Ulfr tenía el porte de un luchador, sus brazos y muñecas eran los de alguien que había usado la espada a menudo. Y aunque no cojeaba, era evidente que cargaba el peso en el pie derecho supliendo con habilidad y práctica alguna vieja lesión, también tenía una fea cicatriz de perfil irregular en la palma de la mano.
Hablaba con un acento extraño que al aventurero no le pareció el de un sviar, y lo rodeaba un incierto aire de incomodidad que le contó a Leif secretos no revelados de una historia turbulenta sobre la que prefirió no preguntar; él sabía bien lo que era tirar de los grilletes de un pasado embarazoso, su abuelo había sido desterrado de Jaeder, y su padre obligado a abandonar la
isla del hielo
. Pero, a pesar de lo que no lograba intuir, había algo en aquel arponero que le gustó. Además, había sido un gran día y aquel tipo tenía algo que despertaba su curiosidad.
—Si eres capaz de hacer blanco, tendrás tu bancada en el Mora —concedió sonriente.
El repentino cambio excitó aún más a la concurrencia, que empezó de inmediato a apostar sobre si el callado arponero podría triunfar allá donde su compañero había fallado; la mayoría de ellos no le daba ni la menor oportunidad, ochenta yardas era una distancia que ni el mismísimo Thor podría salvar, y muchos se habían creído las fanfarronadas de Halfdan, por lo que pensaban que si el Rubio no lo había conseguido, nadie podría hacerlo. Leif escuchaba complacido aquellas voces y especulaciones, fuera como fuera, él saldría ganando; si Ulfr lo conseguía, sería una gesta que se contaría en las noches de invierno y él pensaba pagar suficiente alcohol para que todos recordasen que al hacerlo había pasado a formar parte de su tripulación. Y si fallaba, nadie olvidaría al patrón que había ofrecido tan generosa recompensa.
Ulfr no necesitó de tanta ceremonia como había requerido Halfdan. Simplemente eligió un arpón y cruzó la raya que había trazado el aprendiz de carpintero en la arena con la ayuda del peso de la plomada.
Todos le concedieron al tirador un instante de silencio.
Pero, cuando el hierro salió de la mano de Ulfr, el griterío se volvió ensordecedor. Envuelto en la algarabía, el arpón cortó el aire con el sonido de una flecha.
Unos pocos se dieron cuenta de que estaban siendo testigos de algo que podrían contar una y mil veces porque nunca sería olvidado.
Más tarde, ya en la taberna, los borrachos perdieron pie antes de que la noche llegase a anunciarse, y la tripulación del Mora recibió con ilusión al patrón y sus ganancias, todos dispuestos a bebérselas antes del siguiente amanecer. Había quien tenía motivos para celebrar y otros, simplemente, se unieron a la juerga. En el playón solo quedó el aprendiz del carpintero.
Sentado junto al montículo de arena que habían levantado aquellos hombres, el muchacho apretaba el trozo de plata que Leif le había dado y miraba, todavía con aire incrédulo, el arpón allí clavado.
Como si hiciera falta una prueba a la que señalar cuando alguien quisiera escuchar la historia, nadie se atrevió a sacar de la arena el arpón que Ulfr había lanzado.
A medida que el solsticio de invierno se acercaba, los días menguaban y la leyenda de Leif crecía, corriendo de boca en boca, ensalzándose a cada noche por las adulaciones de los borrachines. Algunos decían que había sido solo cuestión de suerte, y los había que, llanamente, no lograban creer que el hijo del infame Eirik, asesino reconocido, hubiese sido capaz de cruzar el océano desde Groenland sin hacer una sola escala. Pero había muchos más que estaban convencidos de que aquella era una hazaña digna de inscribirse en las piedras, y la fama de Leif se inflaba con los rumores que se cruzaban sobre el alcohol de las tabernas que el puritanismo de Olav no había conseguido cerrar. Y buena culpa de aquellas loas se debía al revuelo que, en el día de su llegada, había armado el aventurero, enzarzándose en apuestas impensables con un grupo de facinerosos arponeros con el que se había jugado montos capaces de comprar la más lujosa de las
boer
de toda Nidaros.
A Leif ya solo le quedaba por vender un hato de las pieles de peor calidad que, sin un comprador poco escrupuloso o un ingenuo a quien engañar, deberían venderse al mínimo precio a un cordelero que tenía su tienducha cerca de los astilleros para ofrecerles aparejos a los marinos y comerciantes que necesitaban repuestos para asegurar las velas. Sin embargo, estaba más que satisfecho, había conseguido pingües beneficios, en buena medida gracias a la paciencia en los eternos regateos del siempre eficiente Tyrkir, porque, en lo que al propio Leif respectaba, los pies le ardían después de tanto tiempo sin más excitaciones que las juergas nocturnas y las apuestas en los combates de caballos. Y, mientras el Sureño se entretenía haciendo tratos sobre las mercaderías que llevarían de vuelta a Brattahlid, buscando especialmente esteatita y maderos de calidad, aquel lento pasar del frío otoño de nieves cuajadas, largas noches y mañanas heladas enervaba a Leif, que estaba deseando izar el trapo del Mora y echarse a la mar. Pero el regreso a las
tierras verdes
le sabía a poco.
