—¿Es tuya esa mala bestia? —dijo alguien que Assur no vio.
El muchacho, en tensión, giró sobre sí mismo oteando los alrededores sin distinguir el origen de la voz.
—¡Chico! ¡Contesta!… ¿Ese montón de dientes tiene algo que ver contigo?… —La voz sonaba llena de sarcasmo cansado.
El chico, sin saber a qué atenerse, seguía sin contestar.
—¡Muchacho! ¿Estás bien?
Un ruido entre los árboles llamó la atención de Assur. Justamente en la dirección en la que Furco gruñía apareció un hombre que se aproximaba con ademanes cautos.
Era de mediana estatura, y destacaban en él los ensanchados hombros de alguien que llevaba años practicando el arte de la espada. Se movía con calma y seguridad. Sus pies se elevaban lo justo para no susurrar entre la hierba. Tenía el rostro curtido, de fuertes rasgos marcados por huesos prominentes, y su cabello entrecano dejaba intuir la treintena. Llevaba un tabardo holgado de lana marrón que impedía distinguir más detalles, pero Assur se percató enseguida de que la manga izquierda había sido atada al antebrazo de modo que quedase pegada a la piel. En aquella mano el desconocido sostenía un arco a la altura de la cadera y, detrás, entre los pliegues del sobretodo, se veía el brillo metálico del arriaz de una espada que, colgando de un tiracol que le rodeaba el cuello, contrapesaba la aljaba para las flechas que pendía del lado opuesto. Con los fuertes dedos de la mano derecha el hombre sujetaba la cuerda encerada y el cabo del astil de una flecha. Parecía preparado para disparar en un abrir y cerrar de ojos si lo consideraba necesario. Y el muchacho no dudó de que lo haría, los verdes ojos del hombre se lo decían con su falta de expresividad.
Assur había visto hombres así cuando el conde, a instancias del rey, había convocado al fonsado para enfrentarse a los moros. Era un hombre de armas, un espadero. Y el muchacho sintió un repentino e inmenso alivio; sin poder evitarlo imaginó en un fugaz instante que aquel extraño sería portador de las soluciones a todos sus problemas.
—¡Gracias a Dios! —exclamó el niño—. ¡Tiene que ayudarme! Mi hermana… —las palabras rebullían inquietas por el raciocinio de Assur y, aunque trataba de ordenarlas, no sabía cómo explicarse—, los normandos…, los normandos han desembarcado, han atacado mi pueblo, han matado a la gente de Ludeiro —Assur señalaba en todas direcciones en un esfuerzo por poner sentido a lo que decía—, y mi hermana… Se han llevado a mi hermana —dijo al fin moviéndose hacia el extraño—. Se la han llevado… ¡Tiene que ayudarme! ¡Es muy pequeña! ¡Ella no sabe…! ¡Tiene que ayudarme!
El hombre relajó un poco más su postura y dejó la flecha en el carcaj que colgaba de su costado mimando las suaves plumas.
—Hijo, cálmate, respira —respondió sin dejar de mirar al lobo—, ¿tu hermana?, ¿de qué hablas?
Por su parte, a Furco le había cogido por sorpresa la reacción de su amo ante el intruso. Dejó de gruñir y, ladeando la cabeza, miraba extrañado la escena sin saber qué hacer.
En un principio Assur fue incapaz de enlazar sus palabras coherentemente. Tenía tanto por decir que todo se atropellaba antes de salir por su boca. Sin embargo, tras esas vacilaciones iniciales, la paciencia del extraño rindió sus frutos y, con escuetas preguntas, el recién llegado consiguió entender la historia entrecortada del muchacho.
—Mi her… mi hermana… ¡y mi familia… Sebastián, Zacarías, el pequeño Ezequiel. Hablo de ellos —dijo Assur con la voz tomada—, tenemos que hacer algo… ¡Algo!
El hombre creyó entender; había visto demasiado y, para su desgracia, sabía, casi con toda seguridad, lo que le habría pasado a la niña. Su rostro se contrajo en una mueca austera y sintió como se le encogía el alma, sin embargo, aunque no lo hubiese admitido, y a pesar de que era lo último que deseaba, se apiadó del niño sintiendo en su pecho un calor que creyó que los años habían borrado.
Intentando calmar al pequeño, el hombre lo instó a sentarse a la entrada del refugio de piedra y, en breve, Furco aceptó la situación. El lobo, suspicaz como siempre, se había acomodado al lado de su amo y permanecía con la cabeza erguida, atento a los movimientos y la voz de aquel extraño. Evidentemente preparado para defender a Assur si aquel hombre tenía un gesto impropio.
—Entonces, ¿vamos a buscar a Ilduara? —preguntó ansioso el muchacho en cuanto hubo finalizado su relato.
—Hijo…, vayamos por partes, en primer lugar, ¿cómo te llamas? —dijo el adulto intentando racionalizar la conversación y darle un principio coherente.
—Assur. Me llamo Assur…, hijo de Rodrigo —añadió finalmente.
—Bien, entonces, Assur Rodríguez… —concluyó el hombre no sin cinismo.
