Assur (80 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

—¡Laus Deo!
—exclamó aquel orondo religioso haciendo que la escasa corona de ralos cabellos oscuros que tenía se agitase en torno a un curioso sombrerete de color morado que intrigó a Ilduara.

Eran ocho y solo tres parecieron capaces de mantener la calma: el jinete de extravagante bonete y los dos frailes que guiaban a los asnos, que desprendían un aire marcial. De entre los demás destacaba un amanerado curita, magro como un tallo, que cambiaba los pies con gestos nerviosos que le recordaron a Ilduara los miedos de Berrondo.

Los normandos cruzaron palabras secas y la niña vio como se abrían en formación, preparados para atacar; instintivamente arrugó los párpados entrecerrando los ojos.

—¿Estáis bien? —preguntó el jinete alzando la voz al tiempo que luchaba con las riendas para domeñar a su impetuosa montura.

Al principio Ilduara no se dio cuenta de que ella y Berrondo eran los aludidos. Escuchar su propio idioma después de un día entero con los normandos se le hizo extraño. Cuando al fin reaccionó, solo pudo asentir.

—¡Ayudadnos! ¡Ayudadnos! —gritó el hijo del sayón a tiempo para recibir un fuerte puñetazo que lo dejó despatarrado y gimiendo.

Ilduara se encontró la furibunda mirada del nórdico que había golpeado a Berrondo. El normando constataba la amenaza implícita de que algo similar le sucedería si hacía una tontería como la del hijo del sayón.

El enorme nórdico que actuaba como líder gruñó unas cuantas órdenes y los suyos avanzaron hacia los religiosos.

Entonces Ilduara vio algo aún más sorprendente que las ostentosas ropas de aquel jinete. Los dos fornidos frailes que guiaban a los asnos del carretón abrieron sus sayos y cada uno sacó una daga que resplandeció al sol de la mañana.

—¡Quietos! Haya paz, por el amor de Dios. Ya se ha derramado sangre de sobra —dijo el grueso jinete negando con la cabeza.

Y a continuación aquel curioso personaje se quitó el gran crucifijo que pendía de su grueso cuello y lo lanzó con disgusto hacia el greñudo normando.

—Basta ya de muertes, tomad lo que queráis y dejadnos seguir nuestro camino… Y liberad a los niños —ordenó señalando a los dos pequeños.

En su voz se notaba la autoridad del que está acostumbrado al mando.

El cabecilla de los normandos atrapó el crucifijo con soltura y lo examinó con cuidado. Luego, sopesando la joya en su palma, miró a sus hombres y dijo algo rudo ante lo que rieron. Cuando volvió a mirar hacia el jinete, señaló a su vez el carro levantando con su otra mano el hacha.

Ilduara, que temía albergar esperanzas fútiles, supuso que el normando estaba dispuesto a aceptar el pago, pero que quería más. A fin de cuentas, podían limitarse a recurrir a la fuerza y asaltar a aquellos religiosos sin más contemplaciones.

En el carro había unos cuantos barriles y un par de arcones. E Ilduara se preguntó cuál sería su contenido.

Los dos frailes de aspecto más rudo asentaron los pies y, para asombro de la pequeña, alzaron sus puñales y parecieron prepararse para contrarrestar la avariciosa cometida que prometían las dudas de los normandos. Sin embargo, el jinete asintió de mala gana mirando al líder de los nórdicos y volvió a señalar a los niños.

—Coged lo que deseéis… —dijo resignado a perder su carga con tal de salvar a los críos y evitar un enfrentamiento.

Entonces dio órdenes secas a los que parecían sus subalternos para que se apartasen del carro.

El nórdico al mando, mirando a aquellos fornidos frailes de rostro adusto, pareció dudar. Finalmente, bramó algo, y el que estaba al cargo de Ilduara y Berrondo se volvió hacia los críos sacando un puñal que llevaba sujeto al cinturón que aseguraba su cota de malla.

Ilduara vio aquel rostro anodino y temió que su vida fuese a acabar en ese mismo momento. Sin embargo, aunque el nórdico acercó el puñal hasta su pecho, solo lo usó para cortar las ligaduras de sus muñecas.

La niña no supo cómo reaccionar, se quedó estupefacta, quieta.

—Venid aquí, hijos míos, venid —dijo el jinete.

Berrondo salió corriendo en cuanto cortaron sus ataduras, pero Ilduara procuró mantener la dignidad. Ella echó a andar con la cabeza alta y pasos calmos.

—Dejad que esos descreídos paganos tomen lo que quieran —dijo el jinete cuando ambos niños llegaron hasta él a la vez que hacía aspavientos con la mano que no sujetaba las riendas.

Los monjes, con evidente resignación, se apartaron del carro obedientemente y el sacerdote descabalgó.

Mientras los normandos montaban una buena algarabía al descubrir el vino de los barriles, el grueso religioso se acercó a los niños con ojos brillantes.

—Bien hallados, pequeños —dijo con ternura—, soy el obispo Rosendo Gutiérrez, de Compostela.

