Assur (85 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

—Y verás cuando vendamos esas uvas, ¡y el vino! Y podremos volver cada año, tendrás tanta plata que no podrás embarcar sin riesgo a hundir el barco —dijo el patrón con afabilidad, sin querer reconocer que las frutas recogidas habían empezado por su cuenta a fermentar, pareciendo querer echar al traste sus planes.

El hispano lo miró con suspicacia y decidió ahorrarse comentar lo que pensaba sobre el brebaje que resultaría de todo aquel desmán, que se las prometía imbebible, y, sin poder evitarlo, recordó las tardes en las que Jesse, obviando las lecciones de geometría, le hablaba del trabajo de los vinateros de su familia en Aquitania.

Intentando alejar la melancolía con una sonrisa que le supo a aquellas en la trastienda de la botica de Sarracín, Assur decidió ser comedido.

—Yo no estoy muy seguro de que sean uvas —dijo Assur midiendo sus palabras.

—Ya, ya… Bueno, puede que en tu tierra sean distintas. Tyrkir —añadió Leif señalando al contramaestre— está convencido de que sí lo son. De todos modos, no importa, no creo que haya muchos en Groenland que hayan visto uvas alguna vez —continuó con el rostro iluminado con una expresión pícara como la de un chicuelo—, y solo los que han viajado al sur han probado el vino… Así que no me preocupa lo que sean mientras no sean venenosas…

Leif rio con carcajadas amplias y sinceras, encantado.

Assur tenía otras preocupaciones y decidió que aquel era un buen momento para hablar. Sabía que no volvería a sentir paz si no lo intentaba, no podría perdonarse el esconderse de aquel resquicio de esperanza.

—Sé que primero te pedí permiso para quedarme en Groenland —dijo con gravedad—, y también sé que luego tuve que rogarte que me permitieras embarcar…

Leif interrumpió al hispano con aspavientos bruscos con los que pretendía restar significancia a todos esos asuntos del pasado. Pero Assur estaba convencido de que le debía al patrón mucho más de lo que podría corresponderle jamás.

—Quisiera pedirte un último favor —reconoció—. Quiero regresar al sur, a Jacobsland.

El patrón no preguntó, pero estuvo seguro de que el taciturno Ulfr no confesaría ni bajo tortura, e intuyó que, de algún modo, aquello estaba relacionado con las palabras de Karlsefni.

Leif recobró la seriedad y miró al hispano con intensidad grabada a fuego en el verde de sus ojos.

—Amigo mío, ¡eres libre! ¡Libre y rico! Puedes hacer lo que te plazca, nada me debes, y mucho menos después de haberme salvado la vida… De nuevo… Más aún, puedes contar conmigo para lo que necesites.

Y, como ya les había sucedido otras veces, no les hizo falta recurrir a más palabras.

Llegaron cuando ya empezaban a pensar que los primeros hielos se les echarían encima. La travesía se había hecho eterna y el invierno había tenido tiempo de perseguirlos, tomándose la libertad de enseñarles las galernas que preparaba y los fríos que guardaba. Cuando alcanzaron la boca del Eiriksfjord, Leif no fue el único que sintió el cálido alivio del regreso al hogar, todos a bordo estaban deseando echar pie a tierra.

Avanzaron por las aguas calmas del fiordo construyendo ilusiones y, al distinguir las pendientes de Brattahlid tintadas por el largo ocaso del norte, todos imaginaron un recibimiento digno de su hazaña, habían descubierto tierras desconocidas y traían las bodegas llenas, y aun a pesar de las bajas sufridas, su expedición podría recordarse con orgullo en los versos de las sagas. Sin embargo, pronto descubrieron que las cosas habían cambiado en su ausencia.

No se veía a nadie por los alrededores y, pese a que podían ver los humos de los hogares, el panorama aparecía extrañamente tranquilo. Tan apacible que no presagiaba nada bueno. Y, como veteranos marinos que eran, la tripulación al completo sintió el erizarse del vello que avisa en las calmas que preceden a las tormentas.

Solo un chiquillo cenceño y desgarbado que apacentaba carneros los vio atracar el Gnod y salió corriendo a trompicones para sembrar la noticia de la llegada del hijo del Rojo.

Mirando con suspicacia cómo el muchacho se alejaba, Leif dio unas cuantas órdenes ceñudo y Tyrkir se encargó de que la escasa tripulación las llevase a cabo con presteza. Vararon el Gnod en la suave arena del puerto natural del Eiriksfjord a tiempo para ver cómo se acercaba Thojdhild, con toda seguridad traída por la noticia que el pastorcillo había esparcido por la colonia.

A Leif le bastó ver el rostro de su madre para saber que algo no iba bien y empezó a preocuparse antes incluso de que ella llegase hasta el Gnod. Assur, por el contrario, tuvo que hacer un esfuerzo por constreñir su ira al ver a Thojdhild, el hispano seguía teniendo muy presentes las amenazas de la
husfreya
de Brattahlid.

Aún no había desembarcado ni uno solo de los hombres cuando ella habló.

