Ilduara, cansada y dolorida, se había sentado a regañadientes en la oquedad aprovechando el montoncillo de ramas de jara que alguien había abandonado tras de sí. Antes de dejarla allí Assur se hizo con un buen puñado de moras de las silvas de los alrededores y se lo entregó a su hermana rogándole que comiese algo. Luego le prometió que regresaría lo antes posible. La pequeña, queriendo fingir una entereza que no sentía, se entretuvo enredando sus dedos en los pocos rastrojos que, a modo de zócalo, cubrían escasamente la base de las piedras.
En cuanto al hijo del sayón, Assur había llegado a proponerle que lo acompañase. Sin embargo, Berrondo había sugerido que era mejor que se quedase atrás vigilando a la niña. Assur supo al momento que era solo una excusa para tomarse un descanso y quedarse a cubierto, pero no insistió.
Y ahora Assur caminaba cansinamente hacia el sur intentando mantener sus sentidos alerta y orientándose con la vista de Picolongo.
La tarde comenzaba llenándose del calor acumulado en la mañana. El sol, de frente, dejaba ver a contraluz nubes de polen y el vuelo de algunos insectos. De forma malsanamente contradictoria el día se mostraba a sí mismo espléndido, una soleada jornada de otoño en la que los bosques lucían verdes que se apagaban y el aire se llenaba de suaves aromas de flores tardías.
Furco, presintiendo el desánimo de su amo, caminaba tranquilo a su derecha, alzando la cabeza de tanto en tanto y mirando con sus vivos ojos amarillos el rostro preocupado de Assur.
El muchacho, a pesar del cansancio y el cuerpo dolorido, se obligó a reaccionar; dejó a un lado los pensamientos sobre su hermana y el resto de la familia, haciendo un esfuerzo procuró no recordar el aroma del pelo de mamá cuando se lo lavaba, y se concentró en lo que debía hacer. Varió el rumbo para tener la brisa a un costado y caminó un tanto agachado, buscando la protección de las zonas más cerradas del bosque. Sabía que el rodeo iba a retrasarlo, pero quería tomar todas las precauciones necesarias.
Juzgando la posición del sol, Assur calculó que no faltaba mucho para la hora nona, y se obligó a acelerar el paso en lo posible; siendo consciente de que tendría que regresar a por Ilduara con tiempo de sobra como para que la vuelta a Ludeiro pudiera hacerse antes de la caída de la noche. Ascendía paralelo al Peizal, un riachuelo que se escurría de las laderas de Picolongo y de cuyas fuentes bebía el pueblo.
Por lo que Assur recordaba, el hogar de Julián era la primera de las viviendas de Ludeiro que se encontraría en la dirección que llevaba. El mozárabe, al que todos consideraban rico, había traído consigo fondos suficientes como para hacerse una gran casa de piedra con abundantes piezas y un negro enlosado de pizarra que, destacando entre la floresta, fue lo primero que distinguió Assur.
El zagal se tomó su tiempo antes de acercarse, escuchando con atención y observando cuanto había a su alrededor. Se movió con estudiado cuidado y, temiendo que Furco se exaltase de nuevo si es que había extraños cerca, le ordenó que lo esperase junto a un enorme roble que lindaba el fin del bosque.
El lobo, que se había inquietado un poco, no quiso obedecer hasta que el chiquillo lo obligó empujando su costado con las manos y tumbándolo. El animal entendió la orden y se quedó quieto, pero volvió a levantarse aventando el aire con repetidas inspiraciones. Assur lo conocía lo suficiente como para saber que algo había llamado su atención, pero lo instó de nuevo a obedecer.
—Quédate aquí. Quieto —le mandó severamente Assur con la palma de la mano en alto, y el lobo, finalmente, aceptó su autoridad de mala gana.
Empezó a caminar con cuidado y calma, pero una terrible intuición invadió al niño muy pronto. No pudo evitar apurar el paso. Solo se oía el canto eventual de algún petirrojo. Rodeaba ya la casa buscando la entrada principal cuando el olor lo azotó por primera vez. Lo conocía perfectamente.
A veces alguna res tenía un traspié. O una oveja se quedaba atrapada en un lodazal. Era el mismo tufo punzante y, aun así, la vista del cadáver le sorprendió.
Lo reconoció porque llevaba el mismo chaleco de cordobán repujado que había visto cuando él, Sebastián y padre habían comprado a Calesa. Era una prenda lujosa y escasa en aquellas tierras del norte y Assur recordaba con claridad lo extraño que le había resultado que su padre, cubierto con humildes ropas de lana basta, comprase una res a un hombre tan ricamente ataviado. Probablemente el mismo Julián y el padre de Berrondo eran los únicos en los alrededores, además del propio conde, con posibles como para tener una prenda así.
Estaba de espaldas, con las piernas desmañadas en una postura muy poco natural, y solo uno de sus brazos doblado bajo el pecho en un gesto que hubiera sido incómodo. En el otro costado solo quedaba un desgarrado muñón sanguinolento justo por encima de la articulación del codo. El miembro cortado estaba unas varas más allá, con el puño inútilmente cerrado en torno a una sencilla daga.