—Mi padre también se llamaba Gutier —dijo el obispo sorprendiendo al infanzón por lo inesperado de la frase.

Tras Rosendo pasaron unos monjes arrastrando el cuchicheo de su conversación y el siseo de los hábitos, trabado por el ritmo sincopado de las pisadas de sus sandalias. Y el de León aprovechó la mirada de reproche que les lanzó el prelado para guardar silencio, asombrado por aquellas primeras palabras.

Mientras los frailes se disculpaban por la algarabía, Gutier cambió de postura, ahogando un gemido por el dolor que le recorrió la pierna herida. El frufrú de las mantas del camastro hizo que Rosendo se volviese de nuevo hacia el infanzón, olvidándose de los ruidosos monjes.

—Era un buen hombre —continuó el obispo como si no hubiera pasado nada—, temeroso de Dios. Un buen cristiano.

Gutier miró al prelado inquisitivamente, sin atreverse a decir nada por miedo a resultar irrespetuoso. Luego, pensó aludir a su pasado en San Justo de Ardón, pero no estaba seguro de lo que pretendía el obispo. Así que calló y observó, recordando al severo adjutor del monasterio leonés con el que había pasado sus años de novicio.

Rosendo se palmeó el pecho como buscando algo y, cuando no encontró otra cosa que sus botones forrados de morado, negó suavemente con la cabeza y sonrió haciendo que su papada cabriolease.

—Habéis recuperado el tributo, ¿verdad?

Gutier tomó aire antes de responder.

—Sí, así es, lo hemos traído hasta aquí, los monjes ya se han hecho cargo de él —habló por primera vez el infanzón, contento de responder a una pregunta concreta.

—Bien, bien… ¿Y los prisioneros?

—No estoy seguro, dejé al cargo a un infanzón de nombre Froilo, ni siquiera sé cuántos son… Algo más de un ciento…

—Bueno hijo —intercedió el prelado pensativamente—, pues ya recibiremos mandado de doña Elvira…

Gutier no consideró prudente apuntillar que, aun siendo un secreto a voces, hubiera sido más lógico hablar de la decisión del rey niño Ramiro que granjearle sin más el mérito a la regente.

El obispo pareció meditar unos instantes, quizá dándose cuenta del desliz y arrepintiéndose, con la mirada perdida entre los sillares del dormitorio común del cenobio. Y el infanzón lo dejó recogerse en sus pensamientos.

Las fuertes piedras aguantaban el envigado de anchos maderos de roble de la techumbre. Y, sabiendo como sabía el obispo que el monasterio estaba ahorcado en un empinado risco que había obligado a los canteros a adosar enormes contrafuertes lombardos que pendían del barranco como las raíces de un árbol, Rosendo pensó en la bondad infinita de Dios, que había permitido a sus humildes siervos construir aquel templo, sostenido de milagro en las alturas por la Providencia divina.

El infanzón también tuvo tiempo de recapitular. Tras el infructuoso intento de recuperar a Assur, Gutier había hecho de tripas corazón y, antes incluso de dejarse llevar por sus preocupaciones, decidió acercarse hasta Caaveiro para devolver el tributo a manos del obispo. Y cuando había pensado en regresar al campamento del conde Gonzalo en la ría, los benditos monjes del claustro se lo habían impedido. Sus heridas se habían abierto, y a pesar del enorme lobo que los miraba a todos con suspicacia, lo habían obligado a quedarse con ellos para ser atendido.

A la mañana siguiente el mismo obispo Rosendo se había acercado al convaleciente infanzón a pedir nuevas. Y ahora estaban ambos allí, en la amplia cámara empedrada donde los frailes pasaban sus noches.

—¿Y el muchacho? —preguntó el obispo señalando a Furco, que no se había separado del lecho de Gutier.

El infanzón, incómodo, se incorporó cuidando la postura para evitar los dolores. El lobo alzó su cabezota y lo miró con ojos tristes.

—Capturado por los normandos —dijo con pesadumbre al tiempo que acariciaba a Furco entre las orejas sin conseguir que el animal reaccionase—, estará rumbo al Norte, convertido en esclavo.

El obispo volvió a hacer amago de buscarse el crucifijo que le faltaba antes de hablar.

Y Gutier, con aquel gesto de Rosendo que buscaba la ayuda de la Santa Cruz, recordó las palabras oídas tanto tiempo atrás en aquella huerta arrasada de Outeiro y se atrevió a pedirle un favor en nombre de Assur al prelado.

—¿Padre?

Rosendo, pensativo, miró al infanzón.

—Ese muchacho… Hay algo que me gustaría hacer por él, sus padres también murieron a manos de los norteños…

—¡Hemos perdido a tantos…! ¡Demasiados! —interrumpió el obispo con aire pesaroso—. Demasiadas almas… ¿Y el cómite? —preguntó como acordándose de pronto.

El infanzón se vio obligado a dejar de lado su petición.

—Muerto —contestó Gutier con el tono y gesto propios del poco desasosiego que le producía la noticia.

El obispo miró con intensidad al infanzón, reclutando los sentimientos que los ojos de Gutier traslucían.

