Gutier sabía de primera mano cómo se habían ido desarrollando los acontecimientos, y empezaba a intuir que se avecinaban cambios en el panorama político. Los dos miembros de la nobleza, Gonzalo y Fernán, habían confabulado juntos contra el obispo que regía Compostela, buscando el ascenso al trono del nieto del conde de Lara. Ahora, con Rosendo de nuevo en la sede episcopal de Iria Flavia, la Iglesia estaba mucho más cerca de la corona, que aun reposando sobre la cabeza de un niño estaba, de hecho, en manos de una monja. De tal modo, el infanzón se imaginaba que, de sus dos mensajes, uno era una patraña, una falsa declaración de amistad y buenas intenciones, destinado al conde Fernán y con el objetivo de, aparentemente, dejar las cosas como estaban. Por el contrario, el otro mensaje bien podía ser una astuta artimaña del de Sarracín para acercarse al bando contrario a pesar de que el obispo Rosendo se hubiera negado a ello en un principio.
Una oferta de paz y halagüeña esperanza nunca podría llegar a Compostela de manos de enviado alguno del conde Gonzalo, como bien sabía Gutier, el mismo noble berciano se había encargado de levantar al obispo de su cátedra en tiempos pasados. Por lo tanto, imaginando la inquina lógica que el prelado tendría por el conde, Gutier se olía que el Boca Podrida intentaría usar a Fruminio como un intermediario hábil; buscando, al ponerse del lado de los intereses de la Iglesia, complacer a la regente y, con ello, ganar el favor de la casa real.
Gutier llevaba ya una semana fuera. Las mañanas seguían despertando a las gentes del castillo con el viento soplando entre los carámbanos que se formaban en los aleros y el invierno avejentaba despacio.
Esa tarde, después de un ajetreado día ayudando en la leñera, Assur sobrellevaba como podía la lección sobre la astronomía de Hiparco. Jesse, que sabía que el muchacho echaba de menos al infanzón, procuraba hacer lo posible para interesar a su alumno por la grandeza de los cuerpos celestes.
Estaban en la pieza delantera de la botica y, mientras Furco dormitaba, el hebreo movía los tarros de sus hierbas haciendo analogías con las que explicar el orden de los planetas al muchacho.
Assur no había protestado y no lo haría, se sentía demasiado agradecido, pero, por más que se esforzaba, no lograba comprender de qué le serviría saber sobre la lógica aristotélica, la mayéutica socrática o la medicina de Galeno. Entendía la utilidad de la escritura, y podía ver algo de sentido en el aprendizaje de los números, sin embargo, no entendía la importancia del resto de los conocimientos que el afanoso hebreo se empecinaba en poner a su alcance. En su fuero interno el pastor seguía pensando en la vida acorde a los ritmos de las estaciones, el calendario lo marcaban los tiempos del campesinado y no los equinoccios de los que le hablaba el judío. Aun así, se esforzaba tanto como podía a fin de agradar a su maestro.
—¿Hebreo, saco de huesos? ¿Dónde diablos te escondes, judío narigudo?
Jesse y Assur sonrieron al unísono al reconocer el acento rijoso de Weland.
—¡Deja en paz al muchacho! Le vas a llenar la cabeza de majaderías sin sentido…
El médico miró al muchacho sin poder evitar que la condescendencia se reflejase en su rostro.
—Anda, ve…, ve —dijo el hebreo con severidad fingida—, y no pongas excusas para complacerme. ¿O vas a pretender que te crea cuando dices que mis enseñanzas son para ti tan interesantes como las de ese bruto desmañado? ¡Ve!
Furco ya esperaba ansioso en el umbral y Assur se levantó sonriendo, destilando un agradecimiento patente en su expresión.
—Conque estás ahí, bribonzuelo —alborotó Weland al ver salir al muchacho—, ¿se te ha consumido la sesera o todavía tienes hueco ahí dentro para aprender algo de verdadera importancia?
Assur no tuvo tiempo para contestar, el nórdico siguió hablando.
—Tengo que partir… —anunció Weland con un deje interrogativo.
El muchacho se esforzó por no dejar que su desilusión trasluciese.
—… y tú vas a venir conmigo —concluyó el normando ensanchando la sonrisa entre las púas entrecanas de su bigote.
En un principio el chiquillo no supo cómo tomarse la noticia. Incrédulo y excitado a partes iguales.
—¿Qué les pasa a los esclavos en el norte?
Assur no había podido guardarse la pregunta por más tiempo.
Estaban acampados al este del castillo, a media jornada de marcha, en un recodo del valle del Valcarce donde el sinuoso río dejaba un estrecho brazo de tierra plagado de robles envejecidos. Sentados en las raíces de dos de los árboles más grandes, se dejaban calentar por las llamas de la hoguera y Weland se afanaba pretendiendo tostar la piel del costrón de tocino que había arrimado al fuego, bien untado con miel y vinagre.