Grandes moscardones verdes zumbaban atraídos por la peste que había dejado la muerte tras de sí, y cuando Assur fue capaz de levantar la vista del cuerpo inerte de Julián, descubrió que no era el único.
Entre el núcleo de Ludeiro y la casa del mozárabe mediaba una explanada verde que había sido deforestada tiempo atrás para dar una falsa sensación de continuidad al pueblo. De haber sido un día como cualquier otro de los que Assur había vivido, solo un par de árboles hubieran roto la monotonía de la hierba adornada de helechos. Ahora, en aquella planicie se distinguían manchas de bordes difuminados por los tallos de grama y llantén. Y el muchacho, intimidado por lo que adivinaba, no fue capaz de sentirse agradecido porque los detalles de la matanza se escapasen de sus ojos.
Por algún motivo las viviendas de Ludeiro no habían sido pasto de los fuegos de los nórdicos, pero, por lo que Assur podía intuir, no habían dejado alma alguna que se pudiese aprovechar de aquella circunstancia. El muchacho no sabía cuántos habían sido los habitantes del villorrio, sin embargo, a medida que con pasos cansinos se acercaba al grupo principal de casas, los muertos le parecieron incontables.
Assur se movía inquieto, evitando mirar fijamente los cuerpos inertes, girando la cabeza como un pajarillo asustado, procurando impedir que su mente guardase entre sus recuerdos aquellas imágenes cruentas. Ni siquiera se atrevió a gritar. No sabía qué posibilidad lo asustaba más, que contestase algún moribundo o que no contestase nadie.
Impresionado por la masacre que lo rodeaba, Assur tardó en caer en la cuenta. Los normandos también estaban en la orilla sur del Ulla…
Una vez más en aquel interminable día, salió corriendo como alma que llevase el diablo y solo perdió resuello para dar un largo silbido con el que llamar a Furco a su lado.
En cuanto lo volvieron a esconder los bosques que rodeaban Ludeiro, se arrepintió de lo que había hecho. Se sentía culpable por no haber intentado ayudar a algún posible superviviente. Pero recordar que Ilduara se había quedado atrás había disparado los resortes de sus piernas. Lo que le llevó a sentirse aún peor por no haber sido suficientemente previsor como para buscar algo de comida que llevarle a la pequeña. Y también algo de ropa de abrigo. Sin embargo, la sola posibilidad de perder también a la risueña Ilduara le había sorbido los sesos. Se sentía confundido y lleno de culpa, pero ya solo existía una prioridad: reencontrarse con su hermana.
El camino se le hizo eterno, el sol parecía moverse con la rapidez de un halcón. Y para empeorar la situación, las piernas le pesaban como hechas de plomo. Y los pulmones le ardían. Su cuerpo se extenuaba y su mente comenzaba a desvariar. Sintiéndose culpable por hacerlo, buscaba excusas para perdonar sus errores. Intentaba convencerse de que aunque los normandos estuvieran esquilmando también la orilla sur, eso no suponía que hubiesen encontrado a la pequeña Ilduara.
Corría sin tomar las precauciones que se había procurado en el trayecto de ida. Aunque se sabía mucho más expuesto, prefería correr ese riesgo a retrasarse todavía más. Tanta era la diferencia que ya podía ver algunos de los desbaratados tolmos de piedra del berrocal donde se había quedado la niña.
—¡Ilduara!… ¡Ilduara!
Quiso oír lo que no se podía oír. Nadie contestaba.
—¡Ilduara! ¡Linda dama!
La abertura de la oquedad entre las grandes moles de granito en la que se había escondido la pequeña estaba a unos pocos pasos más. Ya solo tenía que dar la vuelta.
—¡Linda dama! —gritó forzando una sonrisa de anticipación en un rostro tenso y contraído.
Estaba vacío. No había nadie. No estaba Ilduara. Y tampoco el hijo del sayón. Furco olisqueaba contento el interior de la cavidad, reconociendo el olor familiar de la pequeña y demostrando ansia por verla.
Assur caminaba en círculos mirando en todas direcciones. Al principio no lo vio, pero poco después los signos le resultaron evidentes; las ramas rotas, los rastrojos pisoteados. Se desesperó y empezó a correr erráticamente, dando bruscos cambios de dirección de un lado a otro. Se alejó rodeando las gigantescas rocas con una amplia vuelta.
Tenían que haber sido los normandos, grandes huellas eran testigos mudos de las botas de los nórdicos.
Intentó seguir el rastro, caminó y caminó, pero el tiempo se le agotaba y el día tendía hacia su inevitable final ciñendo sus posibilidades con un apretado bozal. Cuando creía haber encontrado la pista auténtica, pronto lo acometía la desilusión porque perdía las huellas o descubría que se había equivocado y que se trataba de un paso de ganado. Furco, leal, no se despegaba de sus talones. El lobo, sin entender lo que sucedía, iba tras su amo y obedecía, y aunque Assur intentó varias veces hacer que siguiera el rastro de la pequeña, no llegó a conclusión alguna, la pista se diluía antes o después en pasos demasiado concurridos, o cuando alcanzaban la orilla del Ulla o de cualquier otro arroyo. En una ocasión había encontrado la inconfundible pisada de uno de los finos borceguíes de Berrondo, pero nada más que le asegurase qué dirección seguir.
