Las jornadas anteriores habían sido duras, levantando los postes de los almiares para recibir la hierba que habría de segarse en breve. Así que, fingiendo un recelo que no sentía y apretando el delantal entre sus manos enrojecidas, ella había permitido a Assur reemplazar a alguno de sus dos hermanos pequeños, que eran los que normalmente se encargaban de los trabajos menores, como atender el ganado o llevarlo a pastar.
La tolerancia serena que escondían los cansados ojos azules de mamá, según decía su padre los mismos que había heredado el propio Assur, le había permitido albergar la esperanza de llevar a casa unas cuantas pintonas del tranquilo y sinuoso Pambre. Una idea que lo henchía de infantil orgullo por contribuir como un adulto más a poner comida sobre la mesa. Eran cinco hermanos, demasiadas bocas para una familia que dependía en exclusiva de lo que la tierra y el escaso ganado tuviesen a bien regalar, por lo que cualquier aporte era siempre bienvenido. Se sentía ansioso y lleno de expectativas, con esa clase de esperanza que solo los niños saben crear, imaginando peleas interminables y peces enormes; y, lo que era todavía más importante, ya podía ver el gesto complacido de su padre ante las truchas recién fritas en tocino. Tal y como a él le gustaban, rellenas con unas cuantas hojas de menta silvestre.
Con pasos jóvenes y elásticos Assur caminaba por entre la hierba alta de la orilla buscando saltamontes, aún inactivos por el frío nocturno. Furco, obediente y complacido, trotaba a su lado, echando de vez en cuando la cabeza hacia atrás, más pendiente del ganado de lo que lo estaba su pequeño amo. Las robustas vacas, entre rucias y pardas, con largos cuernos grisáceos en forma de lira, permanecían tranquilas, arrancando hatillos de hierba con sus dientes cuadrados, amansadas mientras el calor de la mañana no levantase a los tábanos y vigilando con alguna mirada de reojo los movimientos de sus pastores. Temerosas de recibir un mordisco en el corvejón si se alejaban demasiado.
Ya tenía la vara de sauce preparada y uno de sus dos únicos anzuelos bien atado en el cabo de la liña, con uno de aquellos complicados nudos que su hermano Sebastián le había enseñado entre pacientes resoplidos. Alternativamente miraba el cauce del río y la grama, buscando las suaves corrientes entre las ovas que servían de apostadero a las truchas, intentando descubrir algún insecto adormilado en los tallos. Era un tramo que conocía bien, pues no solo era una de las praderías de pastoreo más habituales, sino que también era un puesto perfecto para, en la primavera, sorprender patos con una piedra lanzada con rapidez.
Mechones de su pelo rubio se bamboleaban de un lado a otro acompañando sus gestos. Estaba tan concentrado que, cuando Furco gañó, se sobresaltó. Poco le faltó para terminar dándose un chapuzón.
El lobo se había dado la vuelta y corría ya hacia la niña, que descendía por la suave ladera. Las vacas se apartaron con trotes irregulares y miradas ansiosas, preocupadas por llegar a ser el centro de atención del animal. Assur sonrió complacido al distinguir a su hermana Ilduara, apenas un par de años menor que él y, como única niña, la preferida de su padre, Rodrigo. En realidad, la preferida de todos ellos, pues Ilduara resultaba ya una mujercita llena de buenas intenciones y dulce carácter, todo enmarcado en un rostro sereno de rasgos suaves en los que destacaba una nariz bien perfilada y una expresión siempre sonriente, con la que se ganaba el afecto inmediato de conocidos y extraños.
La niña traía sobre la cabeza una cesta de mimbre llena de ropa que, en comparación a su delgado cuerpecillo, aparecía enorme a los ojos de su hermano. Furco, que aún no había dejado atrás el asunto de ser un cachorro, ya brincaba de un lado a otro de la muchacha, entorpeciéndole el caminar, a lo que Ilduara respondía con risas nerviosas y complacidas.
