Assur (13 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

—¡Sigue! Mientras veamos, avanzaremos —dijo tajantemente el infanzón—. Debemos llegar hasta el paso de Nogais cuanto antes.

Y así lo hicieron, hasta que la escasa luna y la espesura del bosque volvieron a la noche tan cerrada como para convertir la marcha en imposible.

Los reniegos de Gutier habían hartado pronto al muchacho y, al segundo día de marcha, Assur había dejado de pedirle que se detuviesen en alguna de las poblaciones circundantes. Además, el chico había llegado a creer las promesas del infanzón, y no había querido importunarlo más de lo necesario; dándose por satisfecho con la seguridad que el hombre del conde mostraba respecto al pronto llamamiento que se haría al fonsado. De hecho, el infanzón había mostrado una determinación que al muchacho le había parecido admirable; la cojera de Gutier se había ido haciendo más y más evidente, sin embargo, a pesar de los padecimientos y del penoso ascenso siguió manteniendo un ritmo endiablado; y Assur quiso interpretarlo de modo tal que colmara sus esperanzas. Con la ilusión propia de su edad el muchacho imaginaba que Gutier deseaba tanto como él mismo llegar al castillo del conde. Las fuerzas de los nobles se unirían sin más dilación y, con el beneplácito del rey niño, se reunirían las mesnadas para expulsar por siempre a los normandos; el mismísimo Gutier podría rescatar a Ilduara y a Sebastián. Assur incluso se imaginó convertido en mozo de armas del infanzón, interviniendo de manera decisiva en la batalla en la que recuperaría lo poco que quedaba de su familia.

Por su parte, Gutier, cansado y dolorido, hubiera preferido no haberse convertido en esclavo de semejantes promesas, sin embargo, no se le había ocurrido otro modo de evitar que el muchacho lo retrasase todavía más. En realidad, el infanzón tenía sus dudas sobre la posible reacción del conde Gonzalo, pero había preferido pensar que, por una vez, el bien del pueblo podría interponerse a las ventajas de los juegos políticos. Además, su herida estaba suponiendo un verdadero calvario; pensó en más de una ocasión hacer un alto en Samos y dejarse atender por los monjes, aunque no llegó a decirlo para no dar pie a más palabrería del niño, que se hubiera quejado por el retraso.

Dejaron atrás el alto de Piedrafita y el apremio impidió a Gutier detenerse en la iglesia de Santa María la Real para rogarle ayuda al Señor, además, estando aquel lugar en manos de monjes benedictinos, no tenía Gutier amigos con los que contar, por lo que no le quedó otra que apretar los dientes y seguir. Con mucho esfuerzo, consiguieron hacer noche al pie de la colina que coronaba el castillo de Sarracín, su destino, al cuarto día; y solo las molestias y calenturas de la herida de Gutier les impidieron acometer la difícil ascensión.

Prepararon campamento en un claro entre viejos robles retorcidos de corteza gris, y Assur, intentando ayudar, se ocupó de rellenar los odres con agua fresca del cristalino Valcarce. Era un río retorcido y sinuoso que cambiaba una y otra vez de dirección por culpa de la intrincada geografía del valle; sus aguas limpias le hicieron a Assur recordar la mañana de unos pocos días atrás, mientras se preparaba para pescar en el Pambre. El muchacho se sentía confundido, perdido; la excitación de la aventura que estaba viviendo se mezclaba de una manera insana con la incertidumbre por su futuro y el enorme dolor que sentía por haber perdido a su familia. La esperanza de volver a ver a Ilduara o a Sebastián era su único amarre y Assur estaba decidido a no rendirse.

Estaban rodeados de montañas por todos lados, escarpadas cumbres verdes en las que destacaban algunas manchas de colores otoñales y muelas de titánicas rocas graníticas. Una enorme muralla natural que definía las fronteras de la antigua Gallaecia romana y que, a excepción de unos pocos pasos, se convertiría pronto en una cárcel de hielo y nieve. La escasa luz de la luna y las estrellas desdibujaba la silueta del castillo en lo alto de la colina, dándole un aire siniestro que consiguió que Assur temiese de nuevo por la vida de Ilduara.

Cuando el niño llegó hasta el campamento con el agua, Gutier se había adormecido con la espalda apoyada en la base de uno de los robles. Era la primera vez que Assur lo veía así, vencido por el cansancio; en las noches anteriores el infanzón se había quedado siempre de guardia y el rostro curtido de Gutier, atento y alerta, era, en cada ocasión, lo último que el niño había visto antes de cerrar los ojos y lo primero que había descubierto al abrirlos.

Ambos durmieron sueños intranquilos, el adulto por las fiebres que le subían desde la herida y el niño por las incertidumbres que lo asaltaban.

En la mañana lloviznó pesadamente.