—… Herjolf era un viejo de entrepierna calenturienta y manos largas que solo era capaz de prestar atención si decías
tetas
cada diez palabras… —Leif calló esperando que la chanza calase, Ulfr se mantuvo impasible—. Cuando mi padre volvió de su exilio con nuevas sobre una tierra verde cubierta de pastos —y Leif sí sonrió al recordar las grandilocuentes alabanzas que Eirik el Rojo había hecho sobre aquella nueva porción del mundo que había descubierto—, Herjolf fue uno de los que se decidió a seguirlo. Supongo que o estaba borracho, o estaba harto de la decadencia de Iceland, en aquellos tiempos había continuas disputas en la isla, la asamblea solo servía para discutir los problemas de los terratenientes más antiguos, parloteaban días enteros sobre las marcas de unas tierras si eran suyas, pero para los colonos nuevos como mi padre solo había protestas…
Leif se dio cuenta de que divagaba al ver que Ulfr encogía los hombros ligeramente.
—… Herjolf creyó las exageraciones de mi padre y se apuntó a la expedición, veinticinco barcos —aclaró recuperando el hilo del relato—, casi todos
knerrir
; cargados hasta la regala con cuanto les podía hacer falta para empezar de nuevo en aquellas tierras que mi padre había descubierto… Once de ellos no lo consiguieron —concluyó Leif negando levemente con la cabeza mientras en sus ojos brillaba el fulgor de un mal recuerdo en el que enormes olas y vientos desbocados cobraban vida—. No salió bien, pero algunos llegamos.
Leif se dio cuenta de que, como ya le venía pasando desde que sus caminos se cruzaran, los prolongados silencios de Ulfr terminaban por obligarlo a hablar más de la cuenta; y comprendió que aquel hombre taciturno se estaba convirtiendo en un confidente y amigo que ya valoraba.
Antes de seguir hablando, Leif miró hacia las aguas del fiordo sin saber qué esperaba encontrar.
Estaban sentados en unos postes cubiertos a medias por nieve que se negaba a fundirse con el sol de la tarde despejada; a sus espaldas, Bram y Tyrkir discutían el precio de un par de toneles de salmón ahumado con un pescador de manos callosas que, de tan bizco, como había anunciado Bram, corría el riesgo de que con un estornudo los ojos le cayeran rodando por los hombros. Les hacían falta provisiones amén de mercancías, y su segundo buscaba en las tiendas ribereñas vituallas que aguantasen el baqueteo de la travesía, sin descuidar los tratos sobre el reacondicionamiento del Mora y las mercaderías que llenarían las bodegas, ya habían apalabrado unas cuantas jaulas con aves de corral, petición del mismísimo Eirik, y habían llegado a compromisos firmes con varios artesanos. A no ser que el océano reclamase al Mora para un descanso eterno, Leif no solo conseguiría gran parte de la fama que buscaba, también se haría con una fortuna.
—Herjolf tenía un hijo —continuó el navegante oyendo de fondo las maldiciones de Bram por el precio que pedía el pescador por su salmón—, un avaricioso con cara de rata llamado Bjarni que se ganaba la vida comerciando entre estas costas y las de Iceland, sus precios eran siempre desorbitados, en una ocasión quiso cobrarle a mi tío…
Leif sonrió con indulgencia y Ulfr, de nuevo, permaneció en silencio.
—… Bueno, eso no importa, lo relevante es que un día llegó a la
isla de hielo
y descubrió que Herjolf se había venido con nosotros a colonizar Groenland. El muy cicatero solo pensó en lo bien que sería recibido por los recién instalados inmigrantes, todavía faltos de líneas de comercio habituales. Y pese a no conocer la ruta se hizo a la mar con las pocas respuestas que consiguió tras pagar un par de tajadas. Me da en la nariz —dijo Leif llevándose la mano al rostro— que si hubiera sabido que aquella travesía hundió once de nuestros barcos, se habría limitado a vender sus cachivaches a los viejos estirados de Iceland.
›Al final se perdió, se lo tragó una niebla espesa como gachas y las sierras de Iceland desaparecieron en un horizonte prieto y gris como la panza de un rorcual antes de poder tomar como referencia las montañas blancas de Groenland. Puedo imaginarlo —dijo Leif afirmando con la cabeza—, las corrientes y el viento no ayudaron, y el muy idiota siguió hacia poniente como un ciego tentando con sus manos lo que no puede ver ante sí. Estoy seguro de que los huevos le tapaban los oídos…
Ulfr asintió y Leif se dio cuenta de que, al igual que él mismo, el ballenero habría sufrido las inclemencias del peligroso océano septentrional en más de una ocasión; todos por aquellas tierras habían oído alguna vez la abrumadora historia de la galerna de Swanage, en la que las aguas del mar se habían tragado más de cien barcos. Más aún, en el caso del arponero, a las tormentas, las olas y los vientos se unían aquellos enormes monstruos capaces de hundir una nave de veinte remeros con una sacudida de su portentosa cola.
—Y ese cabeza de chorlito siguió navegando hacia el oeste sin puñetera idea de dónde diablos acabaría. ¿Y sabes qué?
Ulfr se limitó a encogerse de hombros una vez más.
—Pues que Bjarni jura por la memoria de su madre que llegó a tierra, no sabe, ni ha sabido jamás dónde, pero él dice que se topó con la costa.
—¿Al oeste de Groenland? —preguntó Ulfr sorprendiendo a Leif—. ¿Tierra?
—Sí, eso dice el roñoso ese de Bjarni —contestó Leif, que volvía a cuestionarse la procedencia del curioso acento del arponero—. Cuenta que vio una costa, pero que no pudo distinguir los grandes ríos de hielo de los que le habían hablado, ni las praderías de las que mi padre había presumido, así que supuso que no eran las nuevas tierras de Groenland. ¡Había árboles! Muchos, grandes bosques llenos de altos árboles, ¡madera! Pero ese cagajón miedica no se atrevió a echar pie a tierra, seguro que temía que le rebanasen el pescuezo y le robasen las bodegas.
›Con toda esa madera a su alcance al muy cobarde solo se le ocurrió bojear al norte hasta que se topó con una gigantesca meseta helada, y decidió volver proa a levante para regresar, convencido ya de que había pasado Groenland de largo y que si volvía hacia el este, encontraría las
tierras verdes
. Y lo hizo, en poco más de una semana…
Leif no se atrevía a decirlo en voz alta, pero se daba cuenta de que la idea pugnaba por salir. La
stavkirke
de Olav estaba consumiendo la producción de madera local, en su regreso a Brattahlid no podría contar con ello, y la
isla de hielo
no era una buena opción, sin embargo, en Groenland necesitaban madera, mucha; las
tierras verdes
eran fértiles, y en los fiordos occidentales había lugares en los que se podía llevar una vida agradable incluso en el rigor del invierno, pero no había madera, solo unos cuantos árboles raquíticos y lo poco que el expolio de los primeros años de colonización había perdonado. Y Leif había pensado mucho en los beneficios que le reportaría la madera que pensaba comprar en Nidaros, pero el templo del crucificado que estaba levantando el nuevo rey iba a privarle de esa posibilidad, y Leif no podía dejar de pensar en el relato sobre los interminables bosques de aquellas nuevas tierras con las que Bjarni se había topado.
—¡Esa urraca de pico afilado! —gritó Bram rijoso sorprendiendo al patrón—. Sabe lo de tus condenadas apuestas y espera que paguemos su podrido salmón como si fuese un manjar digno de las mesas del
Valhöll
.
El timonel y Tyrkir se acercaban.
—Me temo que será mejor que busquemos otro proveedor —anunció el Sureño.
Leif se giró hacia sus hombres con expresión afable y se recordó que todavía tenía que dilucidar cómo regresar a Groenland antes de soñar con una nueva epopeya. Jamás lo hubiese dicho en voz alta, pero Leif era consciente de que la fortuna había estado de su parte en la venida; para el retorno era muy probable que tuviese que hacer escalas en algún archipiélago, o que la travesía se prolongase demasiado por los vientos contrarios, debía ser cuidadoso y no tensar demasiado la urdimbre que estaban tejiendo las
nornas
. Aunque no pensaba permitir que sus hombres sospechasen que tenía ciertas dudas respecto al regreso a las
tierras verdes
.
—Como quieras, pero cuando compres mantequilla asegúrate de que esté bien salada —dijo el aventurero con más jovialidad que acritud—. La última vez tardó solo unos días en ponerse tan rancia como las tripas del Tuerto.
Bram rio con estruendo y Tyrkir sonrió tímidamente. Ulfr se limitó a tocar el hombro de su nuevo patrón con un gesto ligero y hacer un ademán con el mentón.
Una pareja de fornidos guerreros cubiertos por relucientes
brynjas
de anillos apretados se acercaba. Eran dos de los
húskarls
de Olav, y era evidente que venían buscándolos.
—¿Leif Eiriksson? —preguntó de sopetón uno de los guardas personales del nuevo
konungar
.
El aludido se antepuso a sus tripulantes y arregló una sonrisa amigable mientras repasaba mentalmente las últimas noches. Habían tenido una batahola bastante sonada el
mõntag
anterior, unos cuantos huesos rotos y algún destrozo, pero no había esperado que una nimiedad como aquella llamase la atención del nuevo monarca.
—Yo soy Leif, hijo de Eirik el Rojo, hijo de Thorvald de Rogaland.
Leif apeló a su ascendencia esperando que los guardas de Olav no olvidasen que sus antepasados eran también del
paso del norte
. En los últimos meses, él y su tripulación habían descubierto muchas cosas sobre el autoproclamado rey y Leif esperaba que, si de hecho se habían metido en un lío, aquel argumento sirviese de atenuante; aunque el aventurero sabía que los caprichos de los monarcas eran tan volubles como ellos mismos.