»Cuando las tierras fueron insuficientes para los colonos, muchos prefirieron labrarse su porvenir gracias a los desafíos. Era normal acudir al
hólmgang
cuando entre dos
bondi
surgía una disputa por los lindes de un terreno, o por el ganado de una hacienda; si el que se consideraba agraviado no podía, o no quería, esperar a la decisión que tomaría el
thing
cuando se reuniese, tenía la opción de retar al otro y confiar en su habilidad con la espada.
Assur asintió, llevaba el tiempo suficiente entre los nórdicos como para haber oído alguna de esas historias: duelos por tierras, mujeres o riquezas, e incluso, en ocasiones, por el sueño del poder.
—Aunque también había desharrapados que no tenían donde caerse muertos, pero que habían luchado en incontables expediciones de saqueo y que sabían usar la espada. Ayer y hoy, aquí y allá, en todo el norte, siempre ha habido hijos de perra codiciosos con ganas de morder. Hay quien ha hecho del
hólmgang
una forma de ganarse la vida, aprovechando la tradición para ir desafiando a un duelo tras otro al que se le antoje… Basta con estar dispuesto a perder la vida o, en algunos casos, a perder hasta la camisa, pues en muchas tierras el que desafía y pierde es obligado a pagar para resarcir al desafiado… La costumbre es que el pago ascienda a tres marcos de plata…
Assur sabía que era una cantidad elevada, pero entendió que era una práctica justa: había que estar seguro del agravio para arriesgarse a perder un monto así.
—Ha habido más de un
berserker
que se ha convertido en
jarl
gracias a ganar un
hólmgang
tras otro… —comentó el contramaestre negando con la cabeza, y Assur supuso que algún recuerdo llamaba con nostalgia.
Sin embargo, en aquel momento el hispano tenía en mente asuntos más urgentes.
—¿Y qué diablos tiene todo eso que ver conmigo? Yo solo tengo la parte que me corresponde de las bodegas del Gnod, Víkar es mucho más rico, e instaurada la vieja ley del
landman
, él puede reclamar tanta tierra como esté dispuesto a caminar… No gana nada retándome…
—Puede que no, pero sí le has dado motivos para sentirse ofendido —aclaró Tyrkir para sorpresa de Assur—, él piensa que su nombre debe ser restaurado, y el honor es la única causa justa para llamar a
hólmgang
.
El hispano clavó sus ojos azules en el contramaestre, intuyendo y temiendo lo que iban a contarle.
—Escucha, hijo —dijo Tyrkir tomándose la familiaridad con una sonrisa paternalista—, yo no sé muchas cosas, he sido siempre un marino al servicio de un patrón… Pero tengo muy claro que no eres un sviar, y mucho menos un sureño; y también me doy cuenta de que hay algo oscuro en tu historia, no se mantendría entera ni con toda la argamasa de Roma —anunció con la misma seguridad del que recita un dogma—, pero eso no importa. Porque un hombre puede ser honesto y digno hijo de su padre aunque se vea obligado a acarrear un saco de estiércol; puede que sea incapaz de desprenderse del olor, sin embargo, aun apestando, existen muchos que guardan en su interior una ración suficiente de honor y valor…
El hispano, Ulfr para el contramaestre y Assur por su bautismo, entendió, por el tono, que el Sureño no le concedía especial importancia a su pasado o a su historia.
—… Y, créeme, he pateado mundo suficiente a lo largo de los años; todo hombre arrastra su propio saco, con su propio estiércol, no hay de qué avergonzarse. Todos lo hacemos, nos guste o no. Y tú cargas con un saco enorme en el que se han mezclado secretos sobre un pasado que te incomoda. Pero a mí me da igual qué clase de mierda llevas en tu saco, Ulfr, me has demostrado en más de una ocasión que puedo confiarte mi vida y, lo que es más importante para mí, la del muchacho. —Assur comprendió que el curtido contramaestre no podía olvidar que había visto crecer a Leif—. Por eso mismo, creo que te mereces entender el lío en el que te has metido.
Los que habían bebido demasiado roncaban tirados de cualquier manera en alguno de los rincones de la
skali
de Brattahlid. Otros se habían ido a sus propias haciendas. Pero del revuelo que el desafío de Víkar había provocado ya no quedaba nada. Todo estaba envuelto en un pesado manto de tranquilidad interrumpido por algún que otro ronquido ocasional. Los hachones ardían mortecinos, con apenas un fulgor anaranjado cubierto por brasas de lomo ceniciento. El hogar se consumía, velado por troncos esparcidos a medio quemar; las llamas habían cuarteado las caras vistas de los leños, parecían curtidos escamosos del pellejo espelucado y tieso de uno de aquellos dragones que poblaban los
kenningar
de las sagas.
Los únicos despiertos eran Tyrkir y Assur, y mientras el hispano veía aquellos míticos animales escondidos en las sombras de las ascuas del lar, el contramaestre hablaba.
—Han pasado muchas cosas desde que nos fuimos, demasiadas…
El Sureño se hurgó la barba tensando los pelillos del mentón, quizá ordenando sus pensamientos.
