Y, aunque no llegó a saber el porqué de semejante pensamiento, Assur se preguntó cómo podía aquel chiquillo gritar tanto. Recordaba lo que había sentido y oído cuando aquel nórdico había lanzado su hacha, y no lograba entender cómo Berrondo podía armar semejante escándalo por culpa de las espinas de un arbusto.
No tuvo tiempo para hallar una respuesta, y tampoco para encontrar en su interior el reproche que deseaba sentir. Casi inmediatamente chirriaron en sus oídos aquellas roncas voces de afilados matices. No le hizo falta traducción.
Furco, de nuevo pendiente de lo que sucedía en el pueblo, arrugaba los belfos y se preparaba para atacar. Assur dio un paso al frente y tuvo la fugaz visión de tres de aquellos gigantes que se ponían en movimiento. El primero de ellos, el pelirrojo de anchos hombros y cabeza descubierta, apuntaba hacia donde se encontraban con el brazo extendido y la enorme espada al frente.
—¡Corred! ¡Corred!
Solo se tomó el tiempo suficiente para apoyar su mano en el cuello tenso y caliente de Furco, haciendo presión para que girase la cabeza y se percatase de que su amo se ponía de nuevo en marcha.
Berrondo consiguió ponerse en pie y abandonó tras de sí sus lamentos echándose a correr con la escasa soltura que sus fofas piernas le permitieron.
Assur, mucho más ágil, se adelantó fácilmente y tomó la mano de su hermana al vuelo para tirar de ella y ayudarla a mantener el ritmo de la carrera.
—Hacia el regato, al Ruxián —gritó Assur distinguiendo claramente las fuertes pisadas y el vociferar de los normandos que se acercaban peligrosamente.
El muchacho, sintiéndose responsable por no haber sabido evitar el comportamiento de Furco y el escándalo de Berrondo, valoró con rapidez sus posibilidades. El lobo no le preocupaba, pero la mansa docilidad silenciosa de su hermana sí lo inquietaba. En pocos pasos tuvo que ceder a lo evidente, la pequeña no aguantaría.
—Ven, ¡sube! —la instó tras echar una rodilla al suelo y ayudarla con el brazo a encaramarse a su espalda.
Con su hermana a cuestas, Assur solo se concedió un instante para ceder ante una pequeña punzada de culpabilidad por dejar a Berrondo, que seguía retrasado. Inmediatamente después imprimió a sus piernas de cuanta voluntad disponía y corrió liberando todo lo que tenía dentro, dispuesto a reventarse el pecho antes de que aquellos malnacidos venidos del tenebroso mar le pusieran la mano encima a Ilduara.
Se movían hacia el nordeste sin seguir un camino concreto, atravesando los familiares bosques que otoñaban. Assur tardó en darse cuenta de que su ventaja se iba reduciendo poco a poco. En solo unos momentos de carrera echar la cabeza atrás le permitió distinguir por primera vez a sus perseguidores. Al enorme pelirrojo al que había visto cruzar el umbral de la que había sido su casa se habían unido otros dos de fiero aspecto y movimientos rudos. Un bigardo larguirucho de interminables brazos que vestía cota de malla, se protegía con una rodela y agitaba una espada corta de doble filo por encima de su casco; y otro, casi tan alto como ancho, que además de vestir también la larga prenda de anillos metálicos, portaba un hacha labrada tan grande que necesitaba ambas manos para sostenerla. Aun con sus pesados pertrechos todos ellos corrían con intimidante ligereza, además, Assur intuyó en sus rostros barbados una atroz determinación; le quedó muy claro lo que podía esperar si los atrapaban.
Aquellas bestias malnacidas que surgían de los hielos del norte no solo buscaban el oro de las iglesias o las mercaderías y posesiones de los lugareños. Había un jugoso botín del que nunca prescindirían: los esclavos.
Entorpeciendo su campo de visión, un descoordinado Berrondo corría sin gracia con la cara compungida. Assur supo con aterradora claridad que o bien hacía algo pronto, o aquellos gigantes los atraparían.
Dedicando solo la atención necesaria a mantener sus pies fuera de obstáculos que lo pudiesen hacer caer, Assur se devanaba los sesos buscando una salida. Mientras, dolorosamente, empezaba a acusar de modo evidente el esfuerzo adicional que le suponía cargar con su hermana. La pequeña, después de haber mirado tras de sí una única vez, se aferraba con fuerza a su hermano. Había cruzado sus manos sobre el cuello del muchacho y enterraba el rostro lloroso contra el hombro de él, soportando estoicamente el golpear rítmico de los huesos en su mejilla a cada zancada.
Assur sentía sus piernas arder. Y un doloroso palpitar en las sienes se aceleraba a medida que su corazón amenazaba con reventar. Oscuras premoniciones se acumulaban haciéndole perder la concentración y, con honda tristeza, tuvo que reconocerse que le costaba pensar con claridad en busca de una salida. La idea de que le hiciesen daño a Ilduara, o incluso a Furco, se empeñaba en hacerse cada vez más presente, Assur percibía cómo la pena le anegaba el ánimo tentándolo a desfallecer. E irónicamente, tras mirar de nuevo a su espalda y distinguir el cruel gesto del tajo que tenía por boca el primero de sus perseguidores, no pudo evitar pensar en cuán feliz se prometía el día. En la mañana brumosa su única preocupación había sido capturar unos cuantos saltamontes para cumplirle un capricho a su padre ofreciéndole unas truchas del Pambre.
