El pequeño fraile obvió el comentario y guio alegremente a su invitado, encantado por tener una excusa para escudriñar las bodegas.
Ya con un cuenco de vino cada uno y habiéndose sentado no lejos del hogar, entre el barullo de las idas y venidas de la cocina, tras los consabidos prolegómenos banales y algunas bendiciones, Gelmiro se decidió a preguntar directamente.
—Y bien, ¿qué os ha traído hasta Compostela?
Gutier sabía que, si Gelmiro llegaba a suponer que estaba en Compostela intentando obtener información, el fraile iría corriendo a avisar a su prior, y este haría lo propio con el obispo, comprometiendo su misión y poniéndolo en una situación muy delicada.
—He decidido peregrinar hasta las reliquias del apóstol. Supongo que he recuperado algo de la santidad que tenía en San Justo…
Gelmiro no lo creyó, pero prefirió no decirlo en voz alta, lo que aprovechó Gutier para guiar la conversación a fueros de su interés.
—Y… ¿cuál es vuestra historia? ¿Alguna novedad? —había preguntado el infanzón.
—¡Ay! Amigo mío. Están los ánimos exaltados, no podríais imaginarlo. Como ya sabréis… —Gelmiro había aprovechado la pausa entornando los ojos y dándole la oportunidad a Gutier de soltar la lengua, sin embargo, como la triquiñuela pareció no funcionar, se decidió a continuar—. Rosendo es de nuevo obispo de Iria, y parece empeñado en convertir todos los monasterios a la regla de San Benito. ¡Imaginaos! Quiere que abandonemos cada cual las de San Isidoro o San Fructuoso, según corresponda, y que todos abracemos esa moda impía que llega de allende la Aquitania. Creo que quiere borrar todo recuerdo de Sisnando. ¡Acabaremos como los francos!…
Gutier no había reaccionado ante la excitación del fraile y Gelmiro, incapaz de permanecer callado mucho tiempo, continuó hablando tras pedir a un novicio que rellenase su tazón de vino.
—… No creo yo que vaya a conseguirlo. Más de un abad le ha hecho llegar ya su recelo. Además, ahora mismo tiene asuntos más importantes con los que lidiar… Mucho más importantes… Si se descuida, no va a tener monasterios que transformar…
Gutier siguió callando y Gelmiro se ocupó de volver a rellenar su cuenco, que parecía no tener fondo.
—Han llegado noticias desde Curtis —había seguido hablando el frailecillo—, esos demonios del norte han arrasado la iglesia de Santa Olalla. ¡Han robado todo lo que tenía algo de valor! ¡Y todo el vino de misa!… —Gelmiro alzó los brazos al cielo llenando el ambiente de hedores picantes—. ¡Todo! ¿Podéis imaginarlo? ¡Todo el vino! Y… hay rumores de que no dejaron a nadie con vida. —El pequeño monje se persignó con prisa—. Pobres desgraciados, ¡el Señor los acoja en su eterno amor!
El ataque de Curtis fue algo nuevo para Gutier y se atrevió a hablar.
—¿Los normandos? ¿Han llegado a Curtis?
Antes de contestar, el monje apuró lo que le quedaba de vino.
—Sí, sí, hasta… Curtis, hasta Curtis… Y todos muertos… Llegaron por el Ulla con la primavera y, ya veis, ahora… En Curtis… —Al monje se le había empezado a trabar la lengua, y entre el tono ceniciento de su rostro sucio ya destacaba el bochorno de su nariz—. Ese tal Gundericus, o como se llame, parece haber venido a hacerse el dueño y señor… Y señor de todas nuestras tierras. ¡Arderá en el infierno! ¡Demonio descreído!… ¡Impío! Rosendo conseguirá reunir a los nobles y dará igual si son cien o doscientas naves… ¡Arderán en el infierno!…
Gutier ocultó su satisfacción. Estuvo seguro de que las fuentes de Gelmiro eran fiables, el pequeño fraile siempre había sido un metiche con casi tantas ansias por los rumores como por el vino, y tan ávido era para escucharlos como lenguaraz para desvelarlos. El infanzón pudo tener la certeza absoluta de que el obispo buscaba aliados entre los nobles y, de manera natural, había elegido a los priores de los conventos de Compostela para dejar que la noticia calase. Si la situación era tan grave como parecía, cabía la posibilidad de que incluso tendiera su mano a viejos enemigos.
—¿Cien o doscientos barcos?
—Sí, sí… —balbuceó el vino en boca del fraile—, sí, sí, sí… cien… Dicen que cien naves suben por el río y con los que no comercian pues… pues los matan… ¡Paganos! ¡Son unos paganos! Y también dicen que Rosendo… —Gelmiro intentó hacer un gesto de complicidad apoyando un dedo de uña negra en el puente de la nariz—. Dicen que Rosendo no ha podido admitir que son las murallas de Sisnando las que han salvado a Compostela. ¡Y la soberbia es un pecado capital!
Sin poder obtener nada más en claro del achispado fraile, Gutier había abandonado la ciudad del apóstol con tiempo suficiente como para hacer noche en el bosquecillo donde había escondido sus armas. A la mañana siguiente se dirigió al sur y no al este. Tenía que ver cuál era la verdadera fuerza de los normandos.
