Assur (11 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Aun contando con la protección del inmenso árbol no se atrevieron a encender un fuego, lo que desilusionó a Gutier. Tendría que renunciar a cazar algo y conformarse con acudir a sus ya escasas provisiones. Assur, sin embargo, no encontró nada de malo en la cecina, el queso y el pan endurecido. Y, aunque no pidió más de lo que le dieron, era evidente que para el muchacho la comida había sido insuficiente. Sin embargo, Gutier observó complacido como, a pesar de la escasa ración, el muchacho no evitó compartirla con su lobo. Y, decidiendo privarse a sí mismo de lo que le hubiera correspondido, Gutier le dio un poco más de tasajo al niño.

—Y… ¿podrías decirme qué piensas hacer ahora? —preguntó el infanzón intentando no sonreír ante el ansia mal disimulada del chico por la comida.

Assur tardó en contestar. Gutier no supo si es que el muchacho no deseaba compartir sus planes o si es que no tenía plan alguno, aunque, cuando se animó a hablar, parecía seguro de sí mismo.

—Seguiré yendo al sur, hasta el Ulla —respondió el muchacho—. Por lo que sé, llegaron remontando el río, así que, si yo voy siguiendo la orilla, antes o después los encontraré.

Gutier, asombrado, tardó en pensar una contestación lógica.

—Y… cuando los encuentres, ¿qué?

—Pues no lo sé… Lo sabré cuando llegue. Ya se me ocurrirá algo…

El infanzón notó que una involuntaria sonrisa de escepticismo se le colgaba de los labios.

—Pero, muchacho, ¿de verdad crees que tú solo vas a poder rescatar a tu hermana? —Gutier iba a añadir que ni siquiera tenía la seguridad de que la niña siguiera con vida, pero se dio cuenta de que podía ser contraproducente.

—Y a Sebastián, no os olvidéis de Sebastián, si no estaba… Si no estaba…, tienen que haberlo capturado, también… Furco y yo los ayudaremos a escapar, ya se me ocurrirá algo, ¿verdad? —Se giró y palmeó el cuello del lobo mientras le hablaba—. ¿Verdad que sí, Furco?

El animal, encantado con los mimos y el olor a cecina de las manos del muchacho, gruñó satisfecho sacudiendo una de sus patas traseras.

Gutier no deseaba entrar en detalles, pero prefirió advertir al niño de que estaba a punto de cometer una locura.

—Hijo, ¿en serio crees eso? —No esperó a la respuesta—. Yo he visto su campamento, son alrededor de tres mil, ¡tres mil! Y cualquiera de esos descreídos parece muy capaz de cortarte la cabeza sin pestañear y tomarse tus sesos para almorzar. No puedes estar hablando en serio.

A Assur no le impresionó el número, sino el hecho de que el infanzón hubiese visto el campamento.

—¿Lo habéis visto? ¿Dónde? ¿Río abajo?

—Chico, parece que nunca escuches. ¿De verdad piensas que puedes enfrentarte a tres mil normandos?

Assur lo miró seriamente mientras seguía palmeando al satisfecho Furco.

—No, claro que no, ¿me tomáis por loco? No voy a enfrentarme a tres mil normandos… Ni a tres mil ni a tres… Si ni siquiera sé cuántos son tres mil… Yo solo quiero rescatar a mis hermanos. —El muchacho respiró profundamente antes de continuar, había, al menos uno, al que si le hubiera gustado enfrentarse, pero sabía que aquel no era el momento de pensar en eso—. Así que ¿dónde están?

—Hijo, no seas mastuerzo, ¿qué pretendes? ¿Llegarte hasta su campamento y pedirles amablemente que liberen a tus hermanos?… Ni siquiera sabes con seguridad si están allí…

La noche se cerraba y, sin las atenciones de su amo, Furco se había tumbado soltando un prolongado suspiro de resignación. Assur no contestaba y Gutier, luchando con el arrepentimiento, se animó a seguir hablando.