Y, de repente, se acordó. La barca. La vieja barca de José, el molinero de Mácara. Un año antes el enjuto hombrecillo había construido y calafateado una nueva barquichuela de fondo plano para ayudar a que sus clientes de la otra orilla le pudiesen enviar los sacos de cereal a través del Ulla y, a su vez, él pudiese entregar la harina sin tener que pasar por un penoso rodeo. La nueva embarcación estaba a buen recaudo en el caz del molino, pero un favor en el que intervino una oveja perdida del rebaño de Leovigildo, algunas bromas de los chicuelos y un par de descuidos habían dejado, con el paso del tiempo, a la vieja barca aguas arriba. Olvidada, pudriéndose en una ensenada calma por encima de los rápidos que precedían a la presa del molino, esperaba serle útil a alguien.
Sintiendo un alivio lejano por la posibilidad remota que podía entrever en su imaginación, Assur viró ágilmente al sur. Corrió recuperando parte de las fuerzas perdidas sin preocuparse de Furco, sabía que lo seguiría. No prestó atención a la posible reacción de Berrondo.
Estaba cerca. Pero cuanto más próximo se sentía a una salvación, más encima podía notar a sus perseguidores.
En su carrera pasaron cerca de la modesta capilla de Santa María, la dejaron a su izquierda sin llegar a verla, pero sabiendo que allí estaba. Y Assur le pidió ayuda a la Virgen rogándole que las piernas no le fallasen y que su hermana saliera con bien de ese aprieto.
El terreno ya descendía, anunciando el cauce del Ulla, y aunque comenzaba a rozar lo insoportable, el peso de Ilduara se hizo un poco más llevadero. El ligero alivio solo sirvió para que la ajetreada mente de Assur dejara a un lado sus ruegos y se preocupara por la niña y lo enfermiza que comenzaba a parecer su apatía. Esquivando una rama baja el muchacho se prometió a sí mismo dedicarle toda su atención a la pequeña en cuanto salieran de aquella encrucijada.
A sus espaldas oían los gritos de los normandos sin entenderlos. Entre resuellos se azuzaban los unos a los otros y al muchacho le pareció distinguir alguna carcajada cruel. Le indignó entender que para aquellos demonios del norte la persecución de tres niños era poco más que una chanza. Berrondo soltaba alaridos esporádicos que retumbaban en los oídos de Assur.
Ya estaban cerca, hacía falta un último impulso. Apuró la carrera anteponiendo su voluntad a los calambres que amenazaban sus piernas agarrotadas y doloridas.
La madera clareada por el sol estaba salpicada por manchas de humedad. La tablazón desencuadernada y medio suelta; las juntas abiertas y necesitadas de un remiendo de brea. Su aspecto era del todo lamentable, pero vislumbrarla entre las ramas caídas de un aliso desmochado por alguna tormenta supuso un alivio inigualable.
Assur no tuvo tiempo para delicadezas, dejó caer a su hermana de golpe y el escaso peso de la niña fue suficiente para romper con un crujido seco el único travesaño que servía de asiento en la pequeña falúa. Sin embargo, Ilduara no se quejó, aunque Assur estaba seguro de que se había hecho daño. La pequeña se limitó a acurrucarse contra la plana popa cuadrada. El zagal no perdió el tiempo, mientras gritaba a Furco que saltase al interior de la barca, la empezó a empujar para sacarla de la suave arena de la orilla y meterla en la corriente.
Berrondo rogaba que lo esperasen y los nórdicos rugían con indignación al ver que sus presas podían escapar. Furco, con gestos fieros y rápidos, saltó del bote para interponerse entre su dueño y aquellos hombres. Gruñía enseñando dientes afilados entre los pliegues oscuros de sus belfos retirados. Assur, inclinado sobre la barca, empujaba con todas sus fuerzas intentando hincar los pies en la suelta gravilla húmeda de la pequeña playa fluvial.
—¡Al bote, Furco! ¡Sube! ¡Con Ilduara! —le ordenó entre gemidos de esfuerzo intentando olvidarse del dolor ardiente que le laceraba los músculos de las piernas.
Berrondo seguía chillando, con un miedo palpable que se entrecruzaba con sus ruegos.
—¡Esperad…! ¡Esperadme!
Los normandos, a poco más de cincuenta pasos, aceleraban el ritmo gritando en su lengua amenazas evidentes. La barca se movía con desesperante lentitud, como presa de un disgusto inesperado por verse obligada a abandonar su retiro; la fina arena removida desprendía un oscuro olor terroso que se pegaba a la garganta de Assur con cada inspiración.
Ilduara se levantó de golpe en cuanto la popa entró en el agua y, aunque la niña no dijo nada, Assur pudo ver por entre los mechones caídos y sudados que le barrían la frente que el agua fría había entrado por las junturas del viejo bote, y Furco, ya en la barca, miraba con suspicacia como el nivel iba subiendo.
