Gunrød obvió los refuerzos cristianos y caminó hacia el muchacho.
—Ek mun rísta á þik bló
orn ok rífa lungu þín út um baki
… —amenazó el
jarl
con una expresión macabra en su rostro deforme, muchos se hubieran arredrado y habrían salido corriendo, pero Assur dejó el arco y desenfundó la daga, ni siquiera la horrible muerte que había sufrido Sisnando podía amedrentarlo.
Gutier vio con preocupación como el muchacho parecía dispuesto a enfrentarse él solo al
jarl
normando, pero ahora tenía que atender otros asuntos. Uno de aquellos nórdicos, estirado como si durmiese colgado de los pies cada noche, acababa de atravesarle el pecho a Vitiza, el caballero de antepasados godos que, por fresco y hábil con la espada, había elegido para acompañarlo. No le quedaba otra opción, el crío tendría que apañárselas por su cuenta mientras él despachaba al otro.
Assur no quería, bajo ningún concepto, que Furco interviniese en lo que se avecinaba, y lo mandó alejarse.
—Allí, quédate allí, junto al tocón —le dijo con rostro severo al lobo al tiempo que señalaba lo que una tormenta había dejado de un abeto.
Furco obedeció, reculando y sin dejar de mirar al
jarl
mientras le mostraba sus grandes colmillos, era obvio que se sentía tentado a desobedecer.
Gunrød sonrió ante el gesto de valentía del joven cristiano, que parecía dispuesto a resolver sus asuntos sin la ayuda del fiero animal. Pero no pensó por ello concederle clemencia alguna, el impertinente atrevimiento al que había osado aquel crío, escapándose de uno de los señores del norte, debía castigarse sin merced o piedad.
El
jarl
hizo girar su espada moviendo el arriaz con la muñeca, eran gestos sueltos, de los que se heredan de la práctica, y aceleró su andar abalanzándose sobre el muchacho mientras este oscilaba de un lado a otro con pasos ágiles, intentando no resultar un objetivo fácil. Assur se movía con eficiencia, cruzando los pies y sosteniendo el puñal como le habían enseñado, equilibrando el mango con la palma hacia arriba y apretando suavemente, sin que la tensión le contrajese la mano. Sabía que tenía pocas oportunidades, pero no pensaba ponérselo fácil; vio que Gutier se enzarzaba con el larguirucho y supo que tendría que arreglárselas solo.
Furco, mal sentado y alternando las manos para apoyarse con gestos nerviosos, gañía debatiéndose entre la obediencia y la furia, obviamente, deseando lanzarse contra el normando y abrirle el pescuezo a dentelladas.
Gutier fue descuidado, estaba demasiado pendiente del muchacho. En una rápida sucesión de lances desatendió la guardia lo suficiente como para que su oponente encontrase la falla y le propinase un buen codazo en las costillas al que, tras girarse, siguió un envite que estuvo a punto de cortarle el brazo y que, por los reflejos del infanzón, terminó únicamente en un tajo sangrante. Herido, trastabilló apartándose de la lucha al tiempo que cambiaba de mano su propia espada, no tuvo tiempo de reaccionar y recibió un nuevo corte en su ya maltratada pierna. Se daba ya por muerto, sin más esperanza que la de ser recibido en el Reino de los Cielos si es que el buen Dios podía perdonar los pecados a los que le había arrastrado la guerra. Y lamentó su desliz y el resultado con el que se zanjaría el combate, no por su orgullo o por sus ansias de vencer al normando, sino, más que nada, una vez más, por el muchacho.
Gutier respiró hondo, le lanzó una plegaria al Señor rogándole que cuidara del chico y cerró los ojos dispuesto a morir.
Lo siguiente que oyó fue un estrambótico gorjeo que no logró identificar. Pasó una eternidad que no comprendió y, cansado de esperar su propio descabello, abrió los párpados. Cuando sus ojos se centraron vio que la punta de una espada sobresalía de la garganta del normando, tensándole la piel en las comisuras de la herida, por donde los filos del arma habían abierto la carne. La hoja se retiró con un sordo sonido acuoso y, después de que las pupilas se le nublasen, el hombre se derrumbó, recordándole por su exagerada altura a la caída de un gran árbol talado.
Era Weland el que empuñaba la espada.
—Ya sabía yo que no podía dejaros a solas —bramó el nórdico con tono jovial—. Sois dos frágiles damas, necesitáis a un caballero que os valga.
Gutier no se sentía con ánimos como para seguir las chanzas del normando, aunque agradeció su buen humor.
—El muchacho, ¡ve por el muchacho! —le dijo el infanzón arreglándose como podía para componer unos improvisados vendajes en sus heridas.
Weland asintió haciendo que su barba se agitase y que su cota de malla tintinease. Se marchó antes de que Gutier pudiese incorporarse.