—Tu padre te necesita —anunció la mujerona sin perder el tiempo con preámbulos corteses.

Leif asintió con severidad.

—¡Tyrkir! El Gnod es tuyo, hazte cargo. ¡Ulfr! Ven conmigo.

Al hispano no se le escapó la avinagrada mirada de Thojdhild, pero se limitó a seguir al patrón, tal y como le habían ordenado.

Los tres caminaron escuchando los gritos bruscos del contramaestre, que organizaba las tareas de los marinos; y madre e hijo no cruzaron palabra hasta que Assur tuvo el buen ojo de quedarse un poco atrás, para darles algo de intimidad cómplice.

Entraron en la gran
skali
de Brattahlid por el portón principal y descubrieron el interior atestado. Había incluso gentes de la colonia del norte y Assur no pudo evitar buscar a Thyre entre todos los que estaban allí, pero no la encontró. Aun con los meses transcurridos y sabiendo, por labios de Leif, que ya debía de haberse casado con Víkar, el hispano no podía evitar desear encontrarse con ella; verla al menos una vez más antes de marchar al sur. Aunque solo fuera una. Pero no fue capaz de reconocerse a sí mismo que, en realidad, esperaba mucho más que la simple oportunidad de verla. Solo distinguió a Starkard, que interrumpió la conversación que mantenía con otro de los hacendados para mirarlo con evidente rencor.

Los
thralls
de Eirik el Rojo se ocupaban del fuego y servían cerveza e hidromiel a los que rodeaban el calor del hogar hablando en voz baja con los rostros gachos. Era obvio que el ambiente estaba cargado de tensiones inciertas. Las conversaciones sonaban a murmullos desvaídos, tabaleados por las consonantes de aquella lengua que, ahora más que nunca, le recordaba a Assur que ese no era su lugar.

Thojdhild cruzó algún saludo breve y muchos miraron con asombro a Leif, pero Assur se dio cuenta de que la matrona coartaba las preguntas y la curiosidad de los presentes, que tendrían que esperar para conocer de boca del patrón las nuevas del viaje.

Assur lo comprendió cuando pasaron a una de las estancias y encontraron al Rojo en su gran lecho labrado. La
husfreya
había buscado intimidad para su esposo enfermo y en la habitación solo estaban el
godi
de Brattahlid, con sus cánticos guturales, y una esclava que cambiaba las compresas frías con las que atemperaban la frente del
jarl
de Groenland.

Hedía a muerte, y si el penetrante olor no era suficiente para asumir lo que sucedería, bastaba con mirar al rostro del Rojo para entender. Hasta la luz de los hachones parecía haberse escondido por miedo a contagiarse, y en la penumbra el ambiente de la estancia se apretujaba volviéndola opresiva. Rodeado por el deshilachado velo de sus propios cabellos, escasos y sin lustre, el antaño rubicundo rostro de Eirik se había consumido y enseñaba los huesos a través de una tez cérea y tiesa. Las mejillas sobresalían hundiendo los ojos en recovecos oscuros y en su cuello tenso se adivinaban los pellejos envejecidos que la barba, despoblada por mechones asustados, dejaba entrever. Los antaño poderosos brazos parecían quebradizos como las patas de una zancuda, y las manos que habían sostenido espadas teñidas de sangre enemiga eran ahora incapaces de arrebujar las pieles con las que el
jarl
de Groenland no lograba ni calentarse ni esconder la fetidez de los humores que se pudrían en su interior. Eirik agonizaba y Assur supuso que la burda placidez de su expresión se debía únicamente a alguno de los brebajes del
godi
.

El arponero vio con asombro como Leif se acercaba hasta su padre y pasaba una mano tierna por la sien derecha de Eirik, peinando los pocos cabellos que allí quedaban. Fue un gesto dulce que rechinó en aquel ambiente de hombres que habían sabido hacer de la guerra un modo de vivir.

El silencio se hizo pesado mientras el hijo contemplaba cómo su padre moría, e incluso la dura Thojdhild pareció compadecerse con un ademán de los hombros y el pecho en el que Assur creyó ver cómo la
husfreya
contenía el llanto.

Leif miró al hispano y le hizo un significativo gesto con el mentón.

Assur se sintió abrumado por la responsabilidad, pero desechó las protestas que se le agolparon en la garganta.

—Cuando termines ven a verme —dijo el patrón tomando a su madre por el codo y saliendo de la habitación.

La adusta expresión de Assur fue suficiente para librarlo de las preguntas de los que atestaban la
skali
de Brattahlid. Y él se alegró de no tener que dar incómodas respuestas.

Encontró a Leif sentado en una peña mirando cómo el fiordo embocaba las olas, y hubo de reunir el valor necesario para explicarle que lo poco que había aprendido gracias a las explicaciones del
hakim
Jesse ben Benjamín no era suficiente para evitar que Eirik fuese llamado a las mesas del
Valhöll
.

—No hay mucho que yo pueda hacer —se confesó con disgusto a la vez que se sentaba al lado del patrón.

