Cuando Gutier se alejó renqueando hacia la torre del homenaje, Assur, tímido y sin saber qué hacer, se sentó en un taburete que encontró en una esquina y acarició el cogote del lobo, mirando embobado cómo los extraños rizos que colgaban de las patillas del hebreo se bamboleaban al tiempo que este machaba en el mortero la tiza que, a la mañana siguiente, diluiría en la leche del desayuno del conde para mitigar sus molestias estomacales.
Jesse ben Benjamín, hijo de un mercader de vinos franco de Aquitania, había estudiado medicina en Bagdad siguiendo una firme vocación descubierta en la adolescencia, y había terminado ejerciendo al servicio de un prohombre del califato de Córdoba porque, de regreso a su tierra natal, había descubierto que la competencia era excesiva. Sin embargo, unos pocos años antes la fama de los médicos judíos había alcanzado un máximo al ser uno de ellos el que había librado a Sancho el Craso de su extrema gordura; lo que le supuso a Jesse una oportunidad de emigrar al norte de la península ibérica y entrar al servicio del cómite Gonzalo Sánchez y sus pertinaces problemas digestivos, cometido que, a pesar del voluble carácter del noble, se veía compensado por la mayor cercanía a las propiedades de su familia en el reino franco, donde su padre, de delicada salud, luchaba contra el paso de los años.
—¿Tienes hambre? —preguntó de pronto el judío entornando sus ojillos marrones y dejando a un lado el mazo del mortero.
Aunque Assur no contestó, su expresión fue tan franca como para que una amplia sonrisa de aquiescencia apareciese en el rostro del hebreo.
—Anda, ven, acerquémonos a las cocinas —propuso el judío con su exótico acento.
Y aun con el inconveniente de la curiosidad de las mozas del servicio Assur se sintió agradecido por poder llenar su estómago con algo más que cecina reseca.
Gutier, manteniéndose a lo que juzgó como una distancia prudencial e intentando apoyar el menor peso posible en la pierna herida, relató sus andanzas y se explayó en cuantos detalles pudo sobre la información que había recabado; incluyendo la esperada confirmación de la vuelta al obispado de Rosendo tras la muerte del belicoso Sisnando y todo lo que pudo recordar sobre el campamento de los normandos.
—¿Estáis seguro de eso? ¿Alrededor de tres mil? —preguntó el conde con tanto asombro como para que la fuerza en su voz llevase su desagradable aliento hasta el infanzón.
—Sí, mi señor, pude contar ochenta y tres navíos —contestó Gutier disimulando el esfuerzo por no contraer el rostro en una mueca de desagrado—. Eso supone unos tres mil normandos, más o menos.
Las pequeñas ventanas de la sala estaban cubiertas por lienzos encerados, y enormes lámparas de brazos de madera sostenían multitud de velas que solo conseguían suplir parcialmente la falta de luz que las telas robaban a la mañana, radiante tras la lluvia de la noche. El ambiente era opresivo y Gutier se sentía incómodo, su mente afiebrada reaccionaba lentamente, estaba deseando salir de allí cuanto antes.
El conde caminaba de un lado a otro con pasos inquietos de sus pequeños pies, rascándose la desproporcionada cabeza, y el infanzón esperaba pacientemente a ser despedido.
—Pero… por el momento se han mantenido en las tierras del conde de Présaras, ¿no es así?
—Sí, por el momento sí —concedió Gutier—. Aunque no creo que les importe mucho quién sea el dueño de las tierras, creo que, simplemente, ese valle del Ulla les gusta; hay que reconocer que tienen a mano una vía de escape rápida, y los afluentes que desaguan allí les permiten moverse al sur y al norte con libertad… Además, aunque no es una posición elevada, no por ello es fácil de atacar, están rodeados de picos y montañas por todos lados; pueden no tener la ventaja de dominar una cota alta, pero es un refugio que puede defenderse; y les permite mantener un buen número de efectivos cerca de sus naves.
—Ya, ya… Eso ya me los habéis dicho —le reprobó el conde con gesto de hastío—. Y ¿cuál creéis que será su siguiente paso? Se acerca el invierno, ¿lo pasarán aquí? —El conde lanzaba las preguntas al aire mientras seguía moviéndose de un lado a otro, como si no esperase respuestas concretas—. ¿Seguirán avanzando hacia el este o volverán a atacar Compostela?… O quizá quieran bajar hasta Lisboa, no sería la primera vez… Aunque hasta ahora siempre lo habían hecho desde el mar… —Y permaneció un instante callado antes de increpar a Gutier—: Hablad, por Dios, ¿qué pensáis?
El infanzón tuvo que hacer un esfuerzo para encontrar las respuestas entre la niebla que parecía haber cubierto su raciocinio.