Assur estaba demasiado ocupado esquivando los mandobles de Gunrød como para darse cuenta de que Weland se acercaba. El muchacho sabía que no podría aguantar mucho más los envites del
jarl
, sin embargo, se defendía con gallardía, fintando y moviéndose con rapidez para evitar ser ensartado y esperando su oportunidad de usar el puñal como si fuese un aguijón afilado. Buscaba los puntos más sensibles y letales.
Gunrød se estaba hartando de aquel juego del gato y el ratón con el mocoso, en un principio no apretó demasiado, disfrutando de la caza en sí, pero ya solo podía pensar en despacharlo. Pero el muchacho apuntaba maneras y, desde su último encuentro, había crecido notablemente, sus hombros se habían ensanchado y su cuerpo anunciaba a un hombre corpulento que sería motivo de orgullo incluso en las tierras del norte; era un rival digno, pero el
jarl
sabía lo que debía hacer, a fin de cuentas, no era más que un crío. Lo había visto reaccionar bien al amago de hombros y anticiparse a sus movimientos, de modo que pensó engañarlo. Giró un poco sobre sí mismo, anticipando la reacción del lobo una vez matase al crío, no quería que el animal le saltase por la espalda; luego movió sus pies hasta colocarse de costado y, haciendo el conato de levantar la espada para descargarla con el sesgo contrario, consiguió que el muchacho se preparase para evitar la caída del filo, lo que le sirvió para, con la mano izquierda, propinarle un brutal puñetazo al chiquillo que lo tumbó de espaldas y lo dejó a su merced.
Assur se sintió defraudado consigo mismo al haber caído en la trampa, el giro de la cadera y el cambio de pie lo habían llevado a pensar que tenía que apartarse de un peligroso movimiento de espada y, sin embargo, el
jarl
lo había cogido desprevenido con un fantástico puñetazo. Ya sentía como la cara se le empezaba a entumecer, y podía notar un terrible dolor en toda la mejilla y el arco de los pómulos. Además, al caer se había hecho daño en ambos codos y, sin remedio alguno, la daga se había escapado de su mano con el impacto, que lo había obligado a abrir los dedos. Falto de ideas y de recursos, pensaba ya en recurrir a Furco cuando oyó una voz familiar.
—¡En el suelo, muchacho! ¡Quédate en el suelo!
Era Weland, que ya cruzaba su espada con la del
jarl
.
Se trataba de dos hombres curtidos, acostumbrados a la batalla y habilidosos con las armas. Con la corpulencia de ambos, cada vez que los hierros chocaban producían estruendos que resonaban por todo el bosque como campanadas.
Assur se apoyó en uno de sus doloridos codos y vio que Furco corría hacia él con una expresión casi humana de preocupación. A lo lejos, Gutier se recomponía y se acercaba a la pelea, cojeaba ostensiblemente y se sujetaba el brazo herido con la mano contraria; avanzaba con lentitud.
Los dos normandos giraban sobre sí mismos.
—
Fyrst sveikstu þá er þik vernduðu um árabil, nú svíkr þú þitt eigit kyn ok ertu engu skárri en skítr úr geitarrassi
.
Assur, entre los lametones de Furco, dudó de lo que había oído. Su nórdico era muy deficiente, pero le había parecido escuchar claramente una referencia a la traición. Sin embargo, no fueron esas palabras de Gunrød a medio entender las que le revelaron la verdad. Fueron los ojos de Weland.
El Errante no pudo evitarlo, cuando el
jarl
le echó en cara su cambio de idea, miró al muchacho. Assur lo había adivinado, estaba seguro.
Gutier no se dio cuenta, solo vio que su amigo perdía la concentración un instante.
Assur no quiso creer lo que su razón le decía que debía creer. Pero algunas piezas empezaban a encajar; recordó los viajes del herrero, aquella noche en la taberna. No quiso creerlo.
Gunrød aprovechó la oportunidad y Weland no tuvo tiempo de hacerse a un lado. La espada del
jarl
se clavó en el hombro de su compatriota, solo la cota de malla salvó a Weland de una muerte inmediata.
El señor del norte pagó caro el pecado del orgullo, su loriga de cuero no pudo soportar la acometida de los formidables brazos de Weland, la espada le entró en el vientre lo suficiente como para que se doblara sobre sí mismo con gesto contraído, con el movimiento su propia hoja chirrió en los aros de metal de la protección de Weland, profundizando la herida y condenando al Errante a dejar atrás su pasado de nómada sin patria.
Cayeron de rodillas a un tiempo, pero, mientras Weland perdía el arma, trabada en las entrañas de
jarl
, la nueva posición le sirvió a Gunrød para que su hoja se liberase, quedando en disposición de dar un último mandoble al cuello del Errante.
—
Svikari
!
El chico lo entendió con toda claridad. «Traidor.»
Assur fue rápido. La daga entró en la nuca del
jarl
y el muchacho la revolvió con toda la saña de la que fue capaz, hasta cortar el espinazo; Gunrød se desplomó sin más, ya muerto.