No fue difícil seguir el rastro. Los normandos habían dejado tras de sí muerte y destrucción. Y, entre los que no habían perdido la vida, quedaban los que ni siquiera deseaban detener su huida para maldecir a los demonios venidos del océano tenebroso, y los que se deshacían rápidamente en lamentos en cuanto se les preguntaba.
Llegó hasta el Ulla dejando a su espalda el lugar de Fornelos, donde el obispo Sisnando había perdido la vida de una forma terrible. Y una vez en el valle siguió hacia el este, remontando el caudaloso río. Se movió con precaución, con las armas engrasadas y los sentidos alerta.
Al avanzar las señales fueron más y más recientes. Gutier cruzó campos de cereal pisoteados y arruinados, encontró casas reducidas a escombros y descubrió cabañas enteras de ganado descuartizado. Finalmente, buscando siempre puntos altos desde los que poder observar, terminó en un pico cerca del devastado pueblo de Rendos. Y, cuando la noche ya se anunciaba en el horizonte, los vio. Y supo de inmediato que se acercaban tiempos terribles.
El muchacho seguía con los ojos clavados en el suelo, palmeando el cuello del lobo, pensativo, quizá rogando a Dios. Y Gutier sintió un desagradable escalofrío de conmiseración por el crío. Ni siquiera acudir a la providencia divina le serviría, pues la devastación que dejaban tras de sí los normandos estaba tan cercana al mismísimo averno que solo los demonios más oscuros podían campar por ella. Él lo había visto.
Estuvo a punto de mentir piadosamente al muchacho, pero luego recordó. Recordó lo que había visto en el asentamiento de los nórdicos la tarde anterior y prefirió callar.
Habían establecido su campamento en el enorme valle que permitía al Ulla unirse a varios de sus afluentes de una sola vez. La confluencia creaba una enorme ensenada que daba cabida cómodamente al ejército normando.
Allí estaban, destacando sobre las aguas tintas del enorme río. Impresionado por lo que veía, Gutier se había esforzado con la cuenta. Ochenta y tres barcos, con bancadas para alojar a un par de docenas de remeros por navío. La mayoría eran estilizados y amenazadores, de escaso calado, de maderas oscuras y afinadas proas y popas de rodas y codastes labrados, perfectos para la guerra; también había algunos de mayor manga y con más obra viva, evidentemente cargueros. Muchos estaban varados aprovechando los playones naturales, e incluso con el sol de la tarde lucían tenebrosos. Algunos se movían río arriba, aprovechando enormes velas cuadradas con franjas de color que suplementaban la fuerza de los remos, transportaban lo que parecían pequeños grupos de asalto, avanzadillas. Otros se movían río abajo, usando los remos para guiarse en la deriva de la corriente, y Gutier había deducido que habría más cargueros esperando en la desembocadura, preparados para hacerse a mar abierto si existían amenazas para el botín apresado.
En total debían de rondar los tres mil, y muchos de ellos parecían poder permitirse el lujo de llevar cotas de malla; era evidente que no se trataba de una desorganizada panda de desharrapados que se habían echado al mar como último recurso, era un contingente bélico en toda regla, preparado para la lucha. Abundaban las espadas y las hachas y, o bien colgadas de las amuras de los navíos, o bien repartidas en pilas entre las tiendas, se veían montones de rodelas de vivos colores.
Muchos parecían listos para disfrutar de una velada de excesos, a juzgar por los asados que daban vueltas en las hogueras, pero también había visto a otros que formaban retenes de guardia que quedaban pronto repartidos por el perímetro del campamento.
Las tiendas, los fuegos y el humor festivo hacían palpable la seguridad que los normandos sentían en sus fuerzas y posición. Y a Gutier le había parecido que aquellos hombres rudos tenían razones fundadas para sentirse así.
Algunos atendían los fuegos y los espetones que giraban sobre ellos, otros racionaban enormes jarras de lo que Gutier había intuido debía de ser algún licor, unos pocos afilaban sus armas con esmero y la mayoría de los restantes parecía, simplemente, disfrutar del ocaso. Eran muchos y estaban bien establecidos, y el infanzón no había tardado en percatarse de que aquel era un campamento con visos de permanente, incluso había algunas construcciones simples de madera basta.
En el extremo occidental los nórdicos habían aprovechado una curva cerrada del río para montar un cerco de maderos cortados burdamente, allí guardaban a sus prisioneros. El infanzón no había podido diferenciar los rostros, pero la mayoría eran fácilmente identificables como niños y mujeres. Los mantenían apilados como animales y algunos de los normandos parecían estar preparando recuas de maniatados cautivos. Separaban grupos de media docena y los obligaban a caminar hasta uno de los barcos más grandes. Gutier había comprendido que serían aquellos por los que no podían o no deseaban pedir rescate, carne para los mercados de esclavos.
Una de las jovencitas se había resistido asiéndose a las faldas de su madre y Gutier había visto, horrorizado, como el normando que parecía estar al cargo de aquella tarea le propinaba un brutal golpe con la empuñadura de su espada. La muchacha había caído, inconsciente, y con gestos secos el gigantesco pelirrojo le había indicado algo a sus compinches.