Se habían puesto en marcha en cuanto Assur había reunido su equipo: cogió una alforja con algunos víveres, un pellejo de cabra para el agua, su modesto arco de entrenamiento y una aljaba con unas pocas flechas, una capa para protegerse del frío y un amplio gorro de borreguillo que le había regalado Jesse. Solo se habían entretenido el tiempo suficiente como para que Weland departiera unos instantes con el herrero Braulio mientras Assur, excitado por la aventura, acomodaba como podía sus trastos.
El muchacho, que no sabía ni su destino ni sus obligaciones, se había prometido guardarse las preguntas que le rondaban, pero no había podido mantenerse fiel a sus intenciones.
El nórdico compuso como pudo un gesto serio, consciente de la gravedad implícita de la pregunta del muchacho. Intentó responder con el rigor y el tacto que el chico merecía.
—No es como en el sur, con los moros, y no es como te habrá contado Jesse que hacían los romanos. En el norte, los esclavos, los
thralls
, se encargan de las tareas más pesadas de la granja; pero no los obligamos a mutilarse, no los convertimos en gladiadores, no los castramos para guardar harenes, no los enviamos a las minas de sal…
—¿La granja? —interrumpió Assur con desconcierto.
—Sí, la granja. Claro —contestó Weland con una sonrisa—, ¿acaso imaginabas que vivimos en nuestros barcos, sin más oficio que la guerra? —La sonrisa se ensanchó—. ¿Has visto mujeres o niños normandos?, ¿pensabas que surgíamos del mar sin más?… Hombres barbados armados con espadas paridos por ballenas…
La ironía le hizo más gracia al nórdico que al muchacho. Weland reía de su propia chanza y Assur, ensimismado, se daba cuenta de que no había pensado en ningún momento en los nórdicos como padres, madres o hijos. Solo había visto de ellos el mal que esparcían por donde pasaban y el dolor que dejaban a sus espaldas.
—Yo me crie en una granja…
El nórdico calló, recordando imágenes de su niñez, y Assur intentó asimilar las palabras de Weland.
—Nací en el
paso del norte
, en Halogaland, demasiado lejos para que aquí eso solo signifique más allá; en las islas de los britanos y los anglos nos llaman
fingheinnte
, y los germanos nos dicen
ascomanni
, hombres del fresno, y hay muchos que nos llaman, simplemente, habitantes de los lagos, aunque eso son solo los de las bahías de Götaland. Y para otros, como bien sabes, somos normandos o nórdicos, los hombres del norte… Suele pensarse que todos venimos de un único lugar, pero no es cierto. Las costas de las tierras del hielo son enormes, hay multitud de
fjords
y
víks
, y hay muchos señoríos, el reino del frío es enorme, mucho más grande que todo el califato de Córdoba. —Assur intentaba visualizar la descripción de Weland—. También están los de Jutlandia, al sur, son el terror de los sajones; los hombres de Svealand, adoradores de cerdos, más al este, siempre ansiosos por los tesoros de Oriente, y todavía más al este los hombres del
finnvitka
… Y los same, que sí parecen salir de los lagos, pero que en realidad son una tribu distinta…
»Y aunque nos peleamos y luchamos entre nosotros, compartimos un idioma, y muchas costumbres. Todos nos hemos esparcido por el mundo buscando riquezas y poder. Yo estoy aquí, otros fundaron Dubh Linn… Y la
isla del hielo
, Iceland, allí también hemos llegado… Hemos colonizado lugares lejanos y hemos preñado a las mujeres de los hombres de todas las tierras conocidas…
Assur se dio cuenta de que Weland hablaba con orgullo de los suyos y, aunque no dijo nada, sintió escalofríos al pensar en las palabras del nórdico. Prefirió no considerar la posibilidad de que el campamento que había visto junto a Gutier se convirtiera en una ciudad.
—Hacia el este, hasta la que vosotros llamáis Constantinopla. Y la tierra de los rus… Muchos se han hecho ricos, han regresado a sus granjas en el norte envueltos en oro y joyas. Dispuestos para convertirse en señores poderosos, en
jarls
, dueños de cuanto los rodea y pretendiendo adquirir los derechos de un rey. ¡Yo también lo haré!…
Weland calló de pronto, tornando su expresión con una nostalgia que el muchacho, abstraído, no supo ver; y en la que no llegó a adivinar los encontrados sentimientos que atenazaban la conciencia del nórdico. Ansioso por saber, ajeno a las tribulaciones de Weland, Assur se animó a preguntar de nuevo por aquello que tanto deseaba saber:
—De acuerdo, granjas. ¿Y cómo es la vida de los esclavos en esas granjas? —reformuló el chico.
El nórdico, sumido en sus ensoñaciones, tardó en contestar.