Gutier apuraba su paso cuanto podía, temiendo lo peor.
Furco gruñía rodeando el cadáver del
jarl,
y Assur, con sentimientos encontrados, inseguro, luchó con el rechazo que sentía y se acercó al que había sido su ejemplo. Al hombre que había aprendido a querer y respetar.
Weland se apoyaba precariamente, dejándose ya caer mientras sentía como su vida se escapaba a borbotones calientes desde su cuello.
—Por favor… —balbució el nórdico cuando el chico le tendió sus manos—. Por… por favor…, no se lo digas a él…
Gutier se acercaba gritando el nombre de su amigo y Assur comprendió, pero no dijo nada.
—Lo… lo siento…
Assur apretó entre las suyas una de las manos de Weland.
—No se lo digas…
El muchacho se dio cuenta de que no podía negarle aquel último favor y asintió consiguiendo que Weland sonriera con evidente sinceridad, a pesar del dolor que le contorsionaba el rostro.
Gutier ya llegaba y Assur volvió a asentir.
—Weland, ¡aguantad! Saldréis de esta… Muchacho, ¡ve a buscar al hebreo!
El nórdico ya no conseguía centrar su mente, empezaba a recordar imágenes de su infancia que creía olvidadas, allá en los mares del norte, pero sabía muy bien que el médico judío no podría hacer nada.
—N… no… Mi espada…
Gutier ya estaba allí, agachado al lado de su amigo.
—Mi espada…
Assur entendió lo que Weland quería, solo los guerreros de verdad, los que compartirían los grandes banquetes, los que tendrían el favor de los dioses, morían con honor en la batalla, con su espada en las manos y, dejando a los adultos decirse lo poco que les quedaba por decir, se apresuró a sacar la espada de su mentor del cuerpo sin vida del
jarl
.
Weland el Errante iba a morir muy lejos de su tierra, y si las glorias y la fama de la fortuna no le llegaron para con los suyos, sí lo hicieron entre aquellos cristianos que lo habían recibido en la rica tierra de Jacobsland. Sus últimas palabras fueron para el muchacho.
—Los esclavos… esclavos… —balbució entre jadeos—, están en Crunia…
Y Assur supo que nunca jamás le diría a nadie que había descubierto la traición de un hombre en el que había depositado su confianza, sabía que nada podía ganar ensuciando su memoria, y también sabía que le debía la vida.
La tarde decaía y el hombre y el niño compartieron el dolor de perder a un amigo.
El día de San Lorenzo anunciaba su fin dejando que el sol se tumbase sobre las copas de los árboles en el cabo de punta Coitelada, algunas nubes llegaban del oeste, anunciando lluvia y mal tiempo para los días siguientes, el verano, de pronto, empezaba a hacer sitio para el otoño.
Jesse, al que Assur había ido a buscar y en el que era evidente que pesaba la noticia de la muerte de Weland, suturaba las heridas de Gutier tras haberlas enjugado en vino y el infanzón, aunque contraía de vez en cuando los labios, no protestaba; miraba hacia los navíos negros que, todavía indemnes, permanecían fondeados fuera del alcance de los arcos hispanos.
Assur, acariciando la cinta que llevaba atada en la muñeca, no dejaba de pensar en las últimas palabras de Weland, estaba deseando que aquella maldita lucha se decidiese, quería marchar a Crunia y rescatar a los cautivos, quería encontrar a Ilduara y a Sebastián, quería recuperar esa parte de su vida.
—Somos dos mirlos tirando de la misma lombriz —dijo Gutier pensativo.
Froilo, que, junto a unos pocos, había logrado sobrevivir por pura providencia al ataque de distracción que habían ideado horas antes, esperaba el turno para ser remendado por el médico y dio su opinión:
—No se atreverán a acercar los barcos para recoger a los que quedan en la playa, saben muy bien que se arriesgan a perderlos.
—Es cierto, pero tampoco creo que abandonen a sus hombres aquí. Y si los que hay a bordo desembarcan…, entonces estaremos en un grave aprieto…
A Gutier le asistía la razón, la situación era compleja: los efectivos normandos seguían siendo superiores y, aunque solo les quedaba algo más de una docena de sus navíos, si sus tripulaciones echaban pie a tierra, las mermadas fuerzas cristianas poco podrían hacer contra todos ellos unidos. La defensa de los arqueros era crucial, era evidente que los nórdicos no podían arriesgarse a perder más barcos si querían garantizar su regreso a los dominios del norte, incluso contando con los navíos que, basándose en lo dicho por Weland, podían estar fondeados en la ría de Crunia.
—Pues no podéis quedaros así, mirándoos los unos a los otros con ojos suspicaces como maridos cornudos —declaró Jesse tirando del largo cabello que usaba como sutura para atar el último de los puntos de la pierna de Gutier.
Froilo rio con ganas, divertido por la ocurrencia del hebreo.