El conde Gatón, señor de Astorga y el Bierzo, le había cedido a su hijo suficientes propiedades, arriendos, ganados y sedas como para que semejantes rentas pareciesen imposibles de dilapidar. Sin embargo, el que había sido un chiquillo malcriado se convirtió en un vividor malsano que supo disponer muy pronto de los bienes de su progenitor, con tan poco orden y semejante desconcierto que en solo unos pocos años desde el fallecimiento de su padre tuvo que empezar a vender sus propiedades; de entre ellas, por su valor y posición estratégica, de la que más le costó desprenderse fue de la fortaleza a la que había dado su propio nombre, Sarracín.

El fastuoso castillo dominaba el valle del Valcarce desde una posición privilegiada en uno de los picos más bellos de todos los montes bercianos. Con la amenaza musulmana, siempre viva desde las llanuras del sur, la fortaleza se había convertido, a lo largo de los años, en un bastión de la resistencia cristiana, adquiriendo un emblemático significado para todos los lugareños. El alcázar era, además, prácticamente autosuficiente, contaba con sus propios establos y caballerizas, una herrería a cargo de un artesano renombrado, una buena bodega, una despensa bien abastecida y un enorme aljibe excavado en la tierra que, al modo romano, mantenía el agua limpia con grandes anguilas que, además, de cuando en cuando se servían como platos en los banquetes celebrados en el gran salón común de la alta torre del homenaje.

Poco más de diez años antes el conde Sarracino, con enormes deudas que cubrir por sus excesos y lujuria, había vendido al cómite Gonzalo Sánchez el fantástico castillo con la sola condición de poder usarlo como lugar de pernocta cuando se ausentara de Astorga, y aceptando los términos del acuerdo, el avispado noble gallego regateó cuantos modios de trigo pudo hasta que, tras acaloradas discusiones, se hizo al fin con tan importante fortaleza y la convirtió en su residencia principal. De ese modo, poseyendo un castillo de tan alto valor estratégico y mezclándose en tantos entramados políticos como pudo, el conde Gonzalo Sánchez consiguió medrar en la jerarquía nobiliaria hasta convertirse en uno de sus miembros más influyentes.

Pero el aún joven noble tenía una ambición sin límites y esperaba que los nuevos tumbos diplomáticos del reino le permitiesen adquirir, si cabía, una posición todavía más notable.

El conde Gonzalo Sánchez era un hombrecillo enjuto y mezquino. Tenía una piel cenicienta y marchita con propensión a las verrugas y un pelo fosco y desagradable que escaseaba de manera alarmante en una enorme cabeza que parecía haber crecido sin tener en cuenta el magro desarrollo del cuerpo que la sostenía. Se tocaba con un bigotillo alargado que nunca conseguía cortar de manera simétrica; y padecía de graves dolencias intestinales que le obligaban a contar con los servicios permanentes de médicos y curanderos, además de dotarle de un aliento tan desagradable como los efluvios de una sentina olvidada y por culpa del cual los mozos y sirvientes solían referirse a él como el
Boca Podrida
. Era de pobre constitución y frágiles huesos, y arrastraba con desgana las consecuencias de una infancia humillante en la que únicamente su posición y nacimiento lo salvaron de quedar más veces en ridículo; poco hábil con las armas y pésimo combatiente, había sido blanco habitual de las chanzas de sus primos y parientes. Sin embargo, el conde había guardado celosamente cada burla en su memoria y, en cuanto heredó el título, aún con el cadáver de su padre caliente, se deshizo de todos aquellos que en algún momento se habían atrevido a reírse de él.

Esa mañana el conde se había despertado temprano, como era su costumbre, y había empezado el día masticando menta silvestre mientras elucubraba respecto a su posición en el juego de poder que se estaba disputando en la corte; en el cielo, algunas nubes ligeras escampaban dejando un fino velo brillante sobre los verdes de los montes. La subida al trono del niño Ramiro había sido una decepción, especialmente cuando él y sus adláteres se habían tomado tantas molestias para envenenar al padre del infante. Y, si los rumores eran ciertos, la recuperación de la cátedra de Compostela por parte de Rosendo no beneficiaba en absoluto las pretensiones del conde, pues mientras que la facción nobiliaria del cómite tenía un aliado en Sisnando, con el nuevo obispado las relaciones no eran precisamente cordiales. Además, por lo que sus informantes en la corte le habían dicho, era muy probable que Rosendo hubiera hecho todo lo posible para poner de su parte a la regente doña Elvira, la tía monja del joven rey.

Y una situación semejante no le convenía en absoluto al nuevo señor del castillo de Sarracín, pues llevaba años conspirando para que el poder de la corte recayese en manos más amigables.

Tiempo atrás, cuando el rey Ordoño había muerto, esperanzado con auparse cerca de la corona, el conde Gonzalo se había aliado con Fernán de Lara, todopoderoso de Castilla, el cual, tiempo antes, había casado a su hija Urraca con el fallecido monarca y ansiaba que, una vez muerto su yerno, fuese precisamente su nieto Bermudo el que subiese al trono. Sin embargo, las tácticas y conspiraciones empleadas fallaron, e incluso hubo quien se atrevió a tachar de ilegítimo al niño Bermudo aduciendo que la consorte andaba algo suelta de cascos con uno de sus yegüerizos. De todo el embrollo resultó beneficiado únicamente el medio hermano del rey muerto, que se coronó como Sancho I y fue conocido como el Craso, para disgusto del conde Gonzalo y del señor de Lara.

