Aquella victoria conseguida desde la inferioridad no solo le valió a Sigurd su apodo, también le sirvió para granjearse el respeto y la fama ansiados.
En pocos años, Sigurd Barba de Hierro consiguió muchos más hombres y riquezas, y aumentó el radio de sus viajes llegando a comerciar incluso en las plazas de la suntuosa y espectacular Miklagard, la gran ciudad, el capricho de Constantino. Y tal llegó a ser su fama que pronto fue llamado a contratarse como mercenario al servicio del emperador para luchar incluso con sus propios compatriotas, que, atraídos por las riquezas de la antigua Bizancio, buscaban, como él, la gloria y el oro.
El devenir de las estaciones lo hizo leyenda, tras él quedaron conquistas y batallas que se convertirían en versos de los cantares que habrían de recitarse, y aunque la fama le dejó una rodilla maltrecha y le hizo perder los dedos menores de su mano izquierda, jamás se arrepintió del largo viaje emprendido; mas con el peso de los años la morriña creció y buscó regresar a los fríos del norte.
Muchos lo siguieron e, incluso a pesar de la edad, pronto se convirtió en el señor de un bello
fjord
en el que su palabra fue ley. Y navegando entre dos aguas, valido por la astucia enseñada por la experiencia, se mantuvo al margen de las disputas por el poder que reclamaron los hijos del rey Harald. Consiguió que su hacienda y sus gentes prosperasen, y fomentó el comercio con la díscola Nidaros, siempre al margen de las intrigas cortesanas, y ajena a la influencia de la Iglesia del crucificado, que empezaba a llegar desde el sur con oleadas en las que Sigurd intuía estúpidas confrontaciones y luchas sin sentido.
Intentando que tan bellos logros no se malograsen, Sigurd jamás centró todas sus actividades en las propias de sus dominios, se preocupaba por las cabañas de carneros, bueyes y renos, prestaba atención a la labranza y a las apariciones del salmón y, sobre todo, cuidaba el comercio. Siempre regido por la prudencia de los años, solo recurría a la violencia cuando los salmos de sus escaldos no parecían ser suficientes para recordarles a todos el valor y la gloria de su
jarl
; Sigurd se había vuelto comedido, pero no estaba dispuesto a permitir que la sublevación tuviese la oportunidad de germinar. Sin embargo, no podía evitar la fogosidad de los jóvenes y, cuando señores de otros
víks
acudían hasta él para reclamar hombres, siempre se mostró hospitalario y generoso, brindando a los ansiosos la posibilidad de unirse a esos
jarls
. Consciente de su propio pasado, incluso sonreía con orgullo ante el nerviosismo de los adolescentes que, como él había hecho, se marchaban en busca de gloria acompañando a los señores de la guerra que buscaban acólitos.
Solo puso pegas en una ocasión, cuando sus dos hijos mayores decidieron embarcarse para seguir a Gunrød el Berserker. Y no se trató de que fueran sus propios herederos, sino del hombre al que habían decidido seguir, era demasiado codicioso y ambicioso, y la edad había enseñado a Sigurd que la templanza era necesaria incluso en la guerra desatada. Pero no se opuso, los cachorros se habían convertido en perros de presa y él entendía bien sus ansias.
Ahora había visto sus temores confirmados, hasta él regresaba solo uno de sus hijos, Hardeknud. Había vuelto a casa trayendo los restos de los hombres que Gunrød había reunido, de algún modo se había hecho con el mando y aun a pesar del desastre evidente que había supuesto el intento de saqueo de Jacobsland, se presentaba allí como si su padre hubiese ya muerto, acarreando esclavos y un escaso botín para intentar imponerse como
jarl
de cuanto su mismísimo progenitor había conseguido con el solo pretexto de haber regresado con las migajas de aquella incursión.
A Sigurd le molestó que su hijo se presentase allí como un triunfador cuando en realidad era solo el mensajero de una derrota, y llegó a sentirse insultado cuando, apenas echado el pie a tierra, Hardeknud empezó a disponer que trasladasen al ganado para dejar libre el mayor de los corrales y acomodar allí a la recua de pobres desgraciados que mostraba orgulloso como parte más importante del botín.
Mientras las mujeres y los niños recibían las noticias de desconocidos y los corrillos de rumores se llenaban de preguntas, unos pocos afortunados, apenas un puñado de los que habían partido desde allí mismo, se reencontraban con sus familias. Otros querían disponer naves que los llevasen hasta sus propias tierras: Jaeder, Agdir, Vestfold y muchos otros lugares y aldeas, como Oseberg, Gokstad e incluso Balagard. Y ante la confusión, Sigurd se sintió obligado a imponerse, podía reconocerle a su hijo los méritos de haberse impuesto como líder de aquellos hombres, pero no iba a permitir que el brazo de su vástago se convirtiera en el trono de sus halcones con tanta facilidad.
