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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Un inacabable rosario de candidatos al trono, apoyados por distintas facciones de la nobleza y el clero, pelearon durante años creyéndose cada cual el único con derechos a la corona y surgió una rápida sucesión de monarcas y herederos que habían subido y bajado del trono como si el regio asiento quemase sin que ninguno de ellos llegase a ser respetado por el vulgo, que se había referido a sus efímeros reyes con sobrenombres como los de Ordoño el Malo o Sancho el Craso.

Y fue, precisamente, en los días en que el obeso Sancho había ostentado la discutida corona, cuando los cabos entre la Iglesia y el trono se tensaron hasta estar a punto de romperse, como una driza deshilachada en un vendaval. Fueron tiempos convulsos en los que Gutier, sin otro remedio que enranciar sus disgustos ante los pocos escrúpulos de su señor, se vio inmerso en sucias conspiraciones que habrían de marcar los años venideros.

Esperando sustituir al gordo rey Craso por otro heredero que les fuera más propicio, un elenco de nobles entre los que se incluía el señor de Gutier se alió con el todopoderoso Fernán González, conde de Castilla y señor de Lara, que ya había intentado arrebatar el trono de León en más de una ocasión a través de matrimonios de conveniencia y oscuras alianzas. Cerrado el pacto tras elegir a un candidato al trono, la facción nobiliaria había presionado a los obispos a fin de que extorsionasen al pusilánime rey obeso hasta que su poder languideciese.

Gutier en persona había llevado recado a la floreciente Compostela, los nobles harían generosas donaciones para la ciudad del apóstol si el obispo Sisnando conseguía debilitar la corona lo suficiente como para poder aupar hasta el trono al candidato elegido por la nobleza.

Y el rey craso tuvo que ceder, ante su pueblo no podía negarle el favor a la villa que albergaba las veneradas reliquias que tantas riquezas aportaban al reino gracias a los peregrinos; así, el prelado, favorecido por las presiones del señor de Lara en la corte, había obtenido fondos y permiso para ejercer una leva con la que reforzar sus dominios ante posibles ataques de moros o normandos.

En unos pocos meses, incluso excediéndose en su cometido al juicio de los nobles, el obispo Sisnando había exprimido la voluntad de sus feligreses para mayor gloria de la Iglesia y ridículo de la corona. Desoyendo las peticiones de mesura que llegaban de la corte, el prelado había levantado torres de defensa en las desembocaduras de los ríos Ulla y Tambre, había construido una enorme empalizada que cercase la debilitada muralla de la ciudadela compostelana; y, como medida extrema, había cavado un gigantesco foso rodeando la aglomeración de viviendas que crecía en torno al
Locus Sancti Jacobi.
Aprovechando para sí y su obispado la oportunidad, Sisnando organizó sus territorios como si no dependiesen de la corona y extendió rumores malsanos sobre independencia con los que encorajinó a la nobleza que le era cercana a la corte.

Sin embargo, la plebe, airada por tantos trabajos, aupada por los nobles contrarios al señor de Lara, se soliviantó por los abusos del obispo y elevó quejas a la corte que fueron secundadas por ciertos terratenientes; lo que le había servido de excusa al presionado rey para arrebatarle la cátedra episcopal a Sisnando y ponerla en manos de un tal Rosendo, que había sido ya obispo en Mondoñedo y tenía fama de santo en vida. Contentando a unos, disgustando a otros y enfureciendo al conde Fernán González, que había recibido la noticia de labios del propio Gutier, enviado hasta los dominios de Lara como correo por el conde Gonzalo.

Sisnando, privado de su dignidad, acabó preso; sin embargo, hubo quien pensó que nada podía haber mejor que un obispo que debiera favores. De modo que, deseando controlar la corte, los nobles aliados con el conde de Lara urdieron una supuesta tregua que había de tratarse en la fortaleza de Castrelo de Miño y le tendieron una trampa al rey.

El conde Gonzalo, que tenía a su servicio a un médico hebreo experto en herboristería, había tenido la idea. Y Gutier había sido el encargado de escamotear el veneno salido de la botica del judío con el que, tras burlar a la guardia real apostada en la fortaleza de Castrelo, se había emponzoñado la cena del monarca. Víctima de la ambición de los nobles, el rey Sancho el Craso agonizó largamente con las tripas enredadas, presa de terribles retortijones.

Muerto el rey, una nueva batalla por la sucesión había comenzado y, mientras los distintos bandos nobiliarios discutían, Gutier había recibido otro encargo. El infanzón, acompañado de unos cuantos hombres de las mesnadas del conde Gonzalo, había cruzado el reino a uña de caballo y liberado a Sisnando para, tal y como querían los nobles acaudillados por el señor de Lara, llevarlo a Compostela y ayudarlo a recobrar su obispado.

Así, Rosendo, que apenas había tenido tiempo de disfrutar de su dignidad episcopal, sin poder contar con el apoyo del monarca fallecido, presionado por la sombra armada de Gutier que guardaba las espaldas de un airado Sisnando, había abandonado la ciudad del apóstol.

