Gutier miró a su amigo con una franqueza mucho más evidente por la expresión de sus ojos que por lo dicho hasta el momento.
—Así que aceite de rosas…
El judío no dijo nada más.
—Gracias… Volveré lo antes posible…
Y, sabiendo cuánto le costaría al infanzón confesarse, el judío se acercó hasta él para darle una afectuosa palmada en la espalda y zanjar la cuestión sin necesidad de más parloteo.
Poco después, Gutier marchó sin el sentimentalismo de cálidas despedidas y Assur, obediente, se quedó en el castillo de Sarracín. Fueron pasando los días y Jesse ben Benjamín asumió su papel de mentor con la misma dedicación con la que había afrontado sus propios estudios. Le gustaba el muchacho y se compadecía de su desafortunada situación, y como hombre que conocía el dulce placer de las respuestas encontradas en el conocimiento, ansiaba compartir las soluciones a los dilemas que antaño se había planteado; y Assur, tanto por curiosidad innata como por satisfacer a su maestro, resultaba un discípulo razonablemente aplicado; además, el pastor sabía que debía mantener las apariencias para que su presencia en el castillo no levantase mayor revuelo del que ya había causado.
Una tarde, pocos días tras la marcha del infanzón, el hebreo llevaba un buen rato hablando sobre la sangre y las teorías de Galeno al respecto.
—… abogaba por que el hígado es el órgano principal del sistema vascular, diciendo que, desde él, la sangre se desplazaba hacia la periferia del cuerpo formando la carne. Además, fue el que rechazó la idea de que las arterias transportaran aire…
Assur recordó el enfrentamiento con los normandos en el pinar y la rápida muerte del nórdico al que Gutier había clavado la daga en la axila.
El muchacho escuchaba prestando tanta atención como su voluble temperamento de adolescente le permitía, deseando que las horas pasasen hasta la llegada de Weland. Se sentía muy agradecido por los esfuerzos del hebreo, y escuchaba con genuino interés tanto tiempo como le era posible; sin embargo, tanto si se trataba, como en esa ocasión, de discursos médicos, como si el tema era la gramática o la geometría, el chico no conseguía sentirse verdaderamente atraído por las disciplinas del saber que el judío intentaba poner a su disposición. Tras lo ocurrido con su familia e, influenciado por la admiración idealizada que había desarrollado por Gutier, al muchacho, más que los poetas romanos o los filósofos griegos, le atraían las enseñanzas sobre el combate que el nórdico Weland compartía con él las tardes en las que sus obligaciones con el conde le permitían dedicarle unas horas. Jesse lo sabía, y cuando consideraba que Assur había hecho esfuerzos meritorios con la mayéutica, el álgebra de los sarracenos o en sus tareas como ayudante en la apoteca, hacía que sus lecciones divergieran a retazos de historia y, para embeleso del chico, le hablaba de las batallas de Escipión, de las grandes victorias de Alejandro Magno o de las glorias de Julio César. Assur disfrutaba especialmente con las historias sobre los gladiadores, escuchando al hebreo revivía los enfrentamientos entre los
murmillos
, los
scissores
y los
dimachaeri
; y el judío procuraba prestarle tantos detalles como recordaba, aun cuando las glorias de los
lanistas
de la vieja Roma no fuesen una de sus especialidades.
Los días pasaban y Assur se esforzaba por obedecer y mostrarse disciplinado, ayudaba en cuanto le pedían e intentaba mantener frescas en su memoria las palabras de su padre sobre el trabajo honrado y, aunque no podía alejar de su mente los deseos de venganza que albergaba hacia los nórdicos, procuraba seguir los consejos de Jesse y Weland, ambos lo instaban a dejar atrás el pasado y vivir el presente aprovechando las oportunidades que su nueva situación le brindaba. Sin embargo, le bastaba un rato a solas para terminar soñando con liberar a sus hermanos al tiempo que su mano buscaba los cabos del nudo en su muñeca.
Los fríos tardíos del otoño anunciaban la llegada del invierno llevándose con sus vientos helados las hojas marchitas de los caducifolios que adornaban la vega del Valcarce. Los ciervos berreaban en sus señoríos, apurando los machos los favores de las hembras; y los osos ascendían a sus refugios de invierno rebosantes de la gordura acumulada en el estío. Ya había nevado en un par de ocasiones y, aunque no había cuajado, pronto llegaría el tiempo en que las montañas se cubriesen de su blanco manto invernal.
Desde el regreso de Gutier los días de Assur no habían cambiado tanto como el pastor hubiera deseado; para disgusto del muchacho, el infanzón tenía demasiadas responsabilidades como para pasar el día pendiente de él. Sin embargo, en algunas ocasiones afortunadas el tiempo de ocio de sus tres improvisados tutores coincidía y Assur se veía felizmente rodeado de los hombres a los que había aprendido a admirar y respetar.
