Ilduara continuaba sin moverse o hablar y Furco, como si se empeñase en suplir la inmovilidad de la niña, se revolvía inquieto intentando pasar entre los dos muchachos para acomodarse en la popa. Berrondo pareció a punto de quejarse, pero el recuerdo del salvaje bocado fallido que el lobo le había lanzado junto a la zarza retuvo sus ansias de protesta. Sin embargo, incapaz de mantener la boca cerrada, encontró rápidamente algo sobre lo que quejarse.
—El agua. ¡Nos hundimos!
Antes de contestar Assur miró a su hermana de reojo. La niña había apoyado la mano derecha sobre el costado y el muchacho estuvo seguro de que se había hecho daño cuando la había arrojado al interior del bote.
—Pues no pares —contestó al fin Assur con una acritud palpable—. Ya estamos cerca, solo falta la mitad… Aguantará…
—¿Y si no aguanta? Yo no sé nadar —arguyó Berrondo.
Assur dejó escapar un suspiro de hastío mirando cómo Ilduara comenzaba a masajearse el costado. Dudaba entre alegrarse porque la pequeña empezase a reaccionar o preocuparse por las consecuencias del fuerte golpe.
—Pues por eso mismo. Rema y calla —insistió Assur con un tono que no daba lugar a réplica mientras giraba un poco más la cabeza y observaba por un momento a los nórdicos.
Estaban ya los tres fuera del agua, mirando con fría calma cómo los críos se alejaban trabajosamente. Quizá pensando en que no merecía la pena perder más tiempo porque todavía quedaba mucho que rapiñar en el desprevenido pueblo que habían atacado esa misma mañana. Con una taimada expresión de confianza que engendró en los críos un desagradable presagio.
Assur sentía el brazo llenarse de agujas calientes que pinchaban dolorosamente sus músculos cansados. Y sus piernas doloridas se resentían por mantenerse de rodillas para poder continuar braceando. Pero era consciente de que antes o después los normandos encontrarían alguno de los posibles vados. O que simplemente avisarían a unos cuantos más y cruzarían el río a nado. Sabía que no podían detenerse, debían seguir huyendo. Y si no era por él mismo, debía hacerlo por su hermana.
El chiquillo no podía evitar que pensamientos sobre el destino del resto de su familia cruzaran su mente; pero sabía que no podía perder el tiempo. Se prometió a sí mismo que regresaría al pueblo en cuanto Ilduara estuviese a buen recaudo. Tenía que despegarse del aciago presentimiento que le había invadido al mirar a los ojos del gigante pelirrojo. No podía rendirse. Mamá, o el pequeño Ezequiel, o alguno de los mayores. Sebastián. O padre, cualquiera de ellos podía estar herido y necesitar ayuda. O podían estar huyendo como él mismo estaba haciendo. Tenía que encontrarlos.
—¡Sigue! Ya casi estamos… —dijo Berrondo simulando autoridad.
Assur no contestó. Pero era cierto, faltaba poco. Sin embargo, la orilla sur del Ulla no tenía ningún varadero practicable allí mismo, la suave curva del río había ido escarbando un talud en la blanda tierra fértil.
Tuvieron que dejarse llevar por la corriente rechazando media docena de las proposiciones de Berrondo para arrimar la barca a la orilla. Cuando por fin consiguieron varar el bote, en un lodazal medio cubierto de lentejas de agua que se quedaban atrapadas entre las finas hojas de unos ranúnculos, Assur necesitó de toda su fuerza de voluntad para echar pie a tierra y ocuparse de bajar a su hermana.
Furco fue el único de los cuatro que pareció dejar atrás toda la angustia vivida. Y lo hizo con asombrosa facilidad, en cuanto saltó a la orilla se puso a olisquear los troncos de finos abedules blancos entre los que habían ido a parar. Berrondo, por su parte, intentaba acomodarse el manto que lucía descolocado desde que había caído en la zarza, solo entonces se dio cuenta de que en su pelea con el arbusto había perdido la fíbula con la que lo sujetaba. Por un momento pensó en protestar por su pérdida, aunque cambió de opinión al ver el rostro cansado de Assur mientras este, de rodillas, acomodaba los cabellos que se habían soltado de la trenza de Ilduara.