Leif lo miró con sus ojos verdes enrojecidos.

—El viejo loco…

Negó con la cabeza unas cuantas veces y Assur calló dándole tiempo al marino a rehacerse.

—¿Qué le sucede? —preguntó finalmente Leif recomponiendo el rostro compungido.

—No lo sé —respondió Assur con franqueza acentuada por un encogimiento de hombros—. No lo sé…

Ambos guardaron silencio y el hispano comprendió que su patrón necesitaba algo más.

—He hablado con el
godi
, pero no ha servido de mucho… Puede que se le hayan retorcido las tripas, o puede que tenga bubas en el hígado, o un tumor… De cualquier modo, no hay nada que yo pueda hacer por él, nada —concluyó Assur apenado por no encontrar mejores palabras.

Leif bajó de nuevo los ojos hacia el rumor del oleaje.

—Lo lamento —añadió el hispano arrepentido de no haber sabido encontrar más sabiduría en las pacientes lecciones del médico hebreo.

—¿Cuánto tiempo le queda? —inquirió Leif todavía mirando el batir del agua.

Assur no quiso tomarse a la ligera la pregunta y tardó en contestar.

—Poco, días, no mucho más… Si no lo mata el mal que lo aqueja, lo matará el hambre, parece incapaz de retener nada de lo que come, ni siquiera los caldos más ligeros.

Leif afirmó bajando el mentón y pareció rebuscar las palabras que necesitaba. Abrió y cerró los labios un par de veces sin llegar a hablar. Luego empezó a negar haciendo que aquella pelambrera que había heredado el tono rojizo de su padre le barriese la frente.

—Todo ha tenido que ser siempre a su modo… Siempre —rezongó Leif.

Assur prefirió mantenerse en silencio.

—Demandando más y más… Haciendo todo difícil, siempre difícil… ¡No podía haber elegido peor momento!

Leif seguía negando con la cabeza y Assur se sorprendió agradablemente al descubrir que el falso resentimiento de las palabras del patrón bastaba para marcarle una cínica sonrisa que le iluminaba el rostro.

—Cuando éramos pequeños, mis hermanos y yo, quiero decir, siempre se le ocurría el modo de exigirnos más y más —dijo Leif con aire nostálgico—. Hiciéramos lo que hiciéramos, nunca era suficiente. Siempre había un modo mejor de hacerlo, siempre. Y cuando lo conseguíamos, buscaba la manera de liarlo todo de nuevo, reclamando cada vez algo más. —Assur entendió a qué se refería el patrón; él mismo había sufrido las recias demandas de Gutier a lo largo de su educación en Sarracín—. Y ahora… Ahora parece haberlo planeado todo para dejarme una última y complicada obligación a la que hacer frente.

El hispano seguía callado, sin entender adónde quería llegar Leif con su discurso, pero comprendió que su amigo necesitaba desahogarse y sintió el compromiso de escucharlo tanto como fuera menester. Poco después el patrón del Gnod siguió hablando.

—Aquí son algo más grandes, y tienen el plumaje más oscuro, pero en Iceland eran más rápidos… Unos animales excepcionales —aclaró Leif sin que Assur comprendiese—. En una ocasión conseguimos un polluelo, un polluelo fuerte como para poder sobrevivir a la crianza, pero aún joven, listo para adiestrarlo y enseñarle a cazar. Apuntaba maneras, era un halcón único, incomparable. —Assur echó el torso hacia atrás, comprendiendo—. Sin embargo, aunque ahora sé que el brillo en sus ojos era el de un padre orgulloso, él solo supo sugerirnos que era una pena que no fuese un águila de cola blanca…

Leif negó una vez más con la cabeza, ensanchando su sonrisa, y el hispano entendió que por la mente del patrón surcaban de nuevo añejos recuerdos que eran bienvenidos a puerto.

—¡Un águila de cola blanca! ¡Son enormes! Con garras capaces de destripar a un ternero. Son aves prodigiosas. Y solo crían en los cerrados fiordos del oeste de la
isla del hielo
, en nidos colgados de paredes de roca donde solo ellas se sienten a gusto. Pero yo quería ganarme su aprobación, yo quería que se sintiera orgulloso de mí, ¿entiendes? —preguntó girándose hacia Assur.

El ballenero asintió volviendo a recordar las severas prácticas de esgrima y arco con Gutier y Weland.

—Así que yo terminé colgado en uno de aquellos acantilados batidos por el viento, solo la fortuna del mismísimo Baldr me salvó de romperme la crisma. Rachas enloquecidas me zarandeaban de un lado a otro, mi cuerda chirriaba rozándose con las piedras del borde, acabé mareado como una cabra y batuqueado como el cántaro de una coja… Pero lo conseguí, conseguí un precioso polluelo chillón todavía con el primer plumón… Además de una aparatosa colección de cardenales y cortes en todos los rincones imaginables… Pero lo conseguí…

Un gavión pasó volando a ras de las olas y Leif soltó dos carcajadas traídas por los recuerdos.

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