Assur estuvo a punto de perder el control y saltar para defender a la joven. Aunque sabía que no era así, no podía dejar de imaginar a Ilduara en esa misma situación. Pero no tuvo tiempo para más consideraciones, pronto vio con horror como el nórdico más joven estudiaba a Sebastián con expresión de disgusto y tuvo otras cosas de las que preocuparse. Y aun sin poder prestarle tanta atención como le hubiera gustado, también vio con el rabillo del ojo que el viejo encorvado se acercaba al mayor de los nórdicos.
Sigurd comprendió enseguida que su hijo quería mostrarse como un hombre poderoso y severo, deseando imponerse, pero sin darse cuenta de que ningún hombre cabal seguiría a un líder que se dejaba arrastrar por su ira. No dijo nada cuando Hardeknud entregó la muchacha, aunque no le gustaba que se maltratase a la mercancía de ese modo, pero no pensaba permitir que descuartizase a uno de los cautivos; si las ganancias eran ya exiguas, aquello solo iba a mermarlas aún más, y no había necesidad.
Assur supo al instante lo que debía hacer y ni siquiera le dio tiempo a Sebastián para protestar.
Sigurd Barba de Hierro se había curtido en mil batallas y, como buen hijo de los hombres del Midgard, sabía apreciar el valor por encima de todo. Y aunque era evidente que algo especial unía a los dos chicos, el valor del más alto era digno de granjearle el permiso de Freya al gran salón de banquetes.
El osado muchacho se había interpuesto entre su espada y el otro esclavo y Hardeknud dudó. En los ojos azules de aquel cautivo había una furia contenida que lo arredró.
—Morirás —amenazó Assur haciendo un esfuerzo por emplear su vacilante nórdico con la firmeza suficiente como para que la advertencia calase.
Todos los que rondaban por allí se giraron, y el resto de los cautivos se apartó, temerosos todos ellos de que aquel que parecía ser uno más fuese en realidad uno de los demonios del norte. Los normandos que rodeaban a la muchacha hispana se detuvieron para mirar la escena, y a la chica le dio tiempo a escapar cubriendo sus vergüenzas con manos temblorosas; una robusta mujer de pelo negro le ofreció una capa con la que cubrirse y la animó con palabras suaves.
Sigurd dejó que la sorpresa le dibujase el rostro con una sonrisa cínica.
Hardeknud dudaba y el
godi
aprovechó la oportunidad para cobrarse un viejo favor que había dejado pendiente; corriendo tanto como le permitieron sus piernas retorcidas de hinchadas articulaciones, se llegó hasta la esposa de su señor, que atendía a la esclava, y le susurró al oído. Cuando ella asintió, se acercó hasta su
jarl
.
Sigurd Barba de Hierro escuchó las palabras del hechicero same y consintió.
—¡Detente! —gritó a tiempo para que Hardeknud no bajase la espada que ya había alzado—. Esos dos son míos…
Las diferencias se fueron haciendo cada día más evidentes. Al principio llegó incluso a dudarlo, pero a medida que las estaciones avanzaban se hacía patente que las noches se volvían más y más largas, llegaron a parecerle eternas; el cielo se fue oscureciendo poco a poco, perdiendo incluso los brillos del mediodía, con un sol que, perezoso, se quedaba a medio camino en el horizonte, era como si todo se cubriese con una pesada manta para prepararse ante la llegada del invierno. Y es que lo peor era el frío, intenso y cortante, que aumentaba con el paso del otoño y se hacía con el calor de forma avara y ansiosa. Tanto que Assur no recordaba haber vivido algo semejante, había días en que el escaso calor no lograba deshacer la helada nocturna, y los dos hermanos sufrían a menudo de sabañones que les enrojecían manos y pies.
Y aunque Assur no dejaba de pensar en la huida, se había dado cuenta de que no tenía opciones por el momento. El frío y las ventiscas de aguanieve que iban y venían le advertían de que los más duros rigores estaban aún por llegar; además, Sebastián, aunque muy mejorado, no se había llegado a recuperar del todo, y las privaciones y penurias del cautiverio todavía eran evidentes en él. De hecho, Assur solía cubrirle en sus obligaciones, intentando aliviar el trabajo de su hermano mayor, que parecía siempre agotado, y en todo momento se ofrecía a llevar a cabo las tareas más pesadas. Sin embargo, tal y como los dos hermanos cuchicheaban por las noches, a regañadientes tenían que reconocer que su situación podría haber sido mucho peor. Por algún motivo que no conocían, el viejo curandero del lugar se había encaprichado de ellos en aquel primer día en la bahía y, de algún modo, había convencido al
jarl
, un bigardo de mano tullida y barba cana que hubiera hecho pequeño a Weland, para que se los cediera, de modo que Assur y Sebastián pasaron al servicio de aquel anciano de huesos retorcidos y mirada nublada.