—Hijo mío, hasta el más malvado de los hombres es digno del perdón divino, no lo olvides.

Gutier dudó. Sabía que el obispo hablaba con la razón de su parte, pero, en el caso del cínico Gonzalo Sánchez, al infanzón le costaba creer que la piedad del Señor fuese capaz de abarcar tanta miseria.

—Entiendo que los hombres que envié a guardar el tributo también han sido llamados a descubrir el reino de los cielos…

Y ahora el infanzón asintió, recordando la añagaza de la orilla norte de Adóbrica y la parte que los hombres que él mismo había elegido habían desempeñado.

—¡Qué pena! Dios los acoja en su Gloria. Eran también buenos siervos del Señor, almas que la guerra contra el moro descarrió, pero que supieron encontrar el amor de Dios en su corazón a tiempo para arrepentirse…

Las palabras del obispo calaron profundamente en el infanzón.

Gutier sintió un arrebato que no pudo refrenar. La pírrica victoria le había traído pérdidas irrecuperables y su pasado llamaba a las puertas del presente ansioso por librar el zaguán de su conciencia.

—Padre, le ruego acoja mi confesión…

Los penetrantes ojos del obispo miraron con intensidad al infanzón. Aquella era una petición que parecía implicar desasosiegos con los que Rosendo no estaba seguro de querer cargar.

—Habla, hijo, habla… —dijo con familiaridad anteponiendo el buen oficio.

Y Gutier le contó el peso de su resignación obligada por las tristes circunstancias de su familia. Le explicó su paso a hombre de armas con la pena de abandonar su vocación temprana, y le habló de su decepción al descubrir el terrible heredero sin escrúpulos que el conde Sancho había engendrado para vestir su título.

Escondiendo el rostro en el pecho y buscando la cabeza de Furco para compartir la culpa con un compañero, Gutier confesó sus implicaciones en el envenenamiento del rey Craso y los sucios juegos en los que participó para apoyar al contrario del propio Rosendo a la cátedra de Compostela; único momento en el que el obispo torció el gesto, recordando al infame Sisnando.

Al final, mientras la mañana se deslizaba calentando los gruesos muros del monasterio, el infanzón le habló de la traición del Boca Podrida y de cómo habían muerto los hombres del obispo sin que él mismo o ningún otro de las mesnadas del conde hubiera tenido el valor de oponerse a lo que sabían no debía hacerse.

Rosendo no pareció sorprendido, y constatarlo hizo el recuerdo de los hechos aún más doloroso para Gutier.

—Hijo, los caminos del Señor son, ciertamente, tortuosos e indescifrables, pero bien es sabido que si la contrición es sincera, el alma puede volver al rebaño…

›Pero agua pasada no mueve molino. A veces en maitines hay que pensar en los salmos de laudes… Ahora que esos paganos han sido expulsados, hay mucho que hacer, y en eso debemos centrar nuestros esfuerzos. Y gracias a ello puedes encontrar la redención que buscas… Porque, hijo, creo que tú no necesitas mi perdón, sino el tuyo propio…

Y el obispo calló colgando en su rostro una sonrisa beatífica.

Gutier habría preferido obtener una fórmula más explícita que solazase su alma, pero tuvo que reconocerse que Rosendo tenía razón. Él necesitaba algo distinto al sacramento de penitencia.

—Muchos se han quedado sin nada —siguió hablando el obispo sin darle importancia a lo que acababa de decir—, y hay muchos otros que no tienen otro consuelo que la fe. Debemos reconstruir lo que esos descreídos han arrasado, y debemos ocuparnos de que el hambre y las miasmas no hagan presa en nuestras gentes. Hay mucho que hacer, mucho… Y puede que encontréis en esas labores el primer peldaño de la escalera que debéis subir, porque, hijo mío, para llegar al último escalón solo hay una cosa segura, hay que subir el primero antes…

Las últimas palabras del obispo estuvieron tintadas por un regusto enigmático que el infanzón no supo interpretar.

—Al poco de regresar al obispado de Compostela —continuó Rosendo lanzando una seria mirada de reconvención a Gutier en la que, sin palabras, ambos recordaron que había sido la intervención del infanzón, a expensas de los tejemanejes de los nobles, la que lo había privado de su dignidad en primer lugar—, fui presa del pecado del orgullo, del orgullo y también de la impaciencia. —El infanzón dudaba sobre el destino del discurso del prelado, pero escuchó en silencio—. Había tanto que hacer… Y yo quise hacerlo todo de una vez… Llené mi diócesis de reformas, impuse nuevas devociones, y quise arreglar los desaguisados de los normandos, todo de un plumazo —aclaró con un gesto expedito de su mano rechoncha—. ¡Todo a la vez! Atendiendo más frentes de los que podía abarcar, partí hacia Curtis en cuanto recibí la noticia de que Santa Olalla había sido saqueada. —Gutier recordó su conversación con el apestoso Gelmiro—. Pensaba que en un par de días podía hacer que el templo recobrase los oficios e incluso expulsar a los normandos si me los topaba. Pero el Señor supo poner freno a mi soberbia…

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