—En la guerra no todo es limpio, amigo mío…
El escudero recuperaba el aire preparándose para rematar la faena.
Assur, desesperado por verse derrotado ante las atentas miradas de Gutier y Weland, se frotaba furioso los ojos sintiendo una vergüenza que lo enfurecía, buscaba una solución que, en última instancia, lo salvase.
El hebreo miraba la escena preocupado y Weland, dando por terminado el combate, se ocupaba de la cerveza.
Entonces, aun sabiendo que no era lo más correcto, Assur acudió a la única salida que se le ocurrió: silbó.
—¡Furco! ¡Aquí!
Gutier se detuvo y miró con desaprobación cómo el lobo salía corriendo para interponerse entre los dos muchachos. Jesse sonrió tímidamente y Weland no pudo evitar exclamar su sorpresa por la reacción de Assur.
—
Sá slyngi dirokkur
!
El infanzón, sin querer saber qué había dicho su amigo, estaba a punto de recriminar a su discípulo cuando intuyó las verdaderas intenciones del chico y relajó el rostro con una expresión de alivio.
Assur seguía pasándose la mano por los ojos llorosos, pestañeando tan rápidamente como era capaz para librarse de la incómoda sensación.
—Aquí, Furco, quieto…, quieto…
El lobo no entendía muy bien lo que sucedía, pero, obediente, había acudido a la llamada de su amo, y ahora permanecía sin mover otros músculos que los de su hocico, que se arrugaban para enseñar sus colmillos con fiereza. Estaba preparado para atacar en cuanto Assur se lo pidiera.
El escudero se había quedado petrificado, la imagen del lobo listo para saltarle al cuello le había robado toda la iniciativa.
Assur seguía esforzándose por recuperar la visión. Tenía los ojos enrojecidos y le escocían tanto como para que la incomodidad de mantenerlos abiertos fuese igual de desagradable que el esfuerzo de cerrarlos y arrastrar las arenillas que se le prendían bajo los párpados.
Weland, que como el infanzón intuía el gesto de Assur, sacudía la cabeza, negando una y otra vez mientras estentóreas carcajadas le surgían de lo más hondo.
Tras unos instantes que se le hicieron eternos la vista de Assur comenzó a aclararse y pudo distinguir de nuevo a su oponente. Se frotó el rostro unas cuantas veces más y, cuando sintió de nuevo seguridad en lo que podía percibir, volvió a dirigirse a su animal.
—Furco, quieto, túmbate. —Y acompañó las órdenes con palmadas cariñosas en el cuello del lobo.
En un principio, Furco pareció dudar, sin embargo, el tono tranquilo de su amo le hizo entender que todo estaba bien y, con una expresión de satisfacción por los cariñosos manotazos, se tumbó sin más, tal y como Assur le había pedido.
Finalmente, Assur le hizo gestos a su oponente para animarlo a reanudar el combate, sin embargo, el escudero no podía hacer otra cosa que mirar con desconfianza al lobo, y bastó una rápida finta de Assur para que terminase con la espada del pastor apoyada en el cuello, un golpe que hubiera sido mortal y que clasificaba a Assur como vencedor.
—¡Quia! Se acabó por hoy. A tomar viento… Dejad las espadas y acercaos a que Jesse les eche un vistazo a esos golpes —ordenó el infanzón.
Gutier se sentía profundamente impresionado por la nobleza y buen hacer de Assur, ya que si bien era cierto que había recurrido al lobo, solo lo había hecho para contrarrestar la jugarreta del otro muchacho, y no se había aprovechado de la situación para ganar el combate sin más, había actuado con honor. Aunque no pensaba dedicarle semejante halago, temeroso de que los cumplidos volvieran blando al muchacho. Cuando los dos jóvenes pasaron a su lado para acercarse al hebreo, Gutier le habló a Assur lo suficientemente alto como para que el escudero lo oyese.
—No debiste dejar que te sorprendiese con un truco tan rancio, tenías que haberlo esperado.
Y antes de que el chico pudiese responder lo animó a seguir caminando con un gesto de la mano.
Assur había estado aguardando un elogio de Gutier desde la vuelta del infanzón, sin embargo, ese momento de modesta gloria todavía no se había producido, y el consuelo que le brindaba Jesse excusando al infanzón como un maestro poco dado a los cumplidos no le servía de mucho.
Weland, que seguía riendo tanto como para haberse atragantado con la cerveza, no tuvo tantos reparos como el infanzón en alabar al muchacho.
—Estúpido loco, un método muy poco práctico de ganar un combate…, pero con gloria suficiente como para ser incluido en una
edda
del mismísimo Thor —le dijo el nórdico a Assur entrecortando las palabras con su risa—. Casi se caga en los calzones cuando ese bicho tuyo ha salido con todos los dientes por delante… —Y terminó la frase con una carcajada al tiempo que levantaba su vaso de cerveza.
Jesse ya se había acercado hasta los muchachos y examinaba los morados y contusiones con eficiencia. Cuando consideró que ninguno de ellos revestía gravedad, los despidió guiñándole un ojo a Assur.