Pesadamente, Sigurd Barba de Hierro caminó al encuentro de su hijo abriéndose paso entre las mujeres que lloriqueaban y los niños que miraban a los recién llegados buscando a sus padres. A medida que avanzaba, sus hombres más fieles se iban agrupando tras él, sin necesidad de que él los llamase, todos ellos sabían cuándo eran reclamados.
El redil de los esclavos se cerró al fin conteniendo a todos aquellos desgraciados de caras asustadas y anodinas que tantas veces había contemplado, y Sigurd vio con el rabillo del ojo el estrambótico danzar del gorro de lana roja del
godi
, el hechicero same curioseaba entre los prisioneros sin darle importancia a la lucha de poder que se avecinaba. Su hijo seguía gritando órdenes con una autoridad que no le había sido cedida en ningún momento y Sigurd temió las consecuencias de los posibles pactos que tendría que acordar con su cachorro si tenía que imponerse para evitar un derramamiento de sangre.
Los dos hermanos cuchicheaban en la esquina del redil, intentando compartir los cambios que sus vidas habían sufrido, averiguando cada uno las desventuras del otro. Sebastián confirmó los temores de Assur, no había visto a Ilduara y, de hecho, saber que la pequeña estaba también en manos de aquellos demonios del norte le supuso un duro golpe.
—A veces… a veces entraban en las bodegas y escogían a las mucha…
Assur apoyó la mano en el hombro de Sebastián sin darse cuenta de que lo estaba haciendo del mismo modo en que Gutier lo hubiera hecho.
—Lo sé, lo sé…
Assur acarició la cinta de lino que llevaba atada a la muñeca y echó de menos a Furco, le hubiera gustado tener a su lado al lobo para sentirse más seguro. No pensaba decírselo a Sebastián, sabía que debía mostrarse fuerte para que su hermano no se derrumbase, pero estaba asustado.
Ambos se prestaron consuelo mientras profundos silencios se intercalaban con espontáneas parrafadas en las que uno de los dos se desahogaba con la premura urgente de un condenado a muerte. Assur descubrió que Sebastián no había estado jamás en el campamento del Ulla; excepto algunas noches sueltas, había permanecido siempre embarcado en uno u otro navío. Y saber eso le sirvió a Assur para recordar algo que Jesse le había contado respecto a los marinos que navegaban hasta las aguas del bacalao, al norte de su Aquitania natal. No tenía a mano lo que necesitaba, pero, colándose entre los postes del corral, pendían las ramas de un escaramujo, coloridas con sus frutos de vivo rojo otoñal, y supuso que podrían servir.
—Aguarda un instante —le dijo a su hermano mientras se incorporaba.
Cuando se puso en pie, Assur consideró escapar, el vallado del redil era fácilmente franqueable, y resultaba evidente que los habían colocado allí provisionalmente, por lo que la oportunidad podía durar solo unos días, sin embargo, se dio cuenta de que aun suponiendo que Sebastián tuviera fuerzas para algo semejante, una vez libres, no sabría cómo regresar, no tendrían adónde ir. Tenía que ser paciente, tal y como le había enseñado Gutier, antes de tomar una decisión debía analizar la situación.
Pudo ver a un vejancón desdentado con la piel arrugada y esqueléticas piernas zambas que lo miraba entornando los ojos con una sonrisa codiciosa. Pero Assur se desentendió de la incomodidad que suponía ser observado tan inquisitivamente, como si no fuese más que una pieza de carne a la venta entre los cortes de un ternero en la plaza de abastos. Sabía muy bien que se había convertido en un esclavo, y estaba dispuesto a pasar por tal mientras no se le ocurriese un modo de sacar a su hermano de allí. Se hizo con unas cuantas frutas del arbusto y, tras abrirlas cuidadosamente y limpiar las semillas, obligó a su hermano a masticarlas lentamente.
—Come, lo necesitas, te ayudará a sanar…
A su espalda la discusión de los nórdicos parecía haber terminado, y Assur pudo ver cómo el joven, con evidente disgusto, renegaba nombrando a sus dioses y se dirigía al corral con aire decidido. El anciano encorvado que los había estado rondando se alejó renqueante como si el acercamiento del otro no presagiase nada bueno.
Hardeknud se sentía desairado y humillado, había esperado sacar provecho de la situación en la que se había visto inmerso. Ganarse la confianza de Gunrød había sido una tarea dura y llena de insatisfacciones, la ardua escalada en la jerarquía hasta hacerse cargo del mando del Ormen, el mejor y más rápido de los navíos cargueros, había estado llena de esfuerzos zalameros y dificultades que tuvieron que resolverse, en ocasiones con enfrentamientos directos y en otras con traiciones evidentes que acabaron con muertos degollados durante largos turnos de guardia. No había tenido escrúpulos. Y su contento ante la oportunidad que le había brindado el destino había sido, a su parecer, un merecido pago que estaba dispuesto a aprovechar. Su ilusión había crecido a medida que los
knerrir
ascendían hacia el norte por aguas cada vez más oscuras, de él había sido la idea de guiarlos hasta la hacienda de su padre; estaba casi seguro de que el magro botín sería bastante para alzarse con una cota de poder suficiente, hasta relevar al viejo, al que consideraba vencido por los años y el cansancio, blando y clemente, carente de la fuerza y el empuje necesarios para ser un
jarl
tan poderoso como el mismísimo Gunrød. Aunque él se creía más que capaz de igualar al Berserker, incluso de volver a intentar el asalto a Jacobsland. Pero todo se había torcido, estaba furioso; aun con el respaldo del botín traído, los hombres del
vík
habían seguido apoyando lealmente a su padre. Lo único que había conseguido de él era que admitiese sus derechos sobre la parte de los cautivos y la ración del botín que los supervivientes de la partida de Gunrød le permitiesen quedarse.