—He viajado de un extremo a otro del horizonte. He navegado tan al norte como para ver un escupitajo congelarse antes de llegar al suelo… He visto cómo los mejores barcos naufragaban arrastrando al reino de Njörd a tripulaciones enteras, he admirado a héroes que se desangraron en el campo de batalla, he contemplado reyes que cayeron en desgracia y mi escudo ha sido uno más de los muros que decenas de hombres levantaron para luchar contra ejércitos inmensos que se suponían nuestros aliados —el contramaestre alzó la voz, inquieto—. Incluso he visto monstruos marinos capaces de encogerle los huevos al más valiente de los guerreros…
Assur no supo a qué se refería el contramaestre, pero lo dejó hablar. Recordaba la historia de Grettir el Fuerte, y sabía que el Sureño no siempre iba al grano cuando se explicaba.
El contramaestre volvió a buscar palabras en la barba de su mentón antes de continuar.
—Hay pocas verdades inmutables e imperecederas. Pero hay algo de lo que puedes estar seguro, hoy y siempre, de la determinación del corazón de una mujer…
Tyrkir tomó aire antes de continuar y Assur giró el rostro para mirar a los ojos del Sureño, deseando escuchar las palabras que sus sentimientos hacían aflorar. En los restos del fuego se oyó el sisear de las brasas y un intenso olor a quemado les rondó las narices.
—Víkar te ha retado porque se siente despechado, Thyre se negó a contraer matrimonio con él… Y el muchacho sabe que la culpa es tuya…
Assur tuvo entonces una terrible premonición.
—Pero ¿y ella?, ¿está bien? Thojdhild me amenazó con… —Assur calló, no quería hablar de las miserias de la matrona y menos aún ahora que acababa de enviudar—. ¿Thyre está bien? —preguntó abreviando.
El contramaestre sonrió consiguiendo que miles de arrugas le surcasen el contorno de los ojos y que la barba de sus mejillas se rizase.
—Sí, tranquilo, ella está bien… Las noticias sobre la muerte de Olav y la enfermedad de Eirik pusieron freno a las elucubraciones de Thojdhild —afirmó el Sureño sin que el hispano se diese cuenta de que Tyrkir, tan cercano a Leif, había sabido siempre mucho más de lo que hubiera esperado Assur—. No te apures, ella está bien, las miradas hoscas y los cuchicheos malintencionados nunca han hecho daño a nadie…
Al antiguo ballenero se le agolparon las ideas en la frente, lo último que le preocupaba ahora era su duelo con Víkar. De repente todo había cambiado y las dudas se abrían paso, no sabía qué hacer. La amaba, con toda su alma, pero también quería regresar, necesitaba saber si podía encontrar a Ilduara.
Mientras Assur se devanaba los sesos, Tyrkir se explicaba. Los acontecimientos se habían precipitado; la avaricia de Bjarni había retrasado el compromiso, habían llegado las noticias de la muerte del
konungar
y el enlace cristiano de dos jóvenes colonos se había vuelto superfluo, incluso inconveniente si los rumores sobre Svend Barba Hendida resultaban ciertos, Nidaros ya no necesitaba embajadores de buena voluntad llegados desde Groenland. Luego Eirik había enfermado y Thojdhild y sus tejemanejes habían perdido fuelle. Y, por encima de todo, Thyre se había negado en redondo, una y otra vez, a contraer matrimonio con el hijo del influyente Starkard, provocando la ira del terrateniente y la desazón de su hijo a la vez que alimentaba la codicia de su tío. La cosa había pasado a mayores cuando Starkard, animado por su hijo a promocionar el matrimonio en cualquier caso, había ofrecido un primer pago para compensar la futura dote de la novia y Thyre, para escándalo de los habitantes del Eiriksfjord, se había escapado a la colonia del norte, a la casa de sus padres.
Assur escuchaba al contramaestre como si le hablase desde las ochenta yardas que había cubierto en aquel lanzamiento en Nidaros. La voz del Sureño era un rumor lejano. El hispano, entre todas sus dudas, había descubierto un verdadero martirio que empezaba a carcomerle el alma y el corazón: puede que ella hubiera rechazado a Víkar, pero nada le aseguraba que siguiera amándolo y mucho menos que pudiera comprenderlo y perdonarlo por haberse marchado.
—… De todos modos, ahora tenemos otros asuntos de los que ocuparnos. Siguiendo la tradición, Víkar querrá despellejarte dentro de tres días, al amanecer, y hay algunas cosas que deberás aprender.
El día amenazaba lluvia. Un espeso manto de nubes bajas y grises, ahítas de agua, cubría el sol haciendo que el alba fuera solo una intuición en el horizonte de levante. El aire estaba cargado de la sal del mar y del olor dulzón que desprendían las gavillas de la siega al corromperse y, en aquel promontorio, se apuraba formando ráfagas que pasaban raudas peinando los líquenes de las piedras. Las
skalis
de las haciendas del Eiriksfjord despuntaban entre la hierba y los peñascos, y el túmulo del Rojo todavía se mostraba oscuro, con la tierra recién removida aún suelta.