Cuando el ocaso comenzaba a amenazar con cubrir toda posibilidad de seguir el rastro de Ilduara, el muchacho decidió regresar hasta el berrocal antes de que la oscuridad se lo impidiese. Desesperado por la inseguridad que sentía, deseaba empezar a buscar desde allí mismo con el nuevo día, una vez más.
Cuando llegó hasta las rocas estaba exhausto, desmadejado. Y por encima de todo, confuso y aturdido. Entró a resguardo entre las piedras y dio vueltas sobre sí mismo incrédulo. Seguía sin poder aceptarlo.
En el interior del hueco que dibujaban las grandes piedras uno de los últimos rayos de luz del día se colaba por un resquicio. Un brote de cardo que crecía solitario entre las sombras del suelo de tierra, pegado a una de las paredes, quedó patéticamente iluminado. Prendida en sus pequeñas espinas estaba la cinta de lino con la que Ilduara se sujetaba la trenza. Assur se la había regalado, la había comprado en la feria de Palas de Rei, el mismo día que, juntando lo poco que tenía, había conseguido sus preciados anzuelos.
Y la tensión se liberó rompiendo toda la entereza que Assur había ido atesorando durante el día. Cayó al suelo de rodillas y violentos sollozos lo acometieron.
Assur lloraba acurrucado en posición fetal, preso de convulsiones que pronto le hicieron hipar. Todo el dolor y las lágrimas contenidos se liberaron con la fuerza de una presa derrumbada por una crecida temprana.
Furco, sorprendido e incómodo, se mantuvo inicialmente a un lado, observando con recelo a su amo. Cuando se decidió a acercarse lo hizo lentamente, con la cabeza gacha buscando el rostro del muchacho y gimiendo interrogativamente, como si le pidiese permiso a Assur.
El niño no se dio cuenta de que el lobo se había acercado hasta que la lengua rasposa de Furco le lamió generosa las lágrimas que inundaban sus mejillas. Se abrazó al cuello del animal y este se dejó caer a su lado, sin cesar de lamer el rostro triste del muchacho.
Mientras el niño lloraba el lobo hizo guardia, y cuando la noche cayó, por fin Assur quedó vencido por el cansancio y el dolor. Se sumió en un sueño inquieto y ligero lleno de terribles pesadillas.
Y Furco le aulló a una luna que era poco más que una esquirla de plata en un cielo de azabache a medio cubrir por un velo de altas nubes oscuras.
Cuando Assur despertó el alba clareaba el horizonte. Fue confuso y doloroso. Sus músculos parecían no querer responder y el muchacho podía sentir en todos sus miembros las consecuencias del titánico esfuerzo del día anterior. A fin de asimilar lo sucedido tuvo que esforzarse para abrir camino en una pesada somnolencia; le costó reconocer el lugar.
Y allí estaba la delicada cinta. Tan cerca como para apreciar restos de tierra y ceniza en el blanco difuso del basto lino. Prendida en las espinas transparentes de un cardo, revoloteaba lánguida por los remolinos de aire que se colaban desde la boca de la covacha. Todo regresó con malsana viveza, y el brillo de sus profundos ojos azules se destiñó con oleadas de pena.
Miraba a su alrededor cuando, hacia el fondo de la cueva, donde el día anterior había visto los restos de viejas fogatas, observó apilado un montoncito de ramillas verdes a medio quemar. Comprendió que Berrondo había intentado hacer un fuego.
Imaginó el humo escurriéndose entre las piedras a plena luz del día y, de pronto, supo cómo había desaparecido su hermana. Un odio insano le llenó el alma y una determinación nueva nació en su interior.
Cogió la cinta de lino con gestos bruscos y se la ató en la muñeca del antebrazo izquierdo, apretándola con los dientes y los dedos de la mano libre. Lleno de ese nuevo rencor, que no había conocido hasta entonces, dejó atrás el cansancio y el dolor.
—¡Furco! Ven. Vamos a buscar a Ilduara… Vamos a buscar a Ilduara y al malnacido de Berrondo —le dijo Assur al animal poniéndose en marcha.
Esperando la respuesta del lobo, y cuando ya se extrañaba de que no hubiera acudido a su encuentro, Assur se dio cuenta de los gruñidos del animal.
El vello de la nuca del muchacho se erizó. El recuerdo de la persecución de los nórdicos cobró vida. No podía verlo, pero sabía que el lobo tenía la misma actitud agresiva que tanto le había enorgullecido observar cuando los normandos les pisaban los talones.
—¡Furco! —llamó de nuevo al tiempo que salía de la cueva para encontrar al lobo a unos pasos de la entrada. Tal y como se lo había imaginado, el animal estaba listo para atacar.