Un año antes, cuando Assur había pasado ya su duodécimo invierno, uno de los terneros recién nacidos había aparecido muerto en otro de los páramos que usaban para el ganado, uno sito más al sur, cerca del Ulla, el gran río que limitaba las posesiones del condado de Présaras. Había sido una triste noticia y Rodrigo, su padre, había tardado tres días en conseguir matar a la bestia que había diezmado la exigua ganadería, poniendo en peligro la supervivencia de toda la familia para el invierno, pues pagados los arreldes de carne debidos al sayón del conde, la resta a mayores del valioso ternero comprometía seriamente las reservas. Assur, curioso e inquieto, había querido acompañar a su padre a revisar los lazos instalados a lo largo de los pasos entre zarzales y jaras. Cuando descubrieron a la loba, ya fría, el niño había razonado que, entrada como estaba la primavera, era muy posible que en algún lugar de los montes colindantes se escondiera una lobera con camada. Le costó otros tres días dar con la guarida, además de un mal encuentro con una nerviosa jabalina y sus jabatos listados, que aparecieron de improviso en una vereda cerca del Pambre mientras el niño se tomaba un descanso. Pero el esfuerzo mereció la pena y, tras escarbar ansioso con sus propias manos, había hallado su recompensa. Acurrucado, gimiendo de frío y hambre, se movía inquieto el único de los lobeznos que quedaba.
Assur había tenido que pasar aquellas dos noches fuera y, cuando por fin había conseguido regresar con el cachorro envuelto en su camisola de lana, lleno de arañazos de las zarzas, con los calzones rotos y tierra hasta detrás de las orejas, se había llevado una tunda memorable. En otras circunstancias Rodrigo hubiera podido apreciar el orgullo de su hijo ante semejante hazaña, pero tanto él como su mujer habían estado enfermos de preocupación, y el logro del muchacho no les restó nada del amargor que se les había instalado tras el paladar. Los últimos años habían sido tranquilos, aunque siempre existía el peligro de que los moros apareciesen en el horizonte en una de sus frecuentes aceifas, o, peor aún, que los temibles hombres del norte surgiesen del río para arrasar cuanto encontraban a su paso.
Las cosechas habían sido escasas y las inestables fronteras del valle del Duero, al sur de las montañas que miraban al mar, hacían que muchos hablaran de aquel año de nuestro Señor de 968 como un año de miserias seguras. Era el segundo en el trono del rey niño, Ramiro III. Y, para gran parte de los lugareños, la coronación del chicuelo había sido premonitoria de grandes catástrofes, pues, a pesar de llevar el nombre de su amado abuelo, el joven rey no era más que un títere en las manos de la verdadera gobernante del reino, su tía, la monja Elvira; una mujer tan indecisa como implacable que actuaba como regente gracias al sustento del clero y a la escasa y controvertida ayuda que obtenía con el pusilánime apoyo de la madre del rey niño, una viuda absorta en su carrera eclesiástica en la antigua capital, Oviedo.
Los inviernos habían sido fríos y las heladas tardías habían resultado devastadoras, para muchos el tiempo era propicio para que el milenio llegase antes de tiempo. Algunos incluso esperaban que el arrebatamiento del Señor se avecinase por fin, llevándoselos a todos al reino de los cielos. Y las brujas que tanto había perseguido años ha el rey Casto, Alfonso, parecían haber resurgido de entre las piedras, ofreciendo curas y pócimas, o adivinando el futuro en la cera cuajada en baldes de agua fría. Así lo atestiguaban los eventuales peregrinos que se aventuraban a cruzar aquellos montes interiores de la antigua Gallaecia romana para venerar las reliquias de Santiago el Mayor, allá, hacia el oeste, siguiendo el curso del Ulla y llegando al puerto de Iria Flavia. Desde allí, en menos de un día de marcha hacia el norte podía llegarse hasta el
Locus Sancti Jacobi
en el que aquel mismo rey casto había mandado construir, más de cien años antes y con el beneplácito del mismísimo santo padre de Roma, un templo apropiado a tan magno descubrimiento. Lo que había supuesto, con Jerusalén en manos infieles, que las tierras en las que se habían instalado los bisabuelos de Assur se convirtieran en una de las vías de paso más importantes del mundo conocido. Y, como consecuencia, en un apetitoso reducto que albergaba ofrendas y oro abundante, lo que no solo suponía orgullo y satisfacción para obispos y prelados, sino también un objetivo goloso para todo aquel con voluntad para reunir un grupo de violentos facinerosos con ansias de volverse ricos.