—Mira, si quieres puedes venir conmigo. Estarás a salvo. Yo tengo que volver a las tierras del conde y acabar lo que he empezado. Acompáñame. Ya buscaremos algo que puedas hacer, quizá de yegüerizo en los establos, quizá incluso de mozo de armas o escudero… Puedes empezar de nuevo.

Algo en los ojos de Assur cambió y Gutier distinguió en ellos una dureza que no hubiese esperado encontrar jamás en la mirada de un chiquillo.

—¿Mozo de armas? ¿Y me enseñaríais a usar la espada? ¿Me enseñaríais a luchar? —Mientras lo preguntaba, Assur pensaba en el rostro marcado del normando pelirrojo que los había seguido hasta el río.

Gutier lo había dicho llevado por un impulso, pero, ante la posibilidad de que el niño marchase contra el campamento normando en una estúpida cruzada suicida, prefirió insistir en la idea si con ello lo convencía para que lo siguiera.

—Sí, claro. Por supuesto, puedes quedarte conmigo y ser mi asistente. Te doy mi palabra de que te enseñaré a usar las armas. —Como el chiquillo no decía nada, Gutier porfió—: Mañana podemos partir hacia el este, en tres días podríamos estar en…

—¡No! —interrumpió firmemente Assur—. No, mañana rescataré a mis hermanos, y después habrá tiempo para las armas y lo que venga. Pero primero hay que rescatar a Ilduara… y a Sebastián.

Gutier, que no salía de su asombro, siguió con sus argumentos.

—Muchacho, se acerca el otoño, esos normandos no irán a ningún sitio. Pasarán el invierno aquí, no se arriesgarán con las galernas, créeme. Ven conmigo y buscaremos el modo de rescatarlos más adelante. —A Gutier le costaba creer sus propias palabras, pero no sabía qué otra cosa decir—. Estoy seguro de que, en breve, los nobles llegarán a un acuerdo, con el rey o los obispos, o la tía del rey o quien demonios sea, pero llegarán a un acuerdo y les plantarán cara… O podemos intentar pagar un rescate, seguro que se cruzarán mensajes y correos entre los nobles y los nórdicos, podríamos hacer un trato con ellos… Si estamos donde el conde, podremos enterarnos y meter baza. Hay muchas cosas que podemos hacer, pero lo que no voy a permitir es que tú, solo, te plantes en el campamento normando. Por muchos dientes que tenga el malhumorado ese de tu lobo…

—Pues entonces, venid conmigo, así ya no iremos Furco y yo solos.

Solo respondió un búho con una llamada lejana. Gutier, olvidándose de lo que iba a decir antes de que el muchacho lo interrumpiese con tanto descaro, no pudo hacer otra cosa que dejar la boca abierta en una tontuna expresión de asombro de la que solo fue capaz de recuperarse tras unos instantes.

Assur volvía a ofrecerle sus caricias al lobo y Furco, feliz, le mostraba el vientre a su amo con total confianza.

—No hay otro modo, ¿verdad? —dijo al fin el infanzón—. O voy contigo o irás solo. Es una entre dos, ¿no es así?

Assur se permitió unos instantes antes de contestar.

—Supongo que, si quisierais, podríais obligarme a acompañaros, aunque pienso que sois consciente de que me escaparía en cuanto pudiese… Además, no creo que Furco os lo permitiese de buen grado.

Y el lobo, que había oído su nombre, levantó distraídamente una oreja, aunque siguió tumbado boca arriba disfrutando de las atenciones de su amo. El asueto no le duró mucho, Gutier se irguió bruscamente y el animal reaccionó con rapidez, levantándose también.

—¡Está bien! ¡Tú ganas! Mañana te llevaré hasta su campamento y veremos lo que puede hacerse. Pero no prometo nada… Y dile a ese maldito bicho que se calme, casi me lo hago encima —protestó con sorna antes de marchar en busca de un lugar en el que descargar la vejiga.

