Assur (21 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Weland asintió, aunque Assur se dio cuenta de que los ojos del nórdico brillaron de un modo extraño.

—Cógela, es para ti. Es un regalo —dijo el nórdico acercando la mano con el puñal hacia el chico.

Assur, todavía abochornado por el comentario sobre las mujeres, tardó en reaccionar, hasta que el brillo del metal de la afilada hoja le llenó el rostro de ilusión.

El muchacho tomó la daga con respeto reverencial y se atrevió a pensar en que ya empezaba a parecer un hombre de armas, como Gutier y el propio Weland.

Mientras Assur miraba embelesado la afilada cuchilla, Weland volvió a hablar.

—El Boca Podrida me ha pedido que vaya a parlamentar con los normandos, el malnacido quiere ser el primer noble en ofrecer a la monja una solución, y se le ha ocurrido que yo podría negociar un tributo con los míos. Así que voy al campamento que Gutier vio en el Ulla, para entrevistarme con Gunrød y procurar un pago por su marcha… Y me vas a acompañar… Es hora de que empieces a comportarte como un hombre y asumas las obligaciones de un adulto.

Al pobre Assur casi se le cayó la daga en el pie con la impresión. La sorpresa le impidió ver la familiaridad con la que Weland había hablado del jefe nórdico.

En pleno invierno, con la nieve y el hielo tomando el valle, lo que vio a su alrededor condujo a Weland hasta recuerdos que creía olvidados. Había en todo lo que lo rodeaba un aire de familiaridad que, contradictoriamente, se le antojó como la advertencia de un peligro inminente. Después de tanto tiempo había llegado el momento; los hombres del norte, los suyos, estaban allí, en aquel campamento tan similar a los que habían quedado atrás en el pasado, junto a terribles batallas. Y el peso de la palabra empeñada se hizo agobiadoramente patente. Tuvo la inexorable sensación de que alguno de los
draugrs
de los que hablaba su madre tanto tiempo atrás se aparecería para romperle todos y cada uno de sus huesos; cuando traspasó el umbral de lo que parecía una
skali
como las de su tierra natal, casi esperaba ver el
haugbui
de su padre aguardándolo en el interior listo para atormentarlo.

—Weland, ¡Weland el Errante! Me alegro de verte. Han pasado años…

El sonido de su propia lengua se hizo extraño a los oídos de Weland, y no le gustó que le recordaran su apodo; tenía demasiadas implicaciones peyorativas, cabos sueltos de una urdimbre de oscuras reminiscencias que solo había comenzado a deshilacharse gracias a las inesperadas amistades que había trabado en aquellas tierras de Jacobsland, donde había encontrado, sin pretenderlo, una nueva vida.

Aun con las prisas y lo tosco del trabajo, la estancia estaba dispuesta con bastante tino, como una versión pobre pero digna del original nórdico: dominándolo todo con su resplandor y calor, un gran fuego central ayudaba a despegarse el frío del exterior, estaba rodeado de largos bancos corridos con mantas y pieles que los cubrían malamente, había algunos hombres sentados que bebían y charlaban, y en el par más alejado el
godi
atendía a unos heridos. Los escasos ventanucos estaban cubiertos con vejigas tensadas y la luz del día se agazapaba en las soleras y el umbral, las llamas y el humo apelotonado en la techumbre marcaban los claroscuros. Los troncos de las paredes todavía se perlaban de la savia que rezumaba el duramen, había gotas de ámbar que devolvían el fulgor del fuego, y entre ellas, armas, principalmente hachas y espadas, algunas melladas, todavía con restos cuajados de sangre seca, también algunos escudos. Había arcones herrados con grandes cerraduras y cubiertos de inscripciones rúnicas.

Y en el lugar de privilegio, un enorme sillón de pilastras labradas donde el
jarl
se acomodaba para beber
jolaol
de un cuerno tallado e intrincado con filigranas de oro.

Para Weland fue como regresar a casa con el alma emponzoñada por algún secreto que no permite que lo ignoren. Al principio, a su llegada a aquellas tierras del sur, había sido fácil, la ambición le había dado fuerzas. Pero con el devenir de los días, a medida que descubría las bondades de su nueva vida, su determinación había flaqueado y ahora, rodeado por aquellos símbolos de su pasado, se dio cuenta de que había esperado que semejante momento no hubiese llegado jamás.

Por primera vez, Weland fue realmente consciente del doloroso roer de los parásitos que la perfidia había ido dejando en su alma. Por primera vez, fue consciente de que se había convertido en un traidor.