Sin embargo, Assur no había llegado a pensar en ningún momento en las temibles historias de muerte y destrucción que llegaban desde los mares del norte, más allá de las montañas, o desde Córdoba, más allá de los valles. Él solo había sabido preocuparse de cómo alimentar y educar al lobezno. Lo que no había conseguido más que en parte, pues el animal seguía mostrando habitualmente su carácter salvaje, y parecía obedecer únicamente a Assur. Y, aunque siempre respetaba a los niños más pequeños, no permitía jamás que un adulto le acercase una mano cariñosa.
Ahora, Furco recibía con su habitual inquietud a la pequeña Ilduara, que ya estaba a tiro de piedra.
—¡Te traigo pan y queso! —exclamó la niña con una sonrisa que se torció al ver el gesto serio con el que su hermano reaccionaba.
—Chissst… Asustarás a todas las truchas —quiso reñir Assur sin poder evitar que los grandes ojos pardos de la pequeña desarmaran en un momento su enfado—, ya te he dicho mil veces que no grites cuando estoy pescando —concluyó el niño intentando componer un aire de adulto en reprimenda que no llegó a conseguir.
La pequeña se miraba los pies haciendo esfuerzos por mantener la cesta en equilibrio y el lobo agachaba los hombros presto a jugar, ignorando la falsa regañina. Cuando Ilduara volvió a alzar la mirada, agitando sus párpados con guiños nerviosos, Assur no pudo continuar con su fingida seriedad y dejó escapar un suspiro que se confundió con una sonrisa, ante la que Ilduara encontró redaños para seguir hablando.
—Mamá me dijo que viniese a lavar al río —declaró la niña atreviéndose a soltar una de las manos del borde de la cesta y usarla para señalar las prendas del interior—, y yo pensé… No me di cuenta de que estabas… Pensé que, a lo mejor, podíamos almorzar juntos.
—Pensaste… Pensaste. Y tenías que decirlo tan alto como para que te oyesen en Compostela. —Assur había conseguido fingir un poco más una cierta acritud, sin embargo, se arredró en cuanto vio que los ojos de su hermana se abrían aún más en una expresión desacostumbrada, preocupado de que su pantomima hubiese llegado demasiado lejos—: Oh, vamos, linda dama —así la llamaba cuando quería arrancarle una sonrisa—, no te lo tomes así, seguro que no pasa nada, si ni siquiera tengo saltamontes todavía; no tiene importancia… —El joven pastor terminó por callar cuando su hermana soltó de nuevo una de sus manos.
—¿Y ese humo? —habló por fin la niña señalando el horizonte a espaldas de su hermano.
Assur se giró a tiempo para ver cómo una nueva columna de humo se sumaba a la que ya había intrigado a su hermana.
—No lo sé…
Hacia levante, apenas perturbadas por la suave brisa de la mañana, se iban alzando, una tras otra, voluptuosas torres de humo negro y espeso. Llegaba ya un cierto olor acre y picante, con dejes de hoguera apagada a toda prisa.
—¡El pueblo! —gritó Assur, y echó a correr sin una palabra más.