—En realidad, casi siempre nos han conocido como Ribadulla —explicó Assur reprochándose inmediatamente por perder el tiempo con nimiedades.
—Sea, Assur Ribadulla —concedió el hombre—. Pues ante ti…
—Y este es Furco —interrumpió el muchacho ansioso al tiempo que palmeaba el cogote del lobo.
El hombre, reuniendo su paciencia en un corral cerrado, sonrió con aire paternalista, comprendiendo la urgencia del niño por incluir a su animal en las presentaciones.
—¿Furco? —preguntó perdiendo el hilo de la conversación.
Assur levantó el mentón en un gesto de orgullo y, extendiendo su mano derecha al frente, sujetó el pulgar con el índice dejando los otros tres dedos estirados.
—Furco. Medio palmo. Era muy pequeño cuando lo encontré… Lo tengo conmigo desde que era un cachorro. Es un lobo, un lobo de verdad —aclaró el muchacho con cierta ínfula.
—¿Un lobo? Ya me había parecido, ahora me explico por qué parece tener el humor de una indigestión de berzas fermentadas… —Arrepentido casi al instante por haber banalizado la conversación, el adulto intentó recobrar el hilo—. Bueno, dejemos eso… Yo soy Gutier de León y soy infanzón al servicio del conde Gonzalo Sánchez, por orden del cual estoy aquí…
—¿Por los normandos? —interrumpió Assur emocionado—. ¿Guiais una leva? ¿Han llamado al fonsado?… ¿Hay más hombres? Vamos, llamémoslos… No hay tiempo, tenemos que rescatar a Ilduara. —Assur se había puesto en pie, excitado y ansioso—. E ir a mi pueblo, hay que ayudar a toda esa gente… Y Berrondo, también hay que rescatar a Berrondo. Es… es… Bueno, no importa, hay que rescatarlo también.
Gutier se recordó a sí mismo que debía mantenerse al margen. Pero no pudo.
—Muchacho, cálmate —dijo con un tono de voz suave que seguía arrastrando cierto cinismo—. Estoy aquí solo, no he venido para…
Ante el gesto compungido del niño, Gutier, arrepintiéndose incluso antes de abrir la boca, decidió entrar en más detalles.
Assur, cariacontecido, palmeaba el lomo de Furco mirando al suelo.
Y Gutier habló.
Sabiendo como sabía la suerte que podían haber corrido la hermana y la familia del niño, se sintió en la necesidad de excusarse. Acababa de ver el horror sembrado por aquellas bestias, sin embargo, el crío tendría que comprender que, antes incluso de enfrentarse a los terribles ataques normandos, el reino, titubeante, divido y peligrosamente indefenso, debía recomponerse a sí mismo.
Tiempo atrás, en vida del implacable Ramiro II, las cosas habían sido muy distintas, el severo monarca había exprimido las defensas de los mahometanos llevando las fronteras cristianas hasta más allá del río Duero. Todo el poder del clero y la corte había sido contenido en el inflexible puño del rudo monarca y el reino había conocido la prosperidad gracias a la ambición de la corona. Sin embargo, tras morir el viejo rey, sus herederos se habían dividido y una sucia retahíla de intrigas de sacristía y palacio había comenzado.
Pero antes de que la corte se desmoronase habían sido años felices y Gutier aún podía recordarlos. Segundo de los hijos varones de uno de los zabazoques más renombrados de la ciudad, el infanzón había nacido en la reconquistada León, convertida en aquellos días, tras ser arrebatada a sangre y fuego a los sarracenos, en uno de los baluartes cristianos de la península ibérica. En aquel entonces, la villa contaba no solo con su propio obispado, sino también con agua tomada del Bernesga y un alfoz en el que florecían pequeños propietarios y comerciantes; tanto era así que había llegado a robarle la corte a Oviedo, la antigua capital que levantara el rey Casto siglos antes, al comienzo de la resistencia cristiana.
Incluso se había vuelto a instaurar un mercado semanal. Y cada cuarta feria, el día que los hombres de la
Legio VII gemina
que habían fundado la ciudad dedicaban a Mercurio, el interior de las murallas de León quedaba abarrotado por vendedores, buhoneros, campesinos y caldereros; y, desde bien pequeño, Gutier había acompañado a su padre a los bulliciosos puestos de abasto, donde lo ayudaba con sus tareas oficiales, disfrutando especialmente con las pesadas de los cobros.
Como en los últimos dos siglos los monarcas cristianos habían estado demasiado ocupados defendiendo su libertad como para acuñar moneda propia, en los pagos que calibraba el padre de Gutier se pesaban mezclados denarios romanos, trientes godos, sueldos galicanos llegados desde más allá de los Pirineos, y hasta dírhems moros que traían consigo los mozárabes emigrantes. Y el hijo del zabazoque miraba ensimismado los platillos de la romana de su padre intentando adivinar los caminos que aquellas monedas habrían recorrido, las manos por las que habrían pasado. Cada perfil, cada cuño y cada símbolo le resultaban evocadores, y su infancia se había llenado de sueños en los que tanto podía ser un centurión romano como un invasor visigodo.