Como resultado, a pesar de que Sancho el Craso había conseguido, antes de ser envenenado, que sus acólitos entre la nobleza apoyaran a su pequeño hijo Ramiro en la sucesión, la parte del poder nobiliario que le era contraria había podido equilibrar la balanza colocando a alguien de su interés en la importantísima sede episcopal de Iria Flavia, la más rica de todas, la que controlaba Compostela.

Después de años de disputas la corona había recaído en la testa de un niño que atendía las audiencias jugando con la espada de su ayo, e inevitablemente, la integridad del reino había comenzado a cuartearse, resquebrajada por hendiduras capaces de engendrar funestos vaticinios.

Como si las disputas de las regentes no fueran suficientes, los mahometanos, oportunistas, habían enviado desde Córdoba una presuntuosa embajada con la que ridiculizar las pretensiones de la débil corona y constatar la sempiterna amenaza del islam, acantonado en el sur de la península. Y, mientras los nobles se enviaban mensajes codificados y la Iglesia se resquebrajaba, los normandos habían atacado de nuevo, con más fuerza que nunca.

Habían llegado rumores, aquellos demonios del norte habían remontado el Ulla y Compostela había estado a punto de sucumbir. El obispo Sisnando, quizá queriendo dejar constancia de que había vuelto a hacerse con las riendas del obispado, imbuido por las obligaciones guerreras que las antiguas leyes godas exigían de sus prelados, seguro de que el niño rey no reaccionaría, fue el primero en contraatacar. Sisnando había corrido a enfrentarse a los invasores nórdicos en cuanto tuvo noticia de que habían penetrado por Juncaria, burlando las torres de vigilancia que él mismo había levantado en la ría del Ulla unos años antes. Sin embargo, de nada le sirvió al rebelde obispo todo su arrojo. Al poco de entrar en batalla, a unas millas al sur de Compostela, Sisnando fue muerto por una flecha normanda en el sitio de Fornelos durante la Cuaresma de aquel año de nuestro Señor de 968. Y el miedo se extendió como lumbre en la yesca.

Y con la llegada del otoño, entre cuchicheos pronunciados bajo expresiones compungidas bajo el peso del miedo, las cuadrillas para la zafra abandonaban los campos impulsadas por las noticias que llevaban los vientos.

Había que confirmar aquellos rumores y, bajo las órdenes del conde Gonzalo Sánchez, Gutier había partido desde las tierras del noble al borde de los montes bercianos. Marchaba solo, con la encomienda estricta de pasar desapercibido, y dos eran sus cometidos: en primer lugar, dar por ciertos los vanos rumores sobre la muerte de Sisnando y, de verse confirmados, enterarse de los movimientos de Rosendo; en segundo lugar, averiguar cuanto le fuese posible sobre las huestes normandas, efectivos, barcos, posición y cualquier detalle que pudiese ser de ayuda. El conde Gonzalo y sus compinches, conscientes de que antes o después habría guerra, necesitaban saber a qué atenerse; ya que, y Gutier tenía la certeza, no se moverían a no ser que se sintieran ganadores; si les convenía, incluso dejarían campar a los normandos a sus anchas; o comerciarían con ellos sin más, pues solo el afán por la plata de los nórdicos era comparable a su sed de sangre.

El infanzón, eficiente como siempre aun a pesar de su desagrado por la tarea, había apurado al máximo el ritmo de su trote y, aun evitando las calzadas romanas, cubrió cien millas de montes y valles de bosques cerrados en apenas cuatro días. Durmiendo al raso sin encender fogatas que lo delatasen y permitiéndose el único lujo que le brindó una liebre despistada al cruzarse con él al tercer día. Harto de cecina reseca y pan duro, había buscado un refugio en el que poder comer caliente. Encontró un hueco entre enormes berruecos donde esconder el resplandor del fuego, y se concedió una noche de descanso verdadero mientras digería los restos de liebre aderezada con romero, tumbado sobre una improvisada márfega de verdes ramas de jara. Sin poder imaginar que, en ese mismo lugar, solo unos días después, su vida cambiaría para siempre.

Había llegado a Compostela la mañana del quinto día, poco después de tercias, y pronto se dio cuenta de que los ánimos estaban soliviantados. El miedo de los lugareños resultaba patente incluso en las escasas gentes que se cruzaba en las afueras. Todos parecían huir con los recuerdos de las recientes batallas frente a los normandos apretados en el cogote.

Gutier, embozado en su tabardo, había envuelto las armas en su loriga de cuero y las había dejado escondidas en un bosquecillo de jóvenes alisos, apenas unos cientos de pasos al sur de la gran empalizada que construyera Sisnando. Solo llevaba encima una daga escondida en la bocamanga y, tras haber desastrado su aspecto, consiguió parecer un simple peregrino.