—Mañana venid a verme y aplicaremos algún ungüento. Ahora id a las cocinas a que os den algo de comer.
Y la expresión de Assur cambió, ensanchada por una sonrisa radiante.
Los dos muchachos se pusieron en camino. Dejando a los adultos tras de sí, comentaban los lances del combate, olvidada ya la fingida rivalidad que habían mantenido durante el enfrentamiento. Furco los seguía contento, intuyendo las sobras que podía recibir.
Gutier regresó junto a sus amigos y, cuando los dos chicuelos se habían alejado lo suficiente, se atrevió a hablar.
—Es un gran muchacho, ha sido un gesto propio de un hombre de honor…
—Sí, señor, una maldita hazaña —interrumpió Weland—. ¡Brindemos por ello!
Jesse los acompañó con gesto distraído, mirando las espaldas de los muchachos y sonriendo.
Despreocupados, siguieron bebiendo durante un buen rato, disfrutando de la compañía mutua y de las obscenas historias que, con la lengua suelta por el alcohol, Weland se animaba a contar. La tarde ya decaía y empezaba a refrescar cuando se decidieron a despedirse, principalmente porque Jesse había confesado que, si se retrasaba mucho más, su esposa sería capaz de hacerle dormir en el suelo. Se despedían ya cuando uno de los habituales en la guardia se acercó corriendo.
—¡Gutier! ¡Gutier!
El infanzón conocía al vigía desde hacía años y era uno de sus confidentes habituales en el castillo, bastaban algunas monedas eventualmente o una invitación esporádica a las tabernas de Valcarce para mantener al hombre contento y dispuesto a contar todas las novedades de las que se enteraba. Cuando llegó hasta el grupo de amigos, el hombre, sabedor de la confianza del infanzón en los que lo rodeaban, se explicó.
—Acaban de llegar unos campesinos que han escapado, uno de ellos ya ha pasado a la torre a despachar con el conde… Los normandos se han movido. ¡Han atacado Chantada!…
Assur caminaba esperanzado hacia las cocinas. No solo por la ración caliente que su estómago reclamaba con rugidos evidentes, sino también por las posibilidades que tenía de verla a ella. Lo que terminó resultando en perjuicio del pobre Furco, que se sintió extrañado cuando, tras ajustar el paso y acercar el hocico a la mano de Assur, este no le devolvió una palmada cariñosa. El lobo, un tanto airado, miró a su amo con expresión circunspecta al tiempo que, desentendiéndose de la caricia que buscaba, adelantó a los dos chicos.
Hasta el momento no había intercambiado con ella más que unas pocas palabras tímidas, sin embargo, Assur atesoraba todas y cada una de ellas como si se trataran de las más maravillosas perlas negras que los comerciantes del golfo arábigo pudiesen encontrar, pues, según le había explicado Jesse, esas eran las joyas más extraordinarias que nadie podría jamás poseer.
La primera vez se había cruzado con ella mientras ayudaba a transportar cestas de castañas recién recogidas. Las mozas de la cocina recibían los frutos y los clasificaban según el uso futuro, desechando las pasadas o picadas y eligiendo las que se secarían, las que se asarían y las que se emplearían en carísima confitura gracias al azúcar sarraceno; le había parecido una visión celestial. Para averiguar su nombre había sobornado a uno de los niños de las leñeras con un trozo de tocino del que se había privado: Galaza. Y por las noches se quedaba dormido repitiéndolo en voz baja una y otra vez, Galaza.
En solo unos pocos días los sueños adolescentes de Assur se habían cubierto de los recuerdos magnificados que podía construir con las fugaces visiones de ella en sus idas y venidas por la cocina. Todo era nuevo para el muchacho y, aunque se sentía al tiempo encantado y confuso, se estaban produciendo en él cambios que no lograba entender y que, por motivos que desconocía, le asustaban. Solo Sebastián, el mayor, le había hablado alguna vez sobre cuanto estaba descubriendo y, más que nunca, incluso a pesar de las flojas sonrisas con las que se llenaban sus tardes, echaba de menos a su hermano.
Por primera vez miraba a las muchachas de su alrededor como mujeres, y a las mujeres como fuentes de pasiones desconocidas, dándose cuenta de detalles y circunstancias que hasta entonces le habían pasado desapercibidos. Ahora, se ruborizaba cuando los pliegues de un vestido dejaban entrever la curva de un pecho, o se preguntaba cuál sería el tono de la piel de unos muslos insinuados por el pesado tejido de una falda; sentía una curiosidad por el desnudo femenino que solo supo calificar de impúdica.
Había oído historias que excitaban su imaginación, los mozos de cuadra más mayores se jactaban de cosas que no llegaba a comprender, y la anatomía femenina se le antojaba un dulce misterio por resolver. Alimentada por sus dudas y los cambios que sentía en su cuerpo, su desazón había ido en aumento hasta que, una mañana, agitado y abochornado, se había confesado a Jesse; la noche anterior había manchado su lecho en un sueño inquieto y rebelde cuyo simple recuerdo le coloreaba las mejillas.