De aquellos intereses, atenta siempre a quien pudiera destacar en una carrera eclesiástica, se había percatado doña Gonza, la recién nombrada abadesa del monasterio de San Miguel Arcángel. Y siempre que la monja acudía al mercado para vender las conservas y dulces que producía su congregación, le prestaba atención al inquisitivo hijo del zabazoque. La piadosa mujer, encantada con el carácter despierto del muchacho, había intermediado ante el adjutor de San Justo de Ardón, que era además maestro de novicios del cenobio. Y así, tras la pertinente donación, Gutier se había vestido de hábito para mayor solaz de su familia y de la abadesa, segura de haber incorporado a la Iglesia un siervo llamado a grandes logros.
Una vez en el monasterio, el muchacho había descubierto pronto algo mejor aún que las monedas o las explicaciones de doña Gonza, los libros. Y el pequeño Gutier había aprendido rápidamente a escamotear a sus rezos y obligaciones ratos en los que poder curiosear entre las sonrisas de los frailes del
scriptorium
. Allí, además de los comentarios a los evangelios de San Agustín y de Casiodoro, también encontró textos que le permitieron peregrinar a mundos desconocidos para él hasta entonces, como los poemas de Virgilio, o fragmentos de una sobada geografía de Estrabón. Halló respuestas a preguntas viejas y nuevas, propias y ajenas; conoció la teología, el latín y rudimentos de matemáticas. Y, entre aquellos muros, en la paz del cenobio, Gutier aprendió a amar el conocimiento.
Encantado con su suerte, el joven novicio había esperado ansioso el devenir de los años, deseando, si a bien lo tenía el abad, convertirse en iluminador.
Sin embargo, aquella fortuna se había quebrado dolorosamente. Un inesperado accidente con una carreta de bueyes repleta de sacos de trigo había dejado a Gutier huérfano de padre y con un hermano mayor tullido. El muchacho se había visto obligado a abandonar su vida contemplativa y asumir la responsabilidad de una madre viuda, un hermano impedido y cuatro hermanas demasiado pequeñas como para poder aportar algo más que sencillos bordados a los fondos familiares.
Su madre, compungida y abrumada, había intentado ayudar para evitarle el mal trago a su hijo. Junto a las pequeñas empezó a cocer pan para vender en el mismo mercado del que su esposo había sido inspector. Pero el aporte adicional de poco habría servido en cuanto pasaran unos meses y las rentas adelgazasen. Finalmente, apurados por los prestamistas judíos, habían descubierto las deudas desconocidas que el zabazoque había dejado por culpa de los dados, y al joven leonés solo se le había ocurrido una salida.
Desde la crucial batalla de Simancas, en la que cayeran las tropas del califa Abd al-Rahman III, los jinetes cristianos eran tenidos en alta estima por toda la nobleza, y era habitual entre los villanos aspirar a convertirse en caballeros al servicio del rey. Ese había sido el camino elegido por su hermano, que, antes del accidente que lo lisiara, había entrado al servicio de un noble con la esperanza de medrar como soldado de fortuna. Así, heredando del primogénito un morcillo paticorto, unos arreos baratos y armas herrumbrosas, terminó Gutier al servicio del conde Sancho, sustituyendo a su hermano en el juramento prestado.
Los primeros años resultaron, además de confusos, duros y aterradores. Gutier hubo de aprender el uso de las armas a base de fracasos, y no le habían faltado ocasiones en las que dar gracias a Dios por haber salvado el pellejo ante el moro por pura providencia divina.
Gutier, resignado, añorando la feliz vida del monasterio, sufrió los horrores de la violencia y manchó de sangre su conciencia. Y con el tiempo, sin pretenderlo, con el solo mérito de haber sobrevivido donde otros habían perecido, llegó a convertirse en uno de los hombres de confianza del conde; e incluso reconoció las virtudes de la camaradería y el honor.
Poco a poco la fortuna comenzó a sonreírle. Cobró porcentajes de botines de guerra y saqueos, y pudo garantizar el bienestar de su madre y asegurar a sus hermanas dotes generosas para acordar casorios adecuados.
Luego, cuando ya empezaba a soñar con retirarse a la paz del monasterio de Sahagún y recuperar algo de lo que había perdido, el Señor puso ante él, de nuevo, tortuosos caminos que recorrer. El conde Sancho murió y su heredero, Gonzalo Sánchez, tomó a Gutier, hombre ya curtido, como el preferido de entre los infanzones a su servicio. Y, para su desgracia, el infanzón, cínico y resabiado, pronto descubrió que, de todas las virtudes del padre, el hijo no había heredado más que el título.
Murió también el viejo rey, conquistador de los valles al sur del Duero, y el joven conde Gonzalo, ambicioso como ningún otro, decidió aprovecharse de aquellos tiempos inciertos y, como muchos otros aliados que encontró entre la nobleza, se valió de la incipiente debilidad de la corona para sembrar cizaña y cosechar abundante mies.