—¿Y ahora qué?
Assur no le hizo caso, estaba demasiado pendiente de su hermana.
—¿Ilduara? —preguntó con voz ronca por el cansancio—. ¿Ilduara?, ¿estás bien?, ¿te duele? —inquirió señalando el costado de la niña—. ¿Te has hecho daño…?
Pero la pequeña no contestaba, miraba fijamente a su hermano con los ojos contraídos.
—Dijo que tú no podías ser el único haciendo de héroe… y… y salió tras de ti y yo… yo… no me atreví a quedarme sola… Lo siento… Lo siento; no sabía qué hacer, y pensé que lo mejor era seguirte… Sé que te desobedecí… —Y sin acabar la frase la niña se abalanzó sobre Assur, y rodeó el cuello de su hermano con brazos temblorosos y lágrimas vacilantes que salpicaron la mejilla de él con cada sollozo.
—No, tranquila. Tranquila, mi niña. No pasa nada —intentó consolarla Assur pasando suavemente su mano derecha por la espalda de la niña—. No pasa nada, ya terminó. Tranquila, linda dama, tranquila…, linda dama…
—Pero ¿qué vamos a hacer ahora? ¿Adónde vamos a ir? —insistió Berrondo sin pensar ni por un momento que los dos hermanos necesitaban un instante de intimidad.
Les costó decidir qué hacer; solo cuando Ilduara se hubo calmado lo suficiente como para que sus sollozos remitiesen, Assur tuvo tiempo de tomar una decisión mientras se masajeaba el cansado brazo.
Siguieron avanzando hacia el sur. El muchacho sabía que no tenían mucho donde elegir. A ese lado del río las tierras ya no le resultaban familiares, estaban fuera de su ambiente natural. Sin embargo, había que elegir entre lo poco que conocían. Y la elección tenía que hacerse pronto, el único que parecía capaz de mantener un ritmo razonable era Furco, que disfrutaba de la agitación con su ilusión de cachorro.
Aunque la niña caminaba obedientemente y sin quejarse, Assur sabía que Ilduara no aguantaría mucho más; el terreno ascendía poco a poco y los pinos le iban robando protagonismo a los caducifolios. Al suroeste empezó a destacarse en el horizonte el macizo de Picolongo, que, a contraluz, rodeado de la claridad del sol del mediodía, se mostraba impertérrito y eterno. Y más allá, cortando el cielo con curvas erosionadas, la colina de Farelo.
—Vamos hasta Ludeiro —dijo por fin Assur mirando el promontorio—, allí podemos pedirle ayuda a Julián —aventuró el muchacho con una convicción que no estaba seguro de sentir—. Además, debemos avisarlos de que han atacado los normandos, si tienen tiempo para reaccionar, a lo mejor…
—¿Y quién te dice a ti que no lo han atacado ya? ¿Eh? —interrumpió Berrondo con gesto adusto—. ¿Cómo lo sabes? Puede que de Ludeiro no queden más que cenizas.
Se habían detenido, y Assur miraba fijamente al hijo del sayón mientras Ilduara se agachaba para acariciar a Furco con el cariño que ella misma necesitaba.
Assur, a pesar de ser un par de años más joven, le sacaba casi una cabeza a Berrondo y, como eso era algo que incomodaba al hijo del sayón, el obeso chicuelo rodeó al pastor para aprovechar la inclinación del terreno y soslayar la diferencia. Assur quedó entonces a la altura de Berrondo, aunque dándole la espalda y rumiando las palabras del hijo del sayón sin decidirse a hablar.
—Tienes… tienes razón —concedió al fin el cansado muchacho.
Aunque no le gustaba tener que admitir que se había equivocado, Assur entendía que no era el momento ni el lugar para mantener su postura por simple orgullo y cabezonería. No sabía nada de cómo los normandos habían llegado hasta allí, incluso era posible que en lugar de haber remontado el río Ulla hubiesen entrado mucho más al sur, por el gran Miño. Había oído historias. No hubiera sido la primera vez. Además, desde el último de los grandes ataques nórdicos se habían construido altas torres de defensa en la ría del Ulla. En definitiva, no tenía suficientes elementos de juicio como para saber, siquiera, si realmente el sur era o no la mejor opción.