—Yo nací en una isla al noroeste —dijo al fin sacudiendo su barbudo rostro como si quisiera librarse de la culpa que empezaba a sentir por lo que vendría—. Cerca del estrecho de Moskenstraumen, donde una corriente cálida llena las aguas de peces y asegura la comida en el duro invierno —continuó haciendo girar el costrón de tocino en el espetón—. Eran los tiempos en que los hijos del rey Harald el de la Cabellera Hermosa desmembraban las tierras que, con tanto esfuerzo, su padre había unido bajo el mismo yugo. Muchos huyeron a Iceland, pero mi padre se mantuvo firme, era un
jarl
poderoso que dominaba la práctica totalidad de la isla. —Weland se percató de que el muchacho estaba a punto de preguntar de nuevo y se decidió a acercar su monólogo a los intereses del chico—. Teníamos siete
thralls
, ellos se encargaban de mantener la fragua, del secadero de pescado, de arar, de remendar las redes de los arenques, de los trabajos más duros. No los tratábamos mal, vivían en su propia dependencia, una cabaña mucho más pequeña que la
skali
…, que el gran salón donde mi padre ordenaba las celebraciones, pero caliente en invierno. Supongo que podría decirse que eran como jornaleros…
Assur imaginó que el nórdico intentaba suavizar la descripción. Tal y como Weland lo contaba, la vida de un esclavo en las tierras del norte no parecía tan dura.
—No eran libres, no podían marcharse, y tampoco podían acompañarnos en nuestras incursiones. Y no tenían derecho a los botines que mi padre traía… No tenían derechos de ningún tipo. Pero podían conseguir su libertad.
Assur reaccionó ante estas palabras.
—Como los gladiadores, ¿ganando un
rud
…?, ¿un
rodi
…?, ¿ganando una espada de madera?
El nórdico sonrió, era evidente que, aunque el chico no se daba cuenta de ello, las enseñanzas del hebreo habían calado hondo.
—No, simplemente comprándola. O bien con oro, o bien con una demostración de lealtad o fuerza, algo relevante que convenciera a mi padre para manumitirlos.
—¿Cómo? —preguntó Assur inquieto.
—Bueno, teníamos un
thrall
que era nórdico, había contraído deudas que no pudo pagar y no le quedó otra que acabar como esclavo. Mi padre le devolvió la libertad cuando mató a un oso que llevaba meses acosando al ganado.
Weland consideró un instante aprovechar el silencio del muchacho para recalcar que, en su desgracia, sus hermanos vivirían mejor como esclavos en el norte que si acabasen en manos de los sarracenos o en los mercados orientales. Sin embargo, se dio cuenta de que no serviría de mucho insistir en la idea y decidió cambiar el rumbo de la conversación; no era el momento de hablar de aquellos temas y él deseaba seguir las indicaciones de Gutier respecto al muchacho en un sentido muy distinto.
—Si estuviéramos en mi granja, ya te habría llegado la hora. Tengo algo para ti —anunció Weland al levantarse tras dar una nueva vuelta al espetón del tocino.
El nórdico rebuscó en su zurrón un rato mientras Assur rumiaba las palabras del normando procurando hacerse una idea del posible futuro que esperaba a sus hermanos si no conseguía rescatarlos.
—Probablemente, como hicieron con mis hermanos —dijo Weland con cierto aire enigmático, ocultando a su espalda algo que había cogido del macuto—, y como hicieron conmigo, te hubiesen enviado a pasar un tiempo en otra granja; hay que evitar que unos padres sean demasiado tolerantes o demasiado exigentes, debe buscarse una educación equilibrada. Y a tu vuelta, llegado el momento, tendrías que convertirte en un hombre…
La pausa sirvió para que Assur se retrepase en la raíz buscando acomodo, sorprendido por el nuevo rumbo de la conversación. Furco miraba embelesado el tocino en el fuego, ajeno a la conversación de los humanos.
—Cuando llega el momento los niños han de convertirse en hombres —continuó Weland—. Deben participar en un saqueo, o en un combate, demostrar su valía y su destreza de algún modo —Weland abrió el brazo libre, como para indicar lo fácil que eran las cosas en su tierra natal—, y a partir de entonces se convierten en adultos; deben asumir sus obligaciones y adquieren sus derechos, pueden llevar el nombre de su padre… —Assur miraba intrigado a su mentor—. Y luego lo celebramos con una gran fiesta, bebiendo
mjöd
y comiendo hasta reventar. —Weland sonrió con picardía antes de continuar—. Y también nos ocupamos de que los muchachos conozcan los misterios que las mujeres guardan entre las piernas… —Assur, azorado, bajó el rostro intentando esconder su vergüenza—. Ellas también tienen sus propios rituales para las muchachas, pero se ocupan de mantenerlo en secreto, es
seidr
… De eso no sé mucho, aunque no importa —añadió Weland moviendo su cabeza de un lado a otro—. Lo que importa es que el momento ha llegado para ti, y debes convertirte en un hombre —concluyó Weland tendiéndole la mano al muchacho con la palma abierta.
Era una daga. Sencilla y sin adornos, pero bien equilibrada. Eficaz y ligera.
—Por eso os parasteis a hablar con el herrero antes de salir del castillo.