Esa tarde el cielo estaba preñado de nubes bajas, cargadas de agua, que amenazaban con abrir sus vientres grises y dejar caer una lluvia constante y fría. Gutier, Weland y Jesse estaban sentados en un recodo del patio del castillo, al lado de los establos.
Braulio, el herrero al servicio del conde, había vuelto de una de las ferias de Castilla con un barril de cerveza y, para solaz de un morriñoso Weland, que no llegaba a acostumbrarse al vino hispano y que pese a los años seguía echando de menos los fermentados de cebada, los tres amigos compartían el espumoso bebedizo amargo. Charlaban distraídamente sobre los tejemanejes políticos de los nobles y las últimas noticias que tenían respecto al movimiento de los normandos; mientras, Assur entrenaba el combate a espada con un escudero que solía atender a Weland y con el que, a base de golpes y verdugones, Assur ya había entablado una cierta amistad. Por orden del nórdico lo hacían sin los pesados escudos de mimbre que normalmente usaban en las prácticas, ese día el normando quería que los chicos ensayaran sus reflejos sin el resguardo de las protecciones.
Furco estaba tumbado al lado de los tres hombres, dormitando, y un desconfiado Assur lo miraba cuando el combate se lo permitía; en sus primeros entrenamientos el lobo había sido una verdadera molestia, el animal parecía no comprender muy bien las peleas simuladas de su amo y, en cuanto lo veía enzarzarse en una lucha, salía disparado con la intención de comerse al oponente. De modo que el muchacho había tenido que esforzarse mucho para hacerle comprender que solo debía acudir a su lado cuando lo llamase. Esa tarde Furco parecía estar comportándose e ignoraba los bríos de su amo por lograr un golpe que pudiera considerarse mortal y alzarse victorioso.
El entrechocar de las espadas de madera llenaba el aire de golpes sordos que hacían que Jesse se encogiera instintivamente; si por él fuera, el muchacho estaría aprendiendo latín clásico, el paso lógico ahora que parecía haber empezado a dominar los rudimentos escritos de su propio idioma. Sin embargo, además de las disciplinas de combate, en lo referente a las lenguas extranjeras, Assur solo parecía haberle encontrado el gusto al rasposo lenguaje nórdico de Weland, ya que, siguiendo el consejo del propio normando, el zagal estaba dispuesto a conocer a su enemigo lo mejor posible. El judío había intentado en más de una ocasión refrenar el escondido odio y las ansias de venganza mal disimuladas que veía en el joven; lamentablemente, había fracasado frente al ímpetu de la adolescencia.
—El conde de Lara aceptó el mensaje complacido y me hizo aguardar hasta dictar respuesta, creo que se barrunta la oportunidad de subir a su nieto en el trono. Sin embargo, el obispo no quiso ni recibirme, no pude hacer otra cosa que dejar la carta del cómite en manos de un secretario —explicó el infanzón banalmente mientras repartía su atención entre la conversación y las evoluciones de Assur en su práctica—. Pero creo que, aunque no lo admita, estará encantado de saber que el conde Gonzalo está dispuesto a aliarse con él, aquí podemos reunir una fuerza considerable… Aunque da igual… Está jugando en dos bandos a un tiempo. O mucho me equivoco, o ambas misivas proponían alianzas similares, me da a mí que al conde Gonzalo le va lo mismo en aliarse con Fernán González o unirse a Rosendo. Sin embargo, me cuesta creer que el obispo acceda sin más a la ayuda que le propone el conde. Me pregunto… —Gutier calló al ver cómo Assur esquivaba con fortuna una finta y se preparaba para asestar una estocada; pendiente del zagal, echó un trago de cerveza y chasqueó la lengua mohíno, sin verse capaz de imaginar qué les gustaría tanto a los nórdicos de aquel amargo fermentado—, me pregunto en qué lío nos está metiendo nuestro querido señor —terminó el infanzón la frase con evidente cinismo antes de cambiar de tema—. El muchacho parece un tanto distraído estos días…
Jesse no dijo nada. Mucho más perspicaz que sus amigos para ciertos asuntos, él ya sabía cuáles eran las tribulaciones del joven, aunque no consideraba necesario compartirlas.
—Es muy probable que así sea —concedió Weland—. Ese diminuto
troll
cabezón con aliento a bosta tiene más ínfulas que carne —aseveró el nórdico para sorpresa de sus amigos, que, aun conociéndolo, dejaron claro por sus expresiones que el tratamiento de Weland hacia su patrono era un atrevimiento impropio incluso para el lenguaraz normando.
Jesse no pudo evitar mirar a todos lados buscando oídos indiscretos que pudiesen chivarle al conde semejante falta de respeto. Pues aunque todos sabían que la lealtad de Weland al noble era solo tan profunda como la paga que recibía por sus servicios de mercenario, a juicio del hebreo, aquello tampoco era excusa para tal atrevimiento.
Assur, demasiado ocupado como para estar pendiente de la conversación de los adultos, retrocedía atosigado por una serie de mandobles furiosos que, si bien carentes de técnica, lo obligaban igualmente a dar pasos atropellados.