Assur, sentado en una de las rocas que rodeaban el
hólmgangustadr
donde se celebraría el duelo, pensaba en Thyre mientras afilaba la corta espada que Tyrkir le había conseguido. Había sido el primero en llegar.
El hispano no quería pelear, no tenía nada en contra de Víkar, y aquel enfrentamiento le repugnaba, se sentía hastiado y cansado. Deseaba poder llevar una vida tranquila, sin luchas, sin muertes, y junto a Thyre. Lo que le preocupaba era conciliar esas aspiraciones con haber descubierto que su hermana podía seguir viva y a salvo en Galicia.
Mientras amolaba el filo de su arma empezó a lloviznar con pesadez. La capa de lana que habían dispuesto entre los postes de avellano se fue llenando de oscuras tachas, allí donde caían las frías gotas de agua. La brisa se levantó de nuevo y con las primeras ráfagas los curiosos empezaron a llegar, como traídos por el viento.
Hiodris se arrebujó en su capa para luchar contra la ventolina fría que revoloteaba desde el mar. Estaba allí, en medio de la turbamulta que rodeaba el
hólmgangustadr
, apretujada entre codazos de hombres y mujeres que curioseaban como podían, intentando acomodarse para no perder detalle. Algunos chiquillos gritaban a lo lejos, peleaban con espadas de madera y hacían parodias inocentes del duelo que iba a librarse en breve. A Hiodris le horrorizaba la violencia, pero entendía que era algo que debía hacer si quería cumplir con lo que su prima le había pedido, y ella, aunque no se podía decir que pensase mucho, estaba decidida a no fallarle a Thyre.
Thyre la había ayudado con palabras y gestos de consuelo desde el primer día en que su padre la había enviado a la colonia del norte, donde se había sentido sola e intimidada, además del blanco de burlas que la hacían consciente de sus limitaciones. Y, a pesar de la diferencia de edad, se habían llevado siempre bien. Su prima era quien la había consolado cuando la desmedida avaricia de Bjarni había coartado las escasas oportunidades de matrimonio que habían surgido. Y, cuando Thyre había sido enviada al sur, Hiodris la había recibido con alegría, contenta de que su prima asumiera el papel de
husfreya
al que ella misma no conseguía acostumbrarse desde la muerte de su madre; pues Hiodris era una mujer apocada y tranquila, de cuerpo enjuto y rostro marchito, avejentado antes de tiempo, pero con un espíritu que sus sesos poco surtidos mantenían joven y que, en definitiva, no conseguía hacerse con las responsabilidades de la casa de su padre.
Ahora Thyre se había marchado. Y Hiodris solo estaba segura de que la echaba de menos, y de que ella no se hubiera atrevido a enfadar de semejante modo a sus mayores. Con solo recordar los espumarajos que salían de la boca de su padre cuando aullaba de rabia al enterarse de la huida de su sobrina, a la pobre Hiodris se le encogía el pecho. Pero Thyre siempre había sido buena con ella, y aunque Hiodris no lo entendía, iba a cumplir con su encargo, y si no lo había hecho ya, era porque había intuido que a su prima le gustaría saber el resultado del
hólmgang
.
El rumor del gentío se elevó; Hiodris prestó atención. Aquel guapo pretendiente que su prima había tenido se acercaba. Y ella recordó con vergüenza que había envidiado a Thyre cuando supo que el hijo del rico Starkard deseaba casarse con ella. Víkar era un hombretón corpulento de enorme sonrisa que solo su mal humor de los últimos tiempos había estropeado, un pretendiente con el que cualquiera de las hijas de las colonias hubiera deseado contraer matrimonio, porque era apuesto, rico y, hasta hace bien poco, capaz de desabotonar cualquier escote gracias a su buen humor. Sin embargo, Thyre le había explicado extravagantes historias sobre Thojdhild de Brattahlid que Hiodris no supo entender, y le había contado cómo había descubierto que el aire le faltaba al pensar en el extranjero que había llegado con Leif desde Nidaros, aunque Hiodris no había comprendido cómo el aire podía faltarle a su prima si los vientos parecían inagotables.
Y aquel extraño sureño sobre el que corrían tantos rumores se alzaba ahora en el centro de la capa que habían tendido en el suelo del
hólmgangustadr
, esperando a Víkar con el rostro serio.
Hiodris sintió que un escalofrío le recorría la espalda al ver a aquellos dos hombres de fuertes mandíbulas y poderosos brazos; inocentemente, y aun pese al presagio de violencia, le parecieron bellos, hermosos, capaces de calentarla en las noches frías, tal y como sus sueños febriles le recordaban de tanto en tanto.
El propio Starkard sostendría los tres escudos de su hijo, y Tyrkir, el otro sureño, asistiría al extranjero. El combate iba a empezar y Leif, que era ahora el
jarl
al que se debía obediencia, se acercaba a las cuerdas que, atadas entre los postes de avellano, delimitaban el ruedo del área preparada para el combate.