Furco e Ilduara se quedaron mirándose, sin saber si debían o no seguirlo, con un absurdo gesto de perplejidad que era evidente incluso en el lobo. Tras ese instante de duda, viendo como su hermano les cobraba ya una cierta ventaja, la niña se decidió a dejar la cesta de la ropa en el suelo con un resoplido de esfuerzo, y, haciendo bailar su trenza con un asentimiento mudo, se animó a seguirlo sujetándose la amplia falda.
El lobo fue tras ella después de un momento de vacilación en el que miró con desasosiego hacia el ganado.
Los niños corrían inquietos y Furco, divertido por la agitación, variaba el ritmo de su trote para mediar entre los hermanos y evitar que Assur cobrase demasiada ventaja.
—Puede que un establo esté ardiendo… —consiguió aventurar Ilduara entre resoplidos.
La niña, deseosa de llamar la atención de su hermano, habló sin darse cuenta del sinsentido. Ya eran cuatro las espesas trenzas de negro humo que se distinguían entre los claroscuros del follaje.
Assur, que no entendió las palabras de la niña pero distinguió su voz, aminoró el paso para permitir que Ilduara se acercase. Aunque permaneció callado, respirando con pesadez. Deseaba llegar cuanto antes, sin embargo, pese a la ansiedad que sentía, tuvo la suficiente presencia de ánimo como para darse cuenta de que, si se materializaban sus peores temores, podía ser mala idea dejar a su hermana sola.
Atravesaban bosques cerrados de robles y castaños que empezaban a tapizarse de hojas muertas, olían la humedad de la tierra con cada inspiración entrecortada. Trasegaban una suave pendiente llena de helechos maduros que se arrebujaban bajo alisos y sus pies descalzos susurraban en el sotobosque. Acortaban camino monte a través, y Assur ya podía distinguir una de las veredas que se acercaba hasta el villorrio cuando apareció, dejándose llevar por la cuesta, un aterrado Berrondo. El muchacho descendía sin gracia, a trompicones, braceando para mantener un escaso equilibrio.
—¡Los hombres…! —intentó gritar al ver a los hermanos mientras señalaba a sus espaldas con aspavientos histéricos—. Son los hombres del norte. ¡Normandos…! —consiguió decir justo antes de que sus piernas regordetas le fallasen y cayese rodando hasta los pies de Assur cuando este se incorporó al camino.
El lobo alcanzó a su sorprendido amo mientras Berrondo intentaba ponerse en pie. El gordo muchacho se quejaba lastimeramente por los raspones que se había hecho en las palmas de las manos al caer y Furco, ya sin la diversión de la carrera, encontró una mata de verdolaga recortada por alguien con fiebres y olisqueó interesado algún rastro. Ilduara llegó cuando Berrondo intentaba quitarse con dedos temblorosos las arenillas que se habían quedado prendidas en su piel. La chiquilla permaneció callada, había oído lo suficiente como para que su única idea fuera quedarse al lado de su hermano.
Assur no supo si considerar en serio las palabras de Berrondo. Aquel muchacho no le gustaba; sin embargo, el pastor era lo suficientemente maduro como para reconocerse que le tenía cierta animadversión por el solo hecho de ser el hijo menor del sayón. Aunque también era cierto que el propio Berrondo no contribuía a mejorar la idea que Assur o los demás zagales del pueblo podían tener de él. Berrondo siempre parecía querer compensar su torpeza en los juegos recordándoles a todos los demás la posición de su progenitor como delegado del conde, y si alguien amagaba con reírse de su gordura o de su poco agraciado aspecto, era rápido en presentar severas amenazas que, por desgracia, eran bien recibidas por su padre. En más de una ocasión los pagos de arreldes, odres,
argenzos
y
macellaris
habían sido exigidos antes de lo debido; incluso se habían cobrado calumnias indebidas bajo falsas acusaciones de robo. Tropelías todas de las que el sayón se servía, a todo lo ancho y largo del condado, para beneficio propio. Haciendo que, tanto padre como hijo, fuesen poco apreciados por los habitantes de los dominios del conde de Présaras.