—¡Equilibrio! ¡Equilibrio, muchacho! —le gritó el infanzón antes de mirar a Weland con un claro gesto de reproche por su exceso.
El nórdico, sin darle más importancia al asunto, continuó hablando:
—Yo creo que Rosendo va a mandar al
troll
a recoger nabos con los dientes, es demasiado orgulloso para aceptar confederarse con el que le quitó el obispado… Y me parece que eso es lo que prefiere el enano. Pero da igual, me temo que, en cualquier caso, como siempre, los únicos perjudicados seremos nosotros. Sean cuales sean las alianzas que se forjen, corona e Iglesia o nobles, antes o después, nos tocará pelear.
—Eso es cierto, el acuerdo final no importa demasiado —concedió Gutier—. Por el momento parece que los normandos no se han movido, solo algunas escaramuzas sin importancia, aunque, como habéis dicho, tarde o temprano tendremos que enfrentarnos a ellos.
Assur había conseguido rehacerse, y ahora plantaba cara al escudero con algo más de soltura. Pero la velocidad de las acometidas de ambos contrincantes había disminuido tanto como para resultar patente a los observadores que los dos muchachos estaban derrengados. Las espadas de prácticas eran, como los escudos, mucho más pesadas que las reales y Assur se había quejado por ello en las primeras sesiones, hasta que Jesse le había explicado que ese era el modo en el que entrenaban sus adorados gladiadores, precisamente para que el peso adicional les ayudase a fortalecer los músculos y ser más rápidos con las reales.
En el tiempo transcurrido en Sarracín el cuerpo de Assur había empezado a reaccionar favorablemente al entrenamiento y la buena alimentación de las cocinas del castillo, asegurada con el patrocinio de Jesse; además de crecer había comenzado a ensanchar, y en su espalda y pecho se dibujaban líneas tensas que auguraban músculos poderosos. Era unos años menor que el escudero al que se enfrentaba, sin embargo, tenía su misma altura y ya resultaba más fornido; y sabía de sobra que si salía derrotado, ni Weland ni Gutier admitirían como buena la excusa de la edad, de hecho, no admitirían de buena gana ningún tipo de justificación.
El otro muchacho giró hábilmente esquivando el último de los golpes de Assur y, aprovechando el impulso, rodeó al antiguo pastor para propinarle un formidable puñetazo en los riñones que Assur recibió con un resoplido y un peligroso traspié con el que por poco no terminó de bruces en el suelo, lo que hubiera ofrecido su nuca como un blanco fácil y hubiese dado por terminado el combate con un triste fracaso.
Assur podía digerir las derrotas cuando Weland o Gutier hacían las veces de contrincante, sin embargo, no lo sobrellevaba tan bien cuando era otro de los muchachos del castillo el que lo vencía.
Volviéndose como pudo, esquivó un nuevo puñetazo y, haciéndose a un lado al tiempo que giraba sobre sí mismo, atrapó la muñeca de su oponente cuando este intentaba lanzarle una estocada a las costillas. Forcejearon unos instantes antes de separarse resollando y con la guardia baja.
—¡Mantén la postura! ¡Levanta el brazo, maldito enano cometierra! —le gritó Weland—. Como bajes de nuevo la guardia, te haré excavar estas montañas hasta que encuentres oro, ¡y después te haré forjarlo con los dientes!…
Assur logró reaccionar y, acostumbrado a la rudeza de Weland, no le dio importancia a sus palabras. Lo malo fue que su contrincante también se había hecho eco del consejo del nórdico. Volvieron a tantearse el uno al otro, dando largos pasos y moviéndose alrededor de un círculo con el tamaño justo para abarcar los brazos extendidos de ambos.
Assur arremetió de repente buscando el cuello de su contrincante, pero este alzó su espada haciendo que ambas empuñaduras se trabasen con un sonoro clac; Assur, viendo su ataque frenado, lanzó un codazo a la cara de su oponente que consiguió tumbarlo en el suelo. Y cuando el pastor ya pensaba que las tenía todas consigo, las tornas cambiaron de pronto.
El escudero notaba la sangre manar desde su carrillo, llenándole la boca, había recibido el codo del pastor en su mejilla con un impacto franco y luchaba por mantener la consciencia; intentaba incorporarse sobre extremidades inseguras y, viéndose acorralado, se decidió por una jugarreta. La tierra pisada de los alrededores del establo no tenía muchos granos sueltos, sin embargo, escarbó frenéticamente con la mano izquierda hasta hacerse con un puñado y, revolviéndose, se la lanzó al rostro a su contrincante.
—¡Eso ha sido muy sucio! —exclamó el hebreo sin poder contenerse.
Gutier, que viendo el combate concluido se levantaba ya para propinarle un coscorrón a Assur por haberse confiado después de tumbar a su oponente, se giró hacia el hebreo y, encogiéndose de hombros, le dijo con sarcasmo: