colmillos de morsa se permitió soñar con igualar las gestas que convirtieron a los suyos en leyenda y bajo cuyas sombras laureadas estaba cansado de vivir. Leif había aprovechado el otoño para capitanear sus naves cargadas a lo largo de una ruta inexplorada, algo que nadie había intentado antes, y aunque todavía no había logrado descubrir nuevos territorios que colonizar, la suya era igualmente una hazaña de la que sentirse orgulloso: desde Groenland había llegado hasta la tierra de sus ancestros, a la madre patria, al
paso del norte
, y lo había hecho sin escalas, sin necesidad de detenerse en Iceland y evitando las rocallas de los archipiélagos, un logro digno de ser incluido en las narraciones de los escaldos.

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