Acongojado, Gutier había terminado por girar la cabeza para no seguir mirando. Estaba acostumbrado a la barbarie de la guerra, pero los alaridos de la madre de la muchacha habían llegado hasta él mientras aquellos paganos salvajes se turnaban para abusar de la pequeña.
Gutier había visto hombres terribles haciendo cosas innombrables, sin embargo, aquel gigantesco normando se le antojó el hideputa más desalmado con el que jamás se había topado. Mientras sus hombres se aprovechaban de la pobre muchacha él parecía limitarse a reír, soltando frases hirientes a los prisioneros que se arrebujaban en el lado contrario del improvisado corral. Además, Gutier había notado como, en lugar de llevar una cota de malla, se cubría simplemente con cuero, como hacía él mismo. Y el de León sabía que, pudiendo permitirse elegir, solo un hombre muy habilidoso con las armas podía preferir la ligereza de la piel a la protección adicional del metal. Eso era algo que requería mucha confianza.
Todavía incómodo, dueño ya de la información que le había pedido su señor, agazapado entre las sombras del ocaso, Gutier había seguido moviéndose hacia el este, hasta que una curva del Ulla lo había obligado a detenerse y buscar refugio.
Al día siguiente, ansioso por tomarse un buen descanso, había relajado su marcha para llegar sin prisas al mismo escondite que había usado en la venida.
Sin embargo, no había sabido anticipar lo que iba a encontrarse en aquel caos de berrocal.
Tras sus dudas, intentando olvidar el repeluzno que le habían provocado los recuerdos que acababa de evocar, procurando desechar la conmiseración que sentía, mirando con recelo al lobo, Gutier decidió hablar con franqueza.
—Mira, hijo, yo no estoy aquí para ayudarte… Tengo que regresar al este, a las tierras del conde en el Bierzo. Los normandos no son el único problema del reino… —dijo pensando en el niño rey y en la precaria relación de la corona con los nobles.
Assur seguía callado, acariciando a Furco mientras el animal, pese a los mimos que recibía, continuaba mirando fijamente a Gutier, suspicaz y alerta como era natural en él.
—¿Muchacho?
El niño no abría la boca.
—¿Chico? ¿Lo comprendes?
El lado más racional de Gutier se empeñaba en recordarle que aquel muchacho desconsolado no era, ni por asomo, una de sus responsabilidades. Pero tampoco era capaz de que la visión de cómo los nórdicos trataban a sus cautivos se desarraigase de su memoria.
Assur empezó a agitarse. Fuertes convulsiones de llanto contenido sacudían su pecho y Furco se giró preocupado hacia su amo. El niño, doblado sobre sí mismo, con las piernas encogidas, acariciaba los cabos del nudo con el que se había sujetado la cinta de Ilduara a la muñeca.
—Fue culpa mía… No debí dejarla con ese pazguato…
Ahora, era Gutier quien callaba.
—Era mi responsabilidad y… y yo tomé la decisión equivocada, ¿qué le diré a mamá? ¿Y a padre? ¡Les he fallado! ¡Le he fallado a ella! No debí… No debí… —Assur se repetía negando una y otra vez con la cabeza, había roto a llorar de nuevo, como la noche anterior. Y, aunque se avergonzaba por ello, no podía evitar que las lágrimas le corrieran por las mejillas. La pena se mezclaba con la rabia y el propio reproche despertó en él la ira que había estado conteniendo—. No debí… Yo soy mayor… Ella era mi responsabilidad, ¡mía! No debí…
Gutier intentó apoyar una mano en el hombro del chico, para calmarlo, pero Furco reaccionó de inmediato: arrugó los belfos en una amenaza plausible.
Bruscamente, el muchacho dejó de llorar con un ruido sordo y se pasó el dorso de la mano por los ojos.
—¡Muy bien! —exclamó Assur sorprendiendo a Gutier, que, intentando mantener la mano lejos de los dientes del lobo, dudó haber oído lo que creía haber oído—. Si lo tengo que hacer solo, lo haré solo —dijo Assur sin un sollozo más—. El conde, sus infanzones, tú y todos los normandos podéis iros al mismísimo infierno. Si nadie piensa ayudarme, lo haré yo solo.
Y echó a andar resuelto, dejando atrás a Furco y Gutier, que se miraban con indescifrable asombro.
El lobo se puso pronto en marcha, y con un trote rápido se quedó al lado de su amo. Gutier, sin embargo, soltó un suspiro incómodo y se esforzó por alegrarse con el cambio de situación. Ya estaba libre, y si el muchacho había decidido irse, nada los ataba, podía volver a las tierras del conde y presentarle la información que había obtenido. Había conseguido todos sus objetivos y, con algo de suerte, el cómite le daría alguna recompensa o, cuando menos, lo dejaría tranquilo unos días mientras decidía cómo actuar con lo que su infanzón había averiguado. Gutier sabía que, antes de dar un paso, el noble cruzaría mensajes y recados con otros grandes de Galicia y con el obispo Rosendo.