En general, sus tareas no eran pesadas. La mayor parte del tiempo se limitaban a ayudar al viejuco de origen same, una tribu de curiosas costumbres y vestimenta que, por lo que aprendieron los hermanos, eran de un lejano lugar más allá de las montañas que rodeaban las planicies de la costa y que eran, además, muy apreciados como hechiceros y curanderos. A capricho del anciano, los hermanos recolectaban las últimas hierbas de la temporada o lo ayudaban a atender a los que enfermaban y, en ocasiones, le echaban una mano en sus estrambóticas ceremonias, llenas de extraños rituales que asustaban a los muchachos por las evidentes connotaciones paganas. Dada su condición de esclavos, también se veían obligados a acatar las órdenes de muchos otros y Assur, que era el único de los cautivos que podía comprender lo que se le pedía, era reclamado a menudo, por lo que no era extraño que atendiese a los animales, o que hiciese de recadero o esportillero.
Aun cautivo, Assur seguía ensanchando y creciendo, se convertía en un hombre corpulento a ojos vista e iba dejando muy atrás al debilitado Sebastián. Era habitual que le ordenasen realizar trabajos mucho más pesados, como arrastrar maderos y cortar árboles para el astillero. Por su parte, Sebastián podía centrarse en asistir al viejuco de bizarros ropajes de colorida lana, la mayor parte del tiempo sirviéndole de improvisado lazarillo, ya que, con más picaresca que realidad, el same se hacía pasar por medio ciego, aprovechando que la edad le había nublado la vista con lo que Jesse llamaba caída de los humores de los ojos, aunque, como Assur bien sabía, el vejestorio era capaz de ver perfectamente aquello que le interesaba.
Precisamente, el muchacho empezaba a sospechar que habían sido las enseñanzas de Jesse las que les habían puesto en aquella situación relativamente cómoda, ya que era habitual que el
godi
, como lo llamaban los normandos, le hiciera pasar largas veladas a la luz de las antorchas clasificando las hojas, hierbas y hongos secos que habían recogido y seleccionado, y no era extraño que el anciano le repitiera una y otra vez preguntas sobre las propiedades de cada uno, como si esperase del muchacho sorprendentes revelaciones. Aunque todavía no lograba comprender todo cuanto le decían, Assur creía que el hechicero deseaba averiguar lo mucho o poco que él sabía, al tiempo que forjaba a un destrón adecuado para ayudarlo en sus tareas cuando la ceguera le impidiese defenderse por sí mismo. El muchacho se esforzaba por recordar cuanto podía de las lecciones sobre medicina y botánica que le había dado el hebreo, y procuraba aprovecharse del
godi
de manera recíproca, teniendo siempre en mente los consejos de sus mentores. Sabía que debía conocer lo que le rodeaba, si escapaban por tierra, todos aquellos detalles sobre su entorno les serían de gran ayuda. Y no le estaba resultando difícil porque, aunque había menos árboles y la vegetación parecía temer a los fríos que se anunciaban, mucho de cuanto veía le resultaba familiar.
Sin embargo, también consideraba otras posibilidades: siempre que podía escaquearse o que sus mandados lo llevaban hasta el taller del carpintero, observaba con atención y lanzaba miradas furtivas a los armazones de los barcos negros de los nórdicos. Si se decidía por robar un bote para huir por mar, quería sentirse seguro y capaz tanto de elegir con tino una embarcación resistente, como de gobernarla con pericia suficiente.
Assur aprendía; el sistema de construcción naval de los normandos era muy ingenioso, y se dio cuenta pronto de que en lugar de utilizar grandes costillares pesados, montaban sus barcos al modo que el herrero del castillo hubiese llamado tingladillo. Usaban siempre armazones ligeros de fresno o roble, haciendo que cada traca, desde la quilla hasta la amura, se fuera superponiendo a la inferior, todas sujetas por remaches de hierro y aseguradas con cuerdas embreadas que las dotaban de impermeabilidad; era un sistema rápido y sencillo que daba lugar a barcos livianos y manejables. Assur entendió por qué aquellos hombres habían conseguido hacerse los dueños del mar sembrando el terror en todas las costas conocidas, sus barcos eran la clave, y él estaba dispuesto a aprovecharse de ello si tenía la oportunidad.
Esa misma tarde Assur había ayudado al carpintero a acuñar un gran tronco de roble para sacar largos tablones aprovechando la veta, sin embargo, se habían recogido pronto, el cielo despejado y las ganchudas nubes altas a las que padre siempre llamaba colas de caballo habían anunciado que la noche sería fría, y ahora, sentados al amor del fuego, los dos hermanos pulverizaban una gran cantidad de pequeñas flores blancas desecadas siguiendo las instrucciones del
godi
.