Assur, que tenía la intuición de que empezaba a conocer al infanzón, se guardó para sí las palabras y muestras de gratitud.

Llevaban desde tercia observando y, aunque Assur se esforzaba por distinguir los rostros de los cautivos, no podía tener la certeza de si alguno de sus hermanos estaba o no en el basto redil donde los normandos mantenían a los prisioneros. Ni siquiera pudo distinguir al gordo Berrondo. Sin embargo, no parecía prudente acercarse más. Por el momento disimulaban su posición como podían, agazapados entre aviejados pinos de corteza cuarteada que crecían en la cumbre cercana a Rendos.

Desandando el camino que Gutier ya hiciera, se habían mantenido en la orilla norte, y usaban la misma atalaya desde la que el infanzón descubriera el asentamiento de los nórdicos.

El día era claro y solo algunas nubes altas cruzaban, como hilos sueltos, el cielo azul que las montañas entrecortaban. Apoyaban sus rodillas en la mullida pinocha y, cada vez que se movían, podían aspirar el penetrante olor resinoso de las coníferas.

Mirando el horizonte y juzgando la ligera brisa, Gutier habló.

—En dos o tres días lloverá… —Y aunque no lo dijo en voz alta pensó en que sería mejor que se pusieran en marcha hacia el este cuanto antes.

Gutier sabía que las pretensiones del niño eran imposibles, además, en el improbable caso de que lo consiguieran, dudaba de que pudiesen emprender una marcha lo suficientemente rápida, teniendo que preocuparse por los normandos que, con toda seguridad, los perseguirían.

El niño obvió el comentario.

—Deberíamos cruzar —dijo Assur en voz baja—, allí, más allá de Agolada —continuó mientras señalaba—, aquel pico es más alto, quizá veríamos mejor.

—Hijo, no te das cuenta de que no importa si vemos o no vemos. Es imposible, además del corral están rodeados por tres lados de agua y, por el cuarto, de tres mil normandos. Estén o no estén tus hermanos ahí abajo, no hay modo de que podamos rescatarlos. Necesitaríamos alas.

Assur tardó en reaccionar, le costaba imaginar lo que realmente significaba tres mil, sin entender si el infanzón lo había dicho por la enormidad que implicaba o si realmente había estimado el número de normandos.

—O aletas, podríamos hacerlo por el río…

—Definitivamente, a ti el sol te ha secado los sesos —aseveró Gutier—. Ahí abajo hay tres docenas de niños y mujeres, asustados y hambrientos, muchos maltratados, y un buen porcentaje con heridas importantes. —Ambos habían podido ver a muchos que cojeaban o llevaban rudimentarios vendajes en alguno de sus miembros—. Y tú pretendes que crucen a nado más de cincuenta brazas de una fuerte corriente… Y eso suponiendo que no te descubran antes. Definitivamente, más secos que un cuesco del diablo en canícula de verano… —renegó el infanzón haciendo aspavientos—. Como… como los pezones de una vieja…

Assur, que se iba acostumbrando más y más a las habituales rudezas de Gutier, no dijo nada. La vista de los cautivos había abierto ante él horizontes de esperanza que no estaba dispuesto a perder bajo ningún concepto. Y tampoco pensaba desanimarse por el cinismo del infanzón.

—Quizá podríamos distraerlos… —aventuró el muchacho.

Gutier estuvo a punto de soltar otro comentario sarcástico, cansado de las obviedades que tenía que poner de manifiesto, sin embargo, se contuvo. Como era lógico, el chiquillo seguía manteniendo un aire taciturno y triste que no invitaba a las bromas, y el infanzón quería respetarlo, aunque no siempre le resultaba fácil evitar que su resignado y ceniciento carácter saliera a la luz. El tiempo pasado juntos le había enseñado a Gutier que aquel muchacho tenía algo especial y, aunque no pensaba decírselo abiertamente, empezaba a tenerlo en alta estima; con su arrojo y honestidad el pequeño había sabido granjearse una buena porción de respeto. Con esos pensamientos rondándole, Gutier se quedó mirando a Assur fijamente.