Berrondo se lanzó dentro del bote sin más miramientos que su propio terror, llegando a apoyar uno de sus pies en la espalda doblada de Assur, que perdió el equilibrio y terminó de bruces en el agua. Ni siquiera se molestó en protestar, comenzó a empujar de nuevo en cuanto comprobó la distancia que todavía los separaba de los salvajes nórdicos. Poco a poco fue sintiendo cómo la resistencia cedía a medida que el fondo del bote se metía en el agua. Cuando el esfuerzo se lo permitía alzaba el rostro de entre sus hombros estirados para mirar el interior y ver cómo se engrosaba la lámina de agua que comenzaba a cubrir el fondo de la falúa.
—¡Empuja! Vamos, empuja. ¡Van a cogernos! —gritaba Berrondo dando saltitos nerviosos.
En cuanto sintió que el agua mojaba los dedos de sus pies descalzos se aupó por encima de la pequeña borda y se derrumbó en el interior del bote respirando con dificultad. Y solo entonces se dio cuenta de que no habían cogido una pértiga con la que impulsarse.
—¡Ya llegan! ¡Están aquí! —gritaba Berrondo.
Ilduara permanecía callada, ensanchando la expresión de horror que transfiguraba su cara. Furco se movía inquieto, gruñendo de nuevo.
Assur se sentía desfallecido y sin fuerzas. Y, aunque la capa de agua fría del fondo de la barca había espabilado un tanto sus músculos agarrotados, tuvo que reunir tantos redaños como le quedaban para ponerse de rodillas al tiempo que ordenaba al histérico Berrondo que metiera su mano en el río y empezase a bracear.
—Agáchate y rema… —Assur se mordió la lengua callando lo que, en verdad, hubiera deseado gritarle al hijo del sayón—. ¡Rema o morirás!
Berrondo no pareció entenderlo, pero Assur, echando a su hermana y al lobo hacia la proa, metió el antebrazo en el agua e impulsó la barca con todas sus ansias. Cuando el gordo chicuelo consiguió reaccionar, la barca ya escoraba a babor por el solitario esfuerzo de Assur. Algo que, sin que mediara la intención del hijo del sayón, les permitió encarar la orilla opuesta.
Las voces roncas de los normandos resonaban en sus oídos con amenazante cercanía. Ya estaban en la ensenada de la ribera que había ocupado el bote. Y, aunque Assur no se atrevió a girarse para echar un vistazo, la escena que había presenciado en el pueblo una eternidad antes se repitió ante sus ojos con una atroz claridad. Por un momento le pareció oír el silbido del filo de un hacha cortando el aire a su espalda.
El agua subía poco a poco de nivel y la podrida tablazón gemía con resentimiento. Ilduara, reacomodada frente a los dos muchachos, se limitaba a seguir mirando con aprensión hacia la orilla. Furco, apoyando las manos en el cuarteado tachón de cuero que hacía las veces de amura, enseñaba los dientes, nervioso, con su cabeza a un par de pulgadas de la de Assur. Las desmañadas manotadas de Berrondo no lograban contrarrestar las prolongadas y fuertes brazadas de Assur, lo que, unido a la corriente que los empujaba por la izquierda, daba al bote una errática deriva en la que parte del esfuerzo de los muchachos se perdía en inútiles cambios de rumbo.
Cuando Assur, sin dejar de mover su dolorido brazo dentro del agua oscura, se atrevió a mirar por encima del hombro, pudo distinguir a los tres normandos discutiendo entre ellos. Estaban apenas a una docena de pasos. Dos de ellos, llevados por el ansia irremisible de la persecución, habían avanzado hasta el mismo río, el agua lamía los bajos de sus cotas de malla, gesticulaban señalando de tanto en tanto hacia el bote, que se alejaba con parsimoniosa exasperación. No hacía falta entender sus gritos. Estaban decidiendo si deshacerse o no de las pesadas protecciones y pertrechos, era evidente que se planteaban si continuar la persecución a nado. Sin embargo, por alguna razón, no fue semejante posibilidad la que logró arrancar un nuevo escalofrío de la espina dorsal del muchacho. Fue la mirada fría y serena del que mantenía los pies en seco. Era el pelirrojo que Assur había visto salir de su propia casa. Aquel gigante de cara hosca permanecía en silencio, y no parecía estar atendiendo a la discusión que se traían entre manos sus compatriotas. Deslabonadas por la barba, el zagal pudo distinguir una serie de cicatrices que cruzaban el rostro cuadrado y curtido del nórdico. Tenía un aspecto feroz. Y, con una seguridad que detestó irremediablemente, Assur tuvo la certeza de que aquellos ojos que parecían tallados en piedra habían visto morir a sus padres y hermanos.
Las manos de los muchachos resultaban unas palas pobres y, aunque bogaban con todas sus fuerzas, se alejaban lastimeramente. Tanto que incluso cuando volvió a mirar hacia la otra orilla, Assur siguió sintiendo los ojos del normando clavados en su nuca.