Como tantas otras noches, una buena parte de los que vivían en la bahía estaban reunidos en la gran casa de la hacienda de Sigurd Barba de Hierro,
skali
la llamaban los normandos, un enorme salón con portones remachados en hierro y labrados con míticas figuras que obligaban a Sebastián a persignarse cada vez que los franqueaba; las terribles fauces de aquellas serpientes sin fin talladas en la madera representaban para el muchacho los monstruos de los avernos. El enorme fuego central y las antorchas retenían en el entramado de la techumbre un espeso humo que pegaba una gruesa capa de hollín en los escudos y armas que decoraban las paredes. Era la mayor de todas las construcciones de la planicie del fiordo y estaba rodeada por distintas edificaciones de diferentes tamaños que cumplían funciones menores como de herrería, de almacén o de ahumadero para las capturas que traían en pequeñas chalanas los pescadores.
Había otras granjas más chicas que habían florecido alrededor de la del propio Sigurd, pero ninguna tenía tantas dependencias y mostraba tanto la riqueza de sus dueños como la del
jarl
Barba de Hierro, que incluso contaba con una pequeña cabaña que se usaba para baños de vapor, una bárbara costumbre que Assur veía con ojos desorbitados, los hombres sudorosos y desnudos salían corriendo de aquella choza y se lanzaban al agua fría del largo estuario.
Ese y muchos otros hábitos le señalaban a Assur cuán lejos estaba de su casa. No llegaba a comprenderlos, eran gentes demasiado distintas y echaba mucho de menos su tranquila vida pasada.
Aquella noche, mientras los dos hermanos trabajaban con las flores del
godi,
los hombres, como tantas veces, charlaban estruendosamente compartiendo licores y recuerdos de batallas vividas. En ocasiones se oían comentarios sobre el tiempo, la cosecha o los animales, pero para Assur seguía resultando sorprendente la importancia que la lucha tenía para los nórdicos. Tanto era así que entre ellos había uno, delgado como una astilla, que no perdía oportunidad de llevarse unas monedas por contar las viejas glorias y magnificadas sagas de los héroes de la memoria. Respondía al nombre de Snorri y, según había oído Assur, había llegado desde lo que llamaban
isla del hielo;
tal y como le había contado Weland, el escaldo no perdía oportunidad de halagar al propio Sigurd narrando su cruce de las temibles cataratas que lo habían llevado a Miklagard o cómo había luchado con sus hombres defendiendo al lejano emperador de aquella mítica ciudad. Y aunque le costaba reconocerlo, Assur había llegado a admirar a Barba de Hierro.
Las mujeres, por su parte, se ocupaban de regañar a los chicos que interrumpían las historias de los mayores, o amamantaban a los más pequeños abriendo las pecheras de sus vestidos. Algunas tejían charlando distraídamente y otras terminaban de recoger los restos de la pantagruélica cena en la que las carnes asadas en la enorme hoguera central habían constituido el plato principal, para asombro de los hermanos hispanos, que no estaban acostumbrados a tales abundancias con el invierno tan cerca. Además, las mujeres organizaban las tareas y deberes de los siguientes días; y, de hecho, las normandas llevaban gran parte del peso de la administración de la granja y las fincas. Ellas tomaban decisiones sobre la siega o los cuidados de los animales, al contrario que en la distante ribera del Ulla; las mujeres llevaban atadas al cinto sus propias faltriqueras y las llaves de casas y arcones, y los hombres aceptaban aquel papel dominante con deleite, para ellos el comercio y las incursiones en territorios lejanos parecían ser los únicos temas con valor suficiente para llamar su atención.
—No logro entender a esta gente —le comentó Assur a su hermano en voz baja al ver cómo una mujer parecía increpar a su esposo por los evidentes síntomas de borrachera.
Sebastián se encogió de hombros. Aparte de sus problemas de salud, el chico no conseguía animarse, mantenía una apática actitud en la que la resignación era la clave de su decaído temperamento.
—Sigue… o nos gritará…
Era evidente que se refería al viejo
godi
, que tenía tendencia a gritarles cuando presentía que holgazaneaban, pero Assur no consideraba tan terribles las regañinas del arrugado same, en las que intuía había más una necesidad de reafirmación de su ascendencia sobre ellos como esclavos que verdadero enfado. Sin embargo, no dijo nada, a pesar de que Sebastián estuviese tan desmejorado, él lo seguía tratando con el respeto debido a un hermano mayor, por lo que volvió su atención a los pétalos secos, agradecido porque el trabajo no era exigente.
Antes de reanudar su tarea Assur echó un furtivo vistazo a Toda, la muchacha que había llegado en su misma partida de esclavos. Desde que Weland lo llevara a la taberna del Valcarce, los meses pasados en el norte habían supuesto su mayor período de abstinencia, y sus noches empezaban a llenarse de embarazosos sueños cálidos que lo obligaban a limpiar apresuradamente las pieles que le servían de cobertor; y la muchacha era bonita, con un rostro redondeado de mentón marcado que resultaba bello, sin embargo, al pensar en ella como cautiva recordó a Ilduara y, de golpe, se arrepintió de los carnales pensamientos por los que se había dejado embaucar.