—Hijo, ¿cuántos años tienes? ¿Quince? ¿Dieciséis?

El muchacho se dio la vuelta y encaró al infanzón mostrando sorpresa por el cambio de tema.

—No, señor. Tengo trece —contestó obediente.

—¡Dios misericordioso! Pues debes de comer por dos, pareces mucho mayor. Serás tan grande como esos hideputas de ahí abajo.

El niño, que no pudo evitar henchir el pecho con orgullo, se revolvió ansioso, un tanto avergonzado, intentando dar la conversación por concluida y volver a fijarse en el campamento normando.

Gutier, que avanzó un par de pasos y se sentó al lado del muchacho, lo observó con atención por primera vez.

El pequeño tenía una fuerte constitución, de huesos grandes y largos, lo que, sin embargo, no le impedía moverse con agilidad y soltura. Gutier estaba seguro de que podría convertirse en un buen espadachín. El rostro era anguloso a pesar de la juventud y el fuerte mentón le decía al infanzón mucho del carácter y la determinación del muchacho y, si no hubiese sido por las rubias greñas descuidadas, siempre revueltas, el chiquillo todavía parecería mucho más mayor. Sin duda lo más llamativo, bien colocados entre la frente ancha y la nariz delineada, eran los enormes ojos azules; Gutier los había visto envejecer y enfriarse en tan poco tiempo como para sentir escalofríos por la entereza del muchacho.

—Sí, esa es una buena idea, deberíamos distraerlos —insistió Assur sacando al infanzón de sus razonamientos—. Podríamos prenderle fuego a sus barcos con una flecha en llamas —añadió mirando el carcaj de Gutier.

El adulto suspiró antes de responder.

—Muchacho, las flechas embreadas no vuelan bien, se pueden usar para blancos enormes, pero no para acertarle a uno de esos barcos desde aquí. —El infanzón sabía bien de lo que hablaba, esa era una técnica habitual en las batallas con los sarracenos, en ambos bandos, y de poco servía si la fuerza contraria no abultaba lo suficiente—. Es un disparo cuesta abajo y con más de trescientos pasos. Además, si consiguiéramos prender una hoguera con tiempo, si pudiésemos encender una flecha sin que nos vieran, si yo fuese capaz de acertar semejante disparo, y si a la primera pusiéramos a arder una de sus naves, serviría de muy poco —Gutier continuó hablando mientras señalaba los playones y ralentizaba el ritmo de sus palabras intentando dejarle todos los inconvenientes bien claros al niño—. Esos paganos saben muy bien lo que es la guerra, ¿es que no te has dado cuenta? Entre cada par de barcos hay por lo menos una docena de pasos, las velas están recogidas y, por encima de todo, tienen un suministro inagotable de agua que baldear… Créeme, sé de lo que hablo. A su servicio el conde tiene a uno de esos descreídos, lo único que les gusta más que la guerra es el oro. Yo he hablado con él en más de una ocasión y saben cómo establecer campamentos seguros.

Aunque Gutier se ahorró sus sospechas sobre la entidad de aquel asentamiento, ahora que volvía a mirarlo con atención, estaba cada vez más seguro de que empezaba a parecer más una colonia estable que un simple campamento mercenario.

—No, como mucho —continuó Gutier con cierta desazón tras la pausa—, y con suerte, podríamos chamuscar una cubierta, lo que entretendría a los cuatro menos borrachos que estuvieran cerca, pero seguirían quedando para ti solo los otros dos mil novecientos y tantos. ¿Lo entiendes?

—Sí, me temo que sí… Lo entiendo.

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