›Estaba de camino, pensando que yo solo podría consolar todo el dolor de este
horrorum normandorum
—confesó el obispo recurriendo al latín—. Pero el Señor supo pararme los pies y ponerme en mi sitio, ¡y pude aceptar mi humilde condición! Lo único que conseguí fue perder los suministros que llevaba, y mi propia cruz. —Se llevó la mano al pecho y palmeó el lugar en el que debería haber pendido—. Sin embargo, no todo fue en vano, además de verme obligado a tragarme mi soberbia y pasar un buen susto, el Señor me dio un cometido más a mi medida.
El infanzón no entendió a qué se refería el obispo.
—Topamos con una banda de nórdicos a los que, con suerte, convencimos para que nos dejasen con vida, pero nos robaron cuanto llevábamos a Curtis. Santa Olalla tuvo que esperar para volver a parecer una verdadera iglesia, aún a día de hoy quedan cosas por hacer —le dijo al infanzón mirándolo con vehemencia—. Pero el Señor me hizo ver la luz, y me hizo comprender que había otras cosas mucho más importantes de las que ocuparse; yo quería convertir estas tierras en una diócesis ejemplar, cayendo en el pecado de la soberbia. Pero recibí mi lección y, gracias a Su bondad, encontré el modo de darle un comienzo a esta enorme tarea que tenemos por delante por culpa de esos descreídos… Un comienzo mucho más importante que el vino, las tallas, el cáliz, o la parafernalia de una iglesia. El Señor me dio una primera tarea, humilde, con la que poner mi primera piedra. Me dio la oportunidad de salvar a dos huérfanos que esos paganos habían capturado.
Gracias a los que iban y venían, trayendo los recados del obispado, supo que, además de lugares de mucho más renombre, como Monforte o Chantada, Outeiro había quedado reducido a cenizas. Y aunque se aferró a la posibilidad de volver a ver a Assur algún día, porque de él no había recibido noticias, saber que había perdido todo lo demás que, hasta entonces, había dado sentido a su vida fue un mazazo del que la pequeña Ilduara no se recuperaría jamás. Pasó las primeras semanas tan abatida que el obispo encargó a todo su personal velar por la huérfana con especial cuidado, convirtiéndola en la niña mimada de la residencia episcopal. Por su parte, Berrondo recibió las noticias de un modo mucho más pragmático, pensando en el título que le correspondía heredar y descubriéndole a la niña una vileza que Ilduara no había siquiera imaginado.
Había noches en que la tristeza se le atravesaba en la garganta haciendo que el amanecer pareciese un sueño imposible. Pero las lágrimas fueron quedando atrás poco a poco y el tiempo, sabio consejero de fácil pago, le trajo las sonrisas que los recuerdos felices guardaban; consuelos pobres, pero que le servían para reunir voluntad con la que afrontar su situación.
Así, a medida que los días pasaban, Ilduara se iba adaptando. Aprendió a convencer con sonrisas al personal de cocinas y conseguir dulces que comer entre horas, o un currusco de pan fresco que podía mojar en la nata del almuerzo del obispo y mordisquear con aire pensativo recordando las mañanas de ordeño, cuando mamá la dejaba ser golosa untando en el pan la tona de la leche del día anterior y cubrirla de miel. Incluso buscó las confidencias de una de las mozas que atendían los dormitorios de Rosendo y, en más de una noche, acabó sollozando en el hombro de la paciente muchacha.
Con el devenir de las semanas, a medio camino entre el duelo y el arrepentimiento por permitirse continuar con su vida cuando los suyos no podían, consiguió descubrir el mundo que la rodeaba y pronto vislumbró lo inmenso de Compostela. Pues casi todas las mañanas había quien la animase a acompañar a alguna de las mozas al mercado, o a los esportilleros a recoger algo de la curtiduría, o a llevarle un encargo a uno de los orfebres judíos. Para Ilduara la urbe resultó un mundo impensable en el que perderse, tan enorme y distinta a cualquier otro de los lugares que había conocido que la pequeña se frotaba los ojos a menudo, intentando asimilar lo que veía. Bastaba recorrer un tramo de cualquiera de sus calles para encontrar algo nuevo y curioso.
Cada día las preguntas se le acumulaban en los labios atropellándole la lengua. Quería saber sobre los diminutos callejones que guardaban los aleros de las pequeñas casas, sobre los lugares empedrados en los que la humedad pintaba de verde el granito de las losas, sobre las gentes de todo aspecto y condición que se cruzaban en su camino. Y sobre los peregrinos; que llegaban desde lugares de los que jamás había oído hablar: anglos, frisios, aquitanos, britones, lombardos, magiares. Gentes de todo el mundo conocido, mucho mayor de lo que Ilduara había imaginado jamás, peregrinaban hasta Compostela para rendir culto a los restos del apóstol Santiago. Algunos llegaban caminando, otros a caballo, si es que venían desde el este o el sur; y, desde el norte cruzaban el mar en barcos y atracaban en Brigantium, Crunia o Adóbrica para cubrir el trecho que les faltaba a pie. Y sobre todos ellos Ilduara descubría preguntas que quería hacer.