—Debemos ir a Lugo. Allí tengo un tío que trabaja para el obispo Hermenegildo —dijo Berrondo—. Además, los normandos nunca han entrado en Lugo.
»Mi tío me contó que hace unos años el obispo hizo firmar a los notables de la ciudad una carta en la que se comprometían con su defensa. —Algo de lo que Assur también había oído hablar, toda la villa se había preparado para repeler a los normandos—. Y también está la muralla romana, allí estaremos a salvo. Seguro.
Assur, que seguía de espaldas al hijo del sayón, sabía que sus palabras no carecían de sentido, desde hacía siglos el lugar, fortificado, había sido prácticamente inexpugnable. Los godos habían echado a las legiones del decadente imperio romano, pero los mahometanos solo habían podido hacerse con su control por unos pocos años. Las legiones imperiales habían hecho un buen trabajo para proteger la ciudad. A su pesar, el muchacho tenía que reconocer que Berrondo llevaba razón. Sin embargo, llegar hasta Lugo, mucho más al este, supondría al menos dos días de dura caminata en un terreno que, ahora se daba cuenta, no sabía si era o no hostil.
—Vamos, debemos ir a Lugo —insistió Berrondo reforzado por las dudas del pastor.
Assur se dio al fin la vuelta y miró al rechoncho niño cuyos ojos refulgían ahora con la satisfacción de estar en lo cierto; pensó con tristeza que Berrondo sentía hacia él una rivalidad innecesaria que poco ayudaría en tan difícil trance.
—Tienes razón, es cierto, pero Lugo está muy lejos. Palas de Rei está más cerca. O Chantada… Y si no han sido atacadas, nuestro deber es avisar, no podemos dejarlos a su suerte. Además… —y Assur calló. Se dio cuenta de que de nada serviría exponer en voz alta sus dudas sobre la capacidad de Berrondo, no creía que pudiese aguantar dos o tres días de dura marcha sin comida ni tiempo para descansar.
Ante el silencio de Assur, el hijo del sayón volvió a hablar.
—¿Y quién nos avisó a nosotros? ¡Nadie! No; debemos ir hacia Lugo. —El tono de Berrondo iba creciendo en intensidad, quizá por miedo a que le negaran la razón dada, o quizá por miedo a deambular por aquellas tierras haciendo de heraldos cuando lo único que él quería era refugiarse.
Assur seguía sin pronunciarse, indeciso y preocupado.
—Además, ¿qué vamos a hacer con la niña? —añadió Berrondo refiriéndose a Ilduara con la misma falsa superioridad que ensayaba tan frecuentemente.
Ilduara, si se enteró del comentario, no se dio por aludida, y siguió prestando su atención al lobo, que, echado sobre su espalda, disfrutaba de la atención recibida. Assur siguió callado, valorando sus opciones.
—¡Vámonos a Lugo! —insistió Berrondo con tozudez.
Assur lo ignoró y se acercó hasta donde Ilduara y Furco. El pequeño período de inactividad había hecho aflorar dolores escondidos, y todos sus músculos protestaban pese a su juventud y fortaleza. Esos pocos pasos fueron más propios de un anciano que de un muchacho.
—Ilduara, pequeña —le dijo Assur a la niña con voz queda agachándose a su lado—. ¿Estás bien? —Ante el mudo gesto de asentimiento se decidió a seguir. Ilduara lo miraba solo de reojo, curiosamente concentrada en las caricias con las que Furco disfrutaba—. No sé qué hacer… No le falta razón, pero no creo que lleguemos a Lugo… ¿Tú te acuerdas de Julián? El mozárabe de Toledo, al que le compramos a Calesa cuando Ezequiel empezaba a hablar…
—Sí, sí que me acuerdo…
La niña había contestado con voz rasposa, pero al menos había hablado, y Assur dejó escapar una sonrisa indulgente.