Había traspasado el imponente cercado por el conocido lugar de Mazarelos, librándose de las preguntas de la guardia con las típicas excusas devotas del peregrino a las reliquias del apóstol, y había seguido hacia el norte por el empedrado de la rúa Novus.

Como buen soldado de fortuna, Gutier sabía que no había mejor sitio para tomar el pulso del lugar que las tabernas y, cruzando la rúa Villare, se revolvió en el laberinto de callejuelas y piedra hasta toparse con el callejón de la Rainha. En el aire se distinguían los olores de los platos preparados en las posadas y el profundo aroma del granito avejentado. Eligió la más lúgubre y oscura de las cantinas que vio, un tugurio apestoso cubierto por décadas de humo pegoteado de grasa que era conocido como O Mico Preto.

Esforzándose por parecer uno más, se movió con calma, arrastrando la pierna derecha y encorvándose, fingiendo alguna deformación. Escogió la última de las mesas, y se sentó de cara a la puerta principal con la espalda pegada a la pared. Aguzó el oído y dejó pasar el rato bebiendo pequeños sorbos del vino ácido y enturbiado que le sirvieron. Cuando se acercaba la hora sexta pidió yantar y otra jarra de aquel bebedizo acre.

El insípido guiso llevaba carne de cerdo pasada y habían intentado tapar el desastre con un desagradable exceso de tomillo. El vino, un caldo barato obtenido de uvas recogidas antes de tiempo en las cepas blancas que abundaban en la costa, era mordiente y tenía un fuerte regusto astringente que le dejó una sensación afelpada en la lengua.

Oyó vagas charlas llenas de temerosas expresiones entre los pocos parroquianos y vio a muchos pasar con morrales y macutos para el camino.

La ciudad le había parecido incongruentemente vacía. Desde hacía años Compostela se había enriquecido y crecido a un ritmo frenético, llenándose pronto de gente de toda clase y condición y sirviendo de aliviadero para muchos escapados que, aprovechando un dictado del viejo rey Ordoño II, intentaban pasar cuarenta días en la villa sin ser reclamados y, de ese modo, convertirse en hombres libres. Sin embargo, esa jornada, más bien parecía que el lugar se estuviese vaciando de almas rápidamente.

Todavía con el vino peleándose con el paladar, había seguido callejeando hacia el norte hasta llegar al
preconitorium
. Había esperado tener la suerte de escuchar algún pregón.

Pero la escasez de transeúntes o nuevas lo animó a meterse en la platería de un orfebre judío. Y aunque suspicaz por el aspecto desmañado del infanzón, el orfebre confirmó las noticias que habían llegado hasta el Bierzo; además de algunos comentarios intrascendentes sobre las sernas otoñales debidas a la Iglesia, adelantadas ese año, Gutier escuchó el relato de la truculenta muerte de Sisnando y pormenores sobre la vuelta al obispado de Rosendo. El prelado, tras recuperar su condición, había intentado calmar el temor de Compostela anunciando su firme intención de expulsar a los normandos.

Deseoso de conocer más detalles de los que podía brindarle el judío, decidió llegarse al monasterio de San Pelayo. De sus tiempos de novicio el leonés conservaba algunas amistades: frailes que habían quedado repartidos por todos los territorios del reino cristiano. Y el infanzón se había servido de ellos como informantes en más de una ocasión. La Iglesia llegaba a todas partes y, desde Oviedo a León, de Astorga a Lugo, Gutier sabía con quién podía contar si deseaba saber algo.

Gelmiro apenas había cambiado. El aguzado rostro ratonil de pequeña nariz y ojos inquisitivos parecía ser el mismo que veinte años atrás. Su constitución y porte, tan cerca de lo enfermizo como podían serlo los de un hombre sano, seguían bailando dentro de un hábito demasiado grande en el que las manchas y el hedor anunciaban de lejos al inquilino. Gutier siempre había estado convencido de que el menudo Gelmiro se empeñaba en usar tallas de más para tener huecos suficientes en los que almacenar la mugre. La única diferencia era que su ya antes escasa mata de pelo se había refugiado tras sus pequeñas orejas de soplillo, formando dos únicos mechones revueltos que despuntaban con timidez alborotada.

—¡Querido Gutier! —había exclamado exaltado el frailecillo haciendo hediondos aspavientos con las manos—. Benditos los ojos, pródigo hermano. ¡Cuánto tiempo! Venid, venid conmigo, acompañadme a las despensas a ver si conseguimos del hermano cillerero que nos permita celebrar tan bienaventurada llegada con algo de pan y vino.

En eso tampoco había cambiado Gelmiro. Tal y como recordaba Gutier, el fraile era siempre capaz de encontrar excusas que le permitieran hurtar un poco de vino de las cocinas.

—Mi buen Gelmiro —había replicado Gutier intentando que no resultase evidente el esfuerzo que hacía por no arrugar la nariz—. Tan devoto como siempre. Por lo que puedo oler, seguís convencido de que lavarse demasiado a menudo incita al pecado —había dicho el infanzón con su clásico sarcasmo revenido.

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