—No lo sé, señor… Creo que se quedarán aquí durante el invierno. Supongo que saben que, por el momento, nadie parece dispuesto a hacerles frente, aunque solo sea por la información que hayan podido sacarle a los prisioneros… —La mención de los cautivos le recordó al muchacho que lo había acompañado hasta allí—, aunque solo sea por la información que hayan podido sacarle a los prisioneros, deben saber que la situación política no es, digamos, estable… Y no se atreverán a cruzar el mar del Norte cuando empiece el frío… Pienso que avanzarán hasta donde les dejemos hacerlo, hasta donde puedan, tengo la impresión de que ese campamento del Ulla empieza a parecerse a un asentamiento permanente… Se quedarán allí mientras se lo permitamos, esquilmando cuanto encuentren.
—Eso está bien —contestó el conde—, muy bien. Así aprenderá ese desagradecido de Présaras, ¡que vaya ahora a pedirle ayuda a la monja loca esa! ¿Acaso no la apoyó cuando quiso coronar a ese mocoso? Con un poco de suerte a esos paganos les podrá la avaricia y volverán a intentarlo con Compostela… Sea como sea, tenemos tiempo para buscar el modo de que todo esto nos beneficie —dijo el noble deteniendo su ir y venir—, en cuanto se os cure esa pierna, iréis a Lara, tengo que hacerle saber al conde Fernán que ahora tenemos una oportunidad para presionar a Rosendo y al mismo rey. Veremos qué podemos sacar en limpio… Si lo ayudo a aupar al trono a su nieto, quizá pudiera…
Entonces algo se iluminó en el rostro del conde de Sarracín y su nariz se encogió revolviéndole el bigote.
—¡Aunque todavía podríamos hacer algo mejor! —bramó el noble con una alegría evidente que ni siquiera la pestilencia de su boca empañaba—. Algo mucho mejor…
Gutier conocía de sobra la tendencia a la mezquindad de su señor, tan aficionado a la cizaña como la peor de las alimañas, y no le costó adivinar las intenciones del cómite: debido a la amenaza de los normandos, la corona, aliada ahora con la Iglesia gracias a la recuperación del obispado por Rosendo, se veía en un brete y el de Sarracín podía aprovechar la situación para, ofreciéndose a intervenir o no en contra de los invasores, decantarse por el niño rey y las regentes, influidas por el prelado, o bien favorecer al de Lara, que pretendía usurpar el trono. Y, a pesar de la lealtad debida, el leonés no pudo evitar poner objeciones a lo que oía.
—Pero, señor, ¿y qué pasará? ¿Acaso vamos a dejar que los nórdicos campen a sus anchas? —Gutier hablaba intentando exponer sus quejas con el tono más humilde posible—. Sus rapiñas… matarán a mucha gente, no solo a los que ellos mismos arrebaten la vida, sino también por el hambre que dejarán tras de sí… En un par de semanas podrían llegar hasta aquí mismo, al Bierzo. ¿No sería más prudente llamar ya al fonsado y hacerles frente?…
De no haber estado aquejado por la fiebre, quizá Gutier hubiera podido exponer sus argumentos de un modo más sibilino, intentando plantear al conde las ventajas que le supondría enfrentarse a los normandos y salir vencedor, pues de ese modo la corona estaría en deuda con él. Sin embargo, y aunque llegó a darse cuenta del error, la espesa melaza en la que parecían haberse transformado sus sesos no dio para más en esa ocasión, y se olvidó de que al Boca Podrida se le habían acabado los escrúpulos hacía años; el conde no arriesgaría a sus propios hombres o sus tierras a no ser que tuviese la seguridad de que se vería beneficiado, sin importarle si recibía la recompensa de la corona o del de Lara.
—Muchos morirán… Todos corremos un grave riesgo, ¡todos! —insistió en su protesta con tanta fuerza como le permitieron sus fiebres.
Sin embargo, el conde de Sarracín no prestaba atención a las quejas de su infanzón y Gutier se libró de una reprimenda por su descaro. De hecho, abstraído como estaba, embelesado por las perspectivas de futuro que barruntaba, el noble tardó un momento en reaccionar.
El cómite Gonzalo estiró su espalda todo lo que pudo, intentando hacer crecer su menguado cuerpecillo y recolocando su escasa pelambre para disimular su calvicie.
—Estimado Gutier, esta es una oportunidad única, ¡única! —exclamó excitado por las posibilidades que imaginaba—. Podemos hacer algo mejor que tentar a Fernán. Jugaremos con dos tableros… Iréis a ver al de Lara y, al regreso, os llegaréis a Compostela, a transmitirle mis mejores deseos al obispo Rosendo. —A pesar de la calentura, al ver confirmados sus temores, a Gutier se le escapó un gesto de disgusto—. Tenderemos nuestra mano a ambos bandos a un tiempo… Habrá que escribir con mucho tino las cartas que os daré. —Y antes de continuar giró sobre sus talones para dirigirse a un sirviente que tenía a su espalda—: Que se encarguen de enviar a alguien a los bosques del sur, que interrumpan la cacería de Weland y lo traigan aquí, cuanto antes, veamos si ese borracho sabe algo que merezca la pena sobre ese tal Gundericus. —Y se volvió de nuevo hacia el infanzón—: Podéis retiraros Gutier, id a ver al hebreo y que os curen esa pierna, las cartas que habréis de llevar estarán listas en cuanto os recuperéis.
Gutier dudó sin estar seguro de cuáles serían las palabras más convenientes.