—Ya sé que estás cansada, pero no podemos pararnos. —Assur suspiró y se apartó un mechón de pelo sucio que le cayó frente a los ojos—. No podemos… Mira, no creo que seamos capaces de llegar a Lugo. Está demasiado lejos… Pero puede ser que los normandos también hayan atacado Ludeiro. ¡No podemos saberlo! —El muchacho se puso en pie sacudiendo su brazo dolorido con gestos enérgicos—. Me he devanado los sesos y creo que lo mejor es que nos separemos…
—¡No! —negó la niña con más energía de la que había demostrado desde primera hora de la mañana.
A Assur se le partió algo dentro al ver el miedo tan intensamente reflejado en el rostro de la pequeña.
—Tranquila. Solo será por un rato. Mira, no quiero arriesgarme a que te pueda pasar algo —dijo el muchacho agachándose de nuevo junto a la niña, que, habiendo dejado de acariciar a Furco, lo miraba intensamente—. La casa de Julián está un poco antes del pueblo. Yo me acerco hasta allí, y si todo está en calma le pediré ayuda. Estoy seguro de que nos acogerá, además, así podré avisarlos del peligro que corren. Si no los han atacado, y yo creo que no… En esta orilla del río y… creo que los normandos se han quedado al norte, los que nos seguían no quisieron cruzar… Bueno, si todo está bien, una vez con Julián, podremos pensar en dirigirnos a Lugo, o quizá a Compostela…
—Pero, y si… y si los han atacado, ¿qué pasa entonces?
—Pues que vuelvo aquí corriendo y nos moveremos por nuestra cuenta. No tenemos nada que perder —aseguró el zagal.
—Sí, sí que lo tenemos. ¿Y si te cogen?… ¿Y si están allí y te atrapan? —dijo la niña expresando sus peores temores.
Assur no podía dejar de admitir que la niña tenía razón, sin embargo, aquel plan le parecía la forma más razonable de continuar avanzando.
—No te apures, me llevaré a Furco. Él me defenderá, además, seré muy sigiloso… Ya sé que pueden estar allí, de modo que tomaré precauciones. Haré lo mismo que cuando acompaño a padre de caza… Saldrá bien.
—¿Estás seguro?
El muchacho no lo estaba, aunque se dio cuenta de que su hermana necesitaba que se lo reafirmase igualmente.
—Sí, lo estoy… En el peor de los casos estaremos como ahora, los tres solos. Y en el mejor podremos comer algo caliente y contar con la ayuda de los hombres de Ludeiro. —Assur estuvo tentado de añadir que también tenía la esperanza de que los hombres del pueblo lo ayudasen a regresar a Outeiro, a intentar rescatar a sus padres y hermanos. Además, Assur se sentía desbordado por todo lo que estaba pasando; ansiaba que un adulto se hiciera cargo de la situación; la responsabilidad por las decisiones tomadas le pesaba como una enorme losa—.Vamos, tenemos que buscarte un buen escondite mientras yo me acerco a casa de Julián.
Separarse de Ilduara había sido más duro de lo que esperaba, pero Assur ansiaba creer que el plan que había ideado era la mejor solución posible. Le hubiera gustado poder preguntarle a padre, o a Sebastián, que era el mayor. Pero no estaban allí para ayudarlo y las dudas lo atenazaban.
Habían buscado un buen escondite hasta que la mañana decayó. Rechazaron varias opciones, algunas de ellas por las quejas de Berrondo, y se decidieron por el hueco natural entre las grandes rocas de un caos de berrocal; convencidos de que serviría. La vegetación crecida: tojos, zarzas y sauces caprinos, escondía la parte baja de las grandes moles graníticas, salpicadas por desgreñados musgos de largas hebras. Los enormes tolmos de roca gris despuntaban por entre el manto verde como si se asomasen tímidamente y, entre dos de los más grandes, apoyados precariamente el uno en el otro, un deforme arco natural dibujaba un vano que se prolongaba hasta la base de una tercera roca. El espacio resultante creaba un refugio natural y, aunque la bóveda que formaban las piedras no tenía mucha altura, era lo suficientemente amplio como para que Berrondo e Ilduara se escondiesen. Prueba de ello eran la tierra compactada del suelo y los cenicientos restos de fogatas que habían dejado tras de sí los pastores o peregrinos que lo habían usado con anterioridad. Lugares como ese los había utilizado el propio Assur cuando alguna tormenta lo había sorprendido con el ganado.