El judío lo había escuchado con su sempiterna paciencia, sin extrañarse de que un joven cristiano tuviese tantas dudas con un tema que parecía intimidar tanto a los católicos. Práctico como siempre, Jesse se había decantado por enfocar el asunto desde el punto de vista médico, y un asombrado Assur recibió información más que suficiente como para sentirse escandalizado; sin embargo, para regocijo del hebreo, la curiosidad del muchacho pudo más que su castidad cristiana y a aquella primera sesión de preguntas la siguieron muchas más.
Así, pensando en Galaza y soliviantado, se dirigía ahora Assur a las cocinas, intentando seguir el hilo de la conversación que le proponía el escudero sin que se notasen demasiado sus ensoñaciones. A pesar de la diferencia de edad, elucubraba con apasionadas declaraciones amorosas que Galaza recibía con radiantes sonrisas complacientes; abriéndole sus brazos y entregándole sus labios.
—Chantada —repitió Gutier en voz baja, negando suavemente con la cabeza.
Aunque hubiera sido evidente para cualquiera de ellos que los nórdicos seguirían sembrando violencia y muerte mientras no hubiese quien les plantase cara, esa certeza no aliviaba la chispa de odio que insinuaba prender en sus amargas resignaciones. Especialmente para Gutier, que se sentía pieza de una culpable maquinaria obsoleta, incapaz de ponerse en movimiento si su dueño no obtenía beneficios por ello. Las divisiones del reino, las peleas entre los herederos y las ambiciones de los nobles se le antojaban al leonés excusas muy débiles cuando eran vidas lo que se ponía en juego. En Chantada él tenía amigos.
—¿Y el monasterio de San Salvador? ¿Lo han atacado? —preguntó.
—Sí, eso han dicho. Y la fortaleza de Castro Candade, no han dejado piedra sobre piedra… Y la iglesia de Santa Mariña… —contestó el vigía inclinando el rostro—. Por lo que he oído, llegaron hace apenas cuatro días, con el amanecer, y antes de décima lo que no estaba ya ardiendo estaba en ruinas… Creen que habrá más supervivientes, quizá siga llegando gente, aunque supongo que muchos otros se dirigirán a Lugo, por las murallas, o puede que a Compostela. Estos han venido aquí porque la hija de uno de ellos es sirviente en las cocinas. Esperaban que el conde los acogiese.
El silencio que siguió fue incómodo para todos, sabían que el conde no era, precisamente, un hombre piadoso que se hiciera cargo de las penurias de unos labriegos. El noble no tenía por costumbre permitir que todo el que lo necesitase pudiese acudir a sus dominios. Gutier recordó que la situación de Assur en el castillo era un secreto a voces.
—Está bien, Arias, está bien. Gracias por avisarme. Regresa a tu puesto, ya buscaré el modo de que puedas librarte de las guardias de cuarta y quinta feria. Gracias.
El vigía, contento en parte por la promesa de Gutier, ya pensaba en las visitas a las tabernas de la vega que serían posibles gracias a ese tiempo libre prometido. El infanzón sabía que en cuarta y quinta feria las guardias que le tocaban a Arias eran nocturnas y, conociéndolo de tantos años, Gutier era consciente de que la oportunidad de gastar unos trientes con alguna de las fulanas que decoraban las mesas del par de posadas que se escondían en el valle era el mejor modo de devolverle el favor.
Cuando los tres amigos se quedaron de nuevo solos, se miraron por unos instantes, con gesto de disgusto, hasta que Weland puso la nota discordante siguiendo su costumbre:
—Þar fór í verra!
Ahora tendré que emborracharme…
Y el hebreo lo miró incrédulo, preguntándose la idea exacta de una borrachera que podía tener el nórdico si, a su juicio y considerando la enorme cantidad de cerveza que ya había ingerido, estaba en ese momento tan borracho como podía estarlo la horca que su padre usaba para bazuquear el mosto mientras fermentaba.
—Pues ya somos dos —añadió el infanzón.
Y el judío, encogiéndose en previsión a lo que tendría que oír una vez llegase a su casa, se decidió por unirse a ellos.
—Tengo que bajar al valle de todos modos… Así que supongo que nada me impide hacer una parada en la taberna antes de irme a casa…
La estridente risa de Weland levantó un poco el ánimo de los tres amigos. El nórdico rodeó los hombros de los otros dos con sus enormes brazos y, como un preludio de lo que sucedería, echaron a caminar apoyándose mutuamente con un aire taciturno que estaban dispuestos a borrar a base de alcohol.
Era la mañana del día de San Severo y las noches eran ya tan largas como para anunciar la inminencia del invierno; llovía pesadamente, grandes gotas gélidas que preludiaban la nieve que llegaría pronto. Había pasado una semana y, aparte de los pocos desahuciados que llegaron al castillo pidiendo asilo, no se tenían noticias nuevas de los normandos. Con aquellos labriegos asustados habían venido también los rumores y las habladurías sobre la crueldad de los demonios llegados del mar. La lucha, hasta entonces restringida a los valles accesibles desde las costas y a las playas mismas, se hacía más presente e inmediata, revolviendo los ánimos de las gentes de la fortaleza y de la vega del Valcarce.