—Pero, mi señor, ¿no deseáis entonces que llamemos al fonsado hoy mismo? —preguntó sin poder evitar encoger los hombros, temiendo la iracunda reacción del conde.
—Oh, no, no. Es pronto para eso —contestó el noble malinterpretando la sugerencia de su hombre de armas—. Por el momento no necesitamos al fonsado, ya veremos cuando reciba respuesta. Si ese curilla con ínfulas púrpuras se muestra amistoso haremos una leva, ahora que el obispado está del lado de la corona, eso nos pondría en una posición excelente… Y si Rosendo no está dispuesto a devolvernos el favor de guardarle las espaldas, entonces, dejaremos que esos impíos arrasen Compostela y ayudaremos al de Lara a aupar hasta el trono a su nieto Bermudo. ¡No! No llamaremos al fonsado a no ser que esos descreídos decidan moverse hasta aquí, ¡en tal caso tendríamos que tomar las armas para defendernos! Pero, mientras tanto, no necesitamos a la soldadesca, con los hombres del castillo será suficiente.
Y antes de que Gutier pudiese intentar aclarar sus palabras el noble lo despidió con gestos de premura mientras se alejaba caminando hacia uno de sus sirvientes.
Sin saber qué más hacer, Gutier se retiró renqueando, con una expresión en el rostro que llevaba arrugas que no solo se debían al dolor de su pierna. Pensaba en las promesas que le había hecho al muchacho, en las responsabilidades que, sin desearlo o necesitarlo, había adquirido.
Gutier empezaba a caminar de nuevo, con pasos inseguros y todavía debilitado. Los primeros días habían sido los peores, tras volver de su entrevista con el conde, el médico hebreo se había hecho cargo de la situación y, una vez había limpiado la herida con vino y eliminado toda la corrupción, sajó la carne infectada para, finalmente, vendar la pierna del infanzón con gasas limpias que sujetaban una cataplasma de ajo, cebolla y tomillo; además, con la ayuda de un callado Assur, el judío había obligado a Gutier a beber continuamente infusiones de flores de sauco y brotes de cola de caballo secos, para reducir la fiebre; aparte, Jesse había encargado al muchacho que cambiase frecuentemente las compresas de agua fresca que había decidido aplicar sobre la frente del infanzón.
Para Assur habían sido días extraños, acostumbrándose a la vida en el castillo, echando de menos a su familia y sus rutinas. Se había negado a separarse del infanzón. Durante el día, ayudaba al judío en todo lo que le requería y se preocupaba de que no le faltase de nada a Gutier y, por la noche, cuando el hebreo regresaba a la vivienda cedida por el conde en el valle, Assur velaba los sueños inquietos del infanzón: dormitando al lado del camastro que el hebreo tenía en la trasera de la apoteca, a modo de escuálido dispensario en el que atender a sus enfermos, y en el que ahora convalecía Gutier. El apoyo de Jesse había resultado fundamental, el pacienzudo hebreo había sabido callar cuando el muchacho lo había necesitado, y había sabido escuchar en las pocas ocasiones en las que el niño no había podido evitar desahogarse. Además, y aun sin saber todos los detalles de la historia, el judío se había preocupado por evitar que Assur se dedicase en exceso a sus tristes recuerdos; Jesse había pasado con él tanto tiempo como le había sido posible, compartiendo con el muchacho algunos de sus conocimientos, enseñándole a preparar ungüentos, moliendas y medicinas varias: buscando mantener al niño ocupado con tareas nuevas e intentando que los ratos en los que se abstraía acariciando la cinta que llevaba atada en la muñeca se redujesen al mínimo posible. Y, siempre que un sirviente o una moza de las cocinas intentaba hablar con el chico, con la excusa de ir a buscar un mandado de la torre, los echaba con cajas destempladas en cuanto veía que Assur se sentía incómodo con las respuestas que debía dar.
Ahora, que ya había pasado una semana, Gutier recuperaba la entereza recostado en el camastro en el que había sufrido sus fiebres, en la pequeña y destartalada trastienda de la botica, y miraba agradecido al niño, que, con rostro contraído, intentaba entender algo que el judío le explicaba mientras acariciaba a su fiel animal, pegado a él.
Cuando estaba a punto de llamar al muchacho a su lado para darle las gracias por sus cuidados, buscando las palabras adecuadas para explicarle que, por el momento, no podrían ir en busca de sus hermanos, un estruendo de cacharrería llegó desde la estancia principal de la botica.
—¡Gutier de León! Bastardo hijo de mala madre, ¿dónde os escondéis?
Solo Furco reaccionó; girándose hacia el cortinón que separaba las piezas de la apoteca, ya empezaba a arrugar los belfos; los humanos, sorprendidos, se limitaron a mirar hacia la pesada tela.
—¡Maldito cobarde! ¿Habéis perdido el coraje? ¿Os cortó la lengua un sarraceno?, ¿o acaso os ha castrado algún moro? ¿De qué rasguño os andáis quejando? Vamos, salid y mostraos —era una voz potente y hosca, llena de un anguloso matiz que provocó escalofríos en el muchacho.