Así, poco a poco, aun con el horror de cargar con sus penas, Ilduara se ganó el favor del personal del obispado. Adoptada por todos en la residencia episcopal, incluso por los rudos hombres de la guardia, siempre había alguien que le brindase su compañía, pero la pequeña pasaba casi todo el día al cargo del secretario del obispo; un amanerado hombrecillo de magras carnes que carecía de paciencia, que respondía al florido nombre de Adosindo, y ante el que la niña siempre reaccionaba con una sonrisa pícara.
A Berrondo lo habían despachado pronto, apenas un par de semanas después de ser acogidos por el obispo Rosendo. Sus quejas y las continuas referencias al título de su familia eran suficientes por sí solas, pero además el chiquillo fue incapaz de sentirse a gusto, sin importar las prebendas que le dispensasen. E Ilduara tuvo que sufrirlo con paciencia: Berrondo se había tomado la confianza de la cercanía e insistía en trasladarle sus quejas sobre las comidas, la estancia o el trato, como si la pequeña tuviera alguna responsabilidad. Sin embargo, tanto Adosindo como el propio Rosendo habían encontrado en breve el modo de enviar complacientes correos hasta Lugo y, a pesar de la presión normanda, que los paganos ejercían desde el campamento que habían instalado en el centro mismo del reino, el tío del muchacho, que trabajaba a las órdenes del obispo lucense Hermenegildo, aceptó hacerse cargo de él. E Ilduara no lo echó de menos.
Mientras, ella fue aprendiendo sobre los oficios. Descubrió las escrituras y se formó en los rezos de su fe. Incluso llegó a encontrar consuelo en las oraciones. Además, después de que Berrondo se hubiera marchado, la vida de Ilduara fue mucho más sencilla y, de no ser por los frecuentes ataques de melancolía de los que era presa, cuando recordaba la pérdida de los suyos, la niña parecía casi feliz.
Se acordaba de mamá y papá, del pequeño Ezequiel y de Sebastián. Y, sobre todo, de Assur. Pero las estaciones fueron pasando y la pequeña fue acostumbrándose, de a pocos, a convivir con su duelo y las sorpresas de la gran villa.
Oyó sobre los horrores de aquel primer ataque de los normandos en Fornelos en los cuchicheos de los hornos de pan, y se enteró de cómo el anterior obispo Sisnando había encontrado la muerte de forma terrible. Así aprendió a sentirse reconfortada ante la visión de las empalizadas que rodeaban la ciudad, y a temer a los hombres de la soldadesca o a los enviados de la corte leonesa que, con sus espadas, sus arcos y sus grandes caballos de batalla, le recordaban el pavor de la guerra. Siempre que uno de aquellos heraldos de la violencia aparecía por el obispado, ella escapaba a las cocinas o los establos, especialmente a los establos, donde casi siempre podía prodigarse en caricias y juegos con algún ternero o potrillo de grandes ojos dulces.
Los hombres de armas eran para ella mensajeros de horribles presagios y portadores de estampas del dolor de su pasado. Nunca llegó a entender por qué sus mayores buscaban la guerra cuando no traía más que muerte y dolor.
Solo muchos años después pudo saber que sus miedos y recelos de la soldadesca le habían privado de la oportunidad de reencontrarse con su hermano. Pues hubo un día en que un infanzón de León, de nombre Gutier, según le contó uno de lo yegüerizos, trajo mensaje del conde Gonzalo Sánchez de Sarracín; al parecer, las fuerzas cristianas habían llegado por fin a un acuerdo para echar por siempre a los normandos, pero ella, como siempre que los hombres de la guerra se acercaban al obispado, prefirió escabullirse y abandonar su curiosidad para poder olvidar también sus penas.
Las noticias de la lucha y la política le llegaban siempre de segunda o tercera mano, y si podía evitarlas, lo hacía. Ella prefería refugiarse en los oficios divinos, o escuchar de boca del propio obispo la vida de Santiago el Mayor, que había llegado desde Tierra Santa hasta Galicia para predicar la palabra del Señor. Del resultado de la batalla de Adóbrica y de la huida de los nórdicos se enteró al regreso de Rosendo, y no por gusto, sino porque a su alrededor nadie sabía hablar de otra cosa.
Viviendo al cargo del obispo, su camino pareció marcado desde el principio. El ambiente piadoso y las enseñanzas del prelado y los suyos le sirvieron para refugiarse de su dolor, y ella aceptó con gozo la paz de esos rezos y preces que la rodeaban. La niña creció y encontró un consuelo familiar y reconfortante en la fe. Dios la llamaba a su rebaño e Ilduara, a la que ya no le quedaba nada ni nadie, abrazó gustosa la cita.
La noticia de la vocación de la pequeña fue una alegría para Rosendo. Más aún que recuperar para el culto los templos que los nórdicos habían arrasado o volver a ver a su rebaño libre del yugo de aquellos paganos, pues desde aquel primer encuentro salvador de camino a Curtis, la niña se había convertido en la familia que sus votos le impedían tener.