Y, ahora, muerto el Craso por la manzana envenenada que saliera de la misma apoteca de Sarracín, era su hijo Ramiro el que ocupaba un trono en manos de una monja y no el nieto del poderoso conde castellano, Fernán; así que el cómite Gonzalo esperaba ansioso noticias de su infanzón, Gutier de León, a fin de planear sus siguientes movimientos y poder deponer cuanto antes al rey niño y dejar el trono libre.

Unos días antes había llegado a Sarracín una misiva del conde Fernán rogando confirmación de la muerte del obispo Sisnando e información sobre el ataque normando; y el conde Gonzalo, mientras enjuagaba su boca de los restos de la menta fresca, urdía estratagemas que pudiesen servir para sacar provecho de las incertidumbres que tales nuevas, de ser ciertas, provocarían en la corte.

Cuando bajó al salón de la torre del homenaje, con la menta ya disuelta y el aliento apestando a bicho muerto, recibió la buena nueva del regreso de su hombre de confianza. Aunque herido, el infanzón Gutier esperaba a ser recibido.

Assur abrió los ojos calado por la lluvia y, para su asombro, tuvo que despertar a Gutier, que, calenturiento y con el rostro abochornado, parecía haber pasado una mala noche. La cecina se había acabado dos días antes y, entre la somnolencia de Assur, la fiebre de Gutier y el hambre de ambos, les costó ponerse en marcha.

La ascensión al castillo se hizo eterna, ralentizado su caminar por los vericuetos serpenteantes que negociaban la pendiente de la montaña entre enormes castaños y robles con troncos llenos de escondites para los lirones. Gutier cojeaba de forma evidente y Assur hubo de servirle de apoyo en más de una ocasión; tuvieron que hacer frecuentes paradas a fin de que el infanzón se tomase pequeños descansos que le permitiesen recuperar el aliento. Mientras, Furco, aburrido por la lenta marcha, corría de un lado a otro, adelantándolos o quedándose atrás según descubriera uno u otro rastro; en una ocasión lo perdieron de vista cuando echó una larga carrera tras una ahorradora ardilla que aprovisionaba las nueces de un nogal resquebrajado de antiguo por algún rayo.

Cuando llegaron al murallón del castillo, Assur quedó sorprendido por la inmensa construcción, la alta torre del homenaje le hizo sentir vértigo por el solo hecho de pensar en subir hasta la terraza almenada.

Todo era nuevo para el pastor: hubo que dar aviso a la guardia, muchachos y sirvientes iban y venían por los patios llevando y trayendo cestos y cántaros, hombres de armas charlaban paseando y el corpulento herrero, lleno de hollín y con su mandil de cuero firme repleto de chamuscados agujerillos, habló con ellos cordialmente interesándose por el viaje del infanzón hasta que Gutier insistió en la prisa a la que lo obligaban sus deberes.

—Yo ahora debo ir a ver al conde —le dijo el leonés al muchacho cuando ya se habían despedido del artesano—, los de la guardia ya lo habrán avisado de mi llegada. Tú no puedes acompañarme; te quedarás con el hebreo Jesse, es uno de los médicos que el conde tiene a su servicio. —A Assur le sorprendió la firmeza que el infanzón era capaz de dar a su voz aun aquejado de fiebres—. Es un buen hombre, además, yo tendré que ir a verlo en cuanto termine con el conde, creo que necesito un remiendo… Así que nos encontraremos allí cuando acabe —concluyó el infanzón antes de dirigir al muchacho a la apoteca del castillo.

El muchacho pensó por un momento en recordarle a Gutier que debía convencer al conde para llamar al fonsado y combatir a los nórdicos, pero abandonó pronto la idea al percibir que esa mañana el infanzón no estaba, precisamente, de buen humor, como delataba su gesto hosco y dolorido. Tampoco tuvo demasiado tiempo, les bastó cruzar el patio principal para llegar a la botica, una pequeña construcción llena de cacharros de todo tamaño y condición que fascinó al pastor.

El médico Jesse resultó ser un hombre bajo y desgarbado, con los hombros caídos, la nariz aguileña y el tópico aspecto judío que maravilló a Assur por lo extravagante de su indumentaria y lo estrafalario de su fachada. El hebreo solo aceptó quedarse a cargo del muchacho cuando consiguió de Gutier la promesa de regresar lo antes posible para echarle un vistazo a la herida de la pierna.

Antes de marchar el infanzón se dirigió de nuevo al chico:

—Estate quieto y callado —le ordenó a Assur— y vigila a esa mala bestia —añadió señalando a Furco—, no sea que vaya a enseñarle los dientes a quien no deba.

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