Y Hardeknud no estaba dispuesto a quedar como un pusilánime ante tantos observadores. Pensaba hacerse en aquel mismo instante con aquello que le correspondía, se dirigía al redil de esclavos y miraba buscando a los que parecían más valiosos. Les gritó a un par de los hombres de su
knörr,
que, siguiendo sus órdenes, apartaron a los cautivos que su patrón les iba diciendo, aquellos que parecían más sanos y fuertes.
Sigurd aceptó con resignación ese acto de rebeldía de su hijo, sabía que para aquel joven descarado hacerse notar había sido siempre una constante, incluso había hablado con su madre sobre ello, eso le hacía débil, un mal líder. Y lleno de un cansancio demasiado familiar, lamentó que fuese el otro hermano el que no había regresado, y dedicó un esperanzado pensamiento a la posible sucesión de sus hijos más pequeños, especialmente de Gorm, que pronto llegaría a la mayoría de edad y apuntaba maneras de un modo sorprendente. Por ahora, en cuanto a Hardeknud, sabía que, si además le negaba su parte del botín, corría el riesgo de un enfrentamiento directo que no deseaba.
Assur no tuvo tiempo más que para tirar de su hermano a la vez que lo arrastraban fuera del redil tras haber sido señalado por el más joven de los nórdicos que había visto discutiendo. Sebastián siguió a su hermano menor como pudo, dando traspiés y solo porque este le aferraba el brazo con una mano que parecía hecha de hierro.
Sigurd se acercaba pesadamente, esperaba que no hubiera más problemas. Pronto hubo cerca de una veintena de esclavos alineados ante el redil y aunque resultaba evidente que era una tajada demasiado suculenta del botín, nadie protestó, los pocos que conocían al viejo Barba de Hierro confiaban en su juicio, y los que no, la mayoría, estaban más preocupados con procurarse un modo de regresar a sus propios territorios o por granjearse la posibilidad de permanecer allí mismo. Algunos parecían ya dispuestos a pedir permiso a Sigurd.
Sebastián se componía del mejor modo que podía intentando mantenerse erguido gracias al apoyo que le proporcionaba el hombro de Assur.
Hardeknud se plantó delante de la fila de esclavos. Eran todos muchachos a excepción de una jovencita que parecía haberse mantenido más entera que otras pese a los rigores de la captura, el aislamiento y el viaje. Tenía un bonito rostro en el que unos grandes ojos castaños conservaban una inusual serenidad que destacaba entre la suciedad y el pelo desmadejado y mugriento; a Hardeknud le pareció un desafío y una buena excusa. En dos zancadas se plantó junto a la muchacha y se complació al ver la sombra de terror que demudó la expresión de ella. Con un gesto brusco la agarró del pelo y la lanzó hacia sus hombres arrancándole un chillido agudo de sorpresa.
Todos miraban sin intervenir y a Sigurd, que podía entender la lujuria como cualquier otro, no le gustó aquella demostración de su hijo, no era el momento, además, maltratar la mercancía siempre la depreciaba, no era aconsejable, pero se mantuvo en silencio incluso cuando los hombres de su hijo arrancaron los harapos de la muchacha al tiempo que gritaban obscenidades. Era bonita, con pechos jóvenes y firmes que apuntaban su adolescencia, y sus piernas largas y torneadas por el trabajo en el campo terminaban en un montículo abultado de vello ensortijado.
Hardeknud se desentendió pronto de la situación, había lanzado un hueso a sus perros, y ahora disfrutaba oyendo el jaleo que armaban: mientras uno de ellos protestaba enfurecido, reclamándola para sí únicamente, el resto, burlándose de su compañero, gritaba pidiendo turno.
Obviando la trifulca y pensando solo en cómo constatar el poder que tanto ansiaba, se fijó en los prisioneros. Quería únicamente a los que pudiesen alcanzar mejor precio, e iba a reclamarlos antes de que alguien se atreviese a cuestionar su autoridad. En la fila había un muchacho asustado y encogido que estaba claramente enfermo, no recordaba haberlo señalado, pero era evidente que no tenía valor, estaba roto por el cautiverio. Por un instante consideró devolverlo al redil, pero aquello podía ser entendido como un gesto demasiado magnánimo, débil, en exceso parecido a los de su propio padre y se limitó a desenfundar su espada.