Intentando complacer a doña Elvira, el obispo llevaba tiempo enviando a cuantas jóvenes llamaba el Señor a su seno hasta el monasterio de San Pelayo de León, que había sido un lugar santo en el que la regente vistiera los hábitos, templo fundado por el mismo Sancho el Craso para albergar las reliquias del niño mártir Pelayo, que muriera a manos de los mahometanos en Córdoba. Y ahora que Ilduara deseaba ingresar como novicia, Rosendo supo al instante adónde la enviaría y con quién.
Gutier se había sentido agradecido desde el primer momento. Y aunque sus obligaciones no le dieron descanso, las sobrellevó con gusto, pues el trabajo siempre fue honrado y honorable.
El obispo Rosendo pareció encantado de hacer borrón y cuenta nueva, y ya en los primeros meses, justo tras regresar de Caaveiro, el infanzón fue tres veces a León, un par a Oviedo y hubo de volver a Lara para enviar recado del obispo al todopoderoso Fernán González. Pasaba sus días en el camino, palmeando el cuello del obediente Zabazoque y encontrando la paz de la soledad que había descubierto en sus tiempos de novicio. Además, gracias a su continuo ir y venir, había ocasiones en las que podía tomarse una tarde de asueto en la que compartir una agradable charla y una jarra de vino con su amigo Jesse. Gutier sabía que en Monforte siempre podía encontrar una sonrisa cálida, una lumbre en la que calentar los huesos y una ración de heno sin gorgojos para Zabazoque. Lo único que lamentaba de sus visitas al hebreo era constatar el violento deterioro de su amigo, al que las penas y el dolor no solo habían cuarteado el alma, sino también el cuerpo. Y Gutier intentaba siempre consolarlo recordándole que al menos había recuperado al joven Mirdin, que había vuelto sano y salvo de su expedición de comercio por la Ruta de la Plata. Pero igualmente el pobre Jesse semejaba haber cumplido en unos pocos años todos los que le habían sido reservados, y su tez pálida y sus manos traslúcidas parecían querer anunciar que vivía de prestado.
Aparte de la de Jesse, Gutier también conservó la amistad del lobo del muchacho. Al principio, más por obligación que por deseo, pues ningún otro parecía dispuesto a adoptar al corpulento animal. Además, Furco se había mantenido con las orejas gachas y el mal humor presto a enseñar los dientes. Sin embargo, para sorpresa del infanzón, con el tiempo, hombre y animal llegaron a un acuerdo plagado de silencio en el que los dos se hicieron gruñones solitarios que solo sabían vivir si estaban cerca el uno del otro. En ocasiones, en mitad del camino, sin más techo que el cielo estrellado ni más compañía que las llamas de la hoguera, le gustaba hablarle al lobo del chico. Y el animal parecía capaz de contestarle cuando Gutier le preguntaba si recordaba cómo Assur había hecho tal o cual cosa. Y a veces, incluso se permitía soñar, imaginando que el crío había sido capaz de abrirse camino en las duras tierras del norte. Nunca perdió la fe.
El obispo Rosendo le había dado la oportunidad de redimirse sirviendo a la Iglesia y olvidando las inquinas del conde Gonzalo Sánchez. Y Gutier, aunque satisfecho por el nuevo rumbo con el que navegaba su vida, seguía sintiendo una cierta melancolía. No podía dejar de recordar aquellas agradables tardes de
scriptorium
en San Justo de Ardón. En los últimos meses incluso se había atrevido a sugerírselo al mismísimo obispo. Pero Rosendo parecía tener siempre para él alguna tarea que requería su atención, evitándole el retiro que tanto ansiaba.
El reino seguía viviendo tiempos confusos. Haberse librado de los normandos no había significado la paz duradera y estable que Rosendo y el propio Gutier hubieran deseado. El rey niño había crecido, pero la regente tenía que seguir al mando de nobles díscolos que trababan alianzas peligrosas; el todopoderoso conde de Lara continuaba empeñado en subir al trono a su nieto Bermudo. Y la continua amenaza de los sarracenos desde los valles del sur, empecinados en dominar la totalidad de la península ibérica, obligaba a las mesnadas a mantenerse prestas.
Por su parte, el obispo Rosendo, imbuido de su epifanía particular, se obstinó en reconstruir Galicia destinando fondos y bríos a lugares tan distintos como Chantada, Monforte o Curtis. De hecho, para el caso del templo dedicado a Santa Olalla, Rosendo encontró hueco en el perdón concedido a Gutier para indultar también al abad Pedro de Mezonzo, antiguo soporte de su enemigo Sisnando, y dedicó ímprobos esfuerzos para que los templos de Curtis y del cercano monasterio de Sobrado pudieran recobrar el esplendor que los ataques normandos habían agostado.
Pocos veranos después de la derrota de los nórdicos en Adóbrica, la compleja situación encontró un tranquilo hueco, justo en el momento en el que Gutier regresaba de entregar al noble Martín Placentiz un poder para asumir el mando del condado de Présaras.