Gunrød, sentado en su sillón fabrido con dragones y olas serpentinas, miraba con sus penetrantes ojos al hombre que acababa de entrar en el gran salón. Weland se percató de que el asiento aún lucía nuevo, poco afectado por el hollín y el uso, probablemente porque el
jarl
había lanzado los
ondvegissulur
de su viejo sillón al mar antes de salir para colonizar Jacobsland. Casi con toda seguridad, en el que se sentaba ahora Gunrød era el trabajo reciente de uno de los carpinteros de la expedición.

—Ven, hablemos, toma un cuerno y bebe. Bebe. Hay que celebrar la ocasión —insistió el
jarl
.

Weland se fue acercando, receloso de la docena de guardaespaldas de fiero aspecto que rodeaban a su señor. No se fiaba de ellos, ni de ellos ni de ninguno de los que analizaba su avance. No le hubiera confiado su hermana a ninguno de los presentes.

Gunrød captó la incertidumbre del Errante; y frunciendo el ceño, no sin desconfianza, analizó de hito en hito a su infiltrado en el reino cristiano. El tiempo se había ido estirando como el hilo caliente que saca el artesano de un metal dúctil y el
jarl
no quería dar por sentada una lealtad sobre la que solo tenía las palabras de un desesperado años atrás.

—Bebe y cuéntame. Hemos esperado tanto por esta oportunidad… Ahora que la casa no tiene perro que la guarde, podemos hacer lo que queramos. Incluso puede que, tras arrasar el norte, sigamos hacia el sur. Deberíamos ocuparnos de desteñir a esos hombres azules del sur, quizá consigamos que acaben siendo blancos —aunque el tono de Gunrød parecía amistoso y afable, Weland supo de inmediato que le estaban lanzando un ultimátum. El
jarl
quería escuchar de sus labios una confirmación y su falta de respuestas podía ser malinterpretada—. ¡Quizá deberíamos probar suerte con sus harenes!

El Errante dudaba. Gunrød lo observaba.

—¡Primero les sacamos las tripas y después el color! ¡Y luego las mujeres! —gritó alguien que Weland no supo identificar.

—¡Sí! ¡Hasta Córdoba! —vitoreó otra voz—. ¡Sigamos hasta Córdoba!

—¡No! ¡A Roma! ¡Vayamos a Roma!

Gunrød, sin abandonar la suspicaz mirada con la que examinaba al Errante, sonrió complacido por los ánimos exaltados de sus hombres. Sabía que sus lobos no se detendrían si no era él mismo quien lo ordenaba. Y consideró seriamente la posibilidad de llegar hasta Roma, le habían hablado de gigantescas iglesias llenas de tesoros, de un señor de los cristianos que acumulaba las más increíbles riquezas. Y, de camino, toda Hispania, el norte de África, las islas del mar interior: todo podía caer rendido a sus pies.

Los nervios de Assur se habían ido cebando para crecer tanto como se lo había permitido el camino hasta allí. Alocadas ideas sobre la salvación de sus hermanos se habían cruzado por su mente continuamente. Se llegó a ver como un héroe legendario que destruía el campamento normando como si no fuera más que una mala ilusión, y cuando su imaginación se desbocaba tenía que recurrir al recuerdo del rostro severo de Gutier, que tantas veces lo reconvenía por soñar despierto.

Y ahora que ya estaba allí donde tanto había deseado, no sabía cómo afrontar lo que veía.

Le habían vedado la entrada a la gran cabaña alargada a la que Weland se había referido como
skali
. Era un niño y a pesar de haber conseguido no mearse en los pantalones cuando los vigías les dieron el alto, no tenía derecho a discutir con los hombres sobre los asuntos que solo son propios de los adultos.

Estaba fuera, resguardado de la brisa gélida que subía desde el río bajo el alero de la techumbre, sobrellevando el frío con las manos en los sobacos y aceptando, entre divertido y decepcionado, que no parecía suponerle una amenaza a ninguno de los que por allí pasaban. A su lado, dos grandes maderos labrados con cabezas de reptiles titánicos estaban plantados señalando los dominios del
jarl
, para el muchacho era evidente que se trataba de un par de mascarones de proa de los navíos normandos. Entre ellos, cambiando de lugar de vez en cuando, la pareja de guardas que se mantenía junto al portalón de entrada sobrellevaba el frío con más comodidad que Assur. Ambos hombres se habían limitado a rugirle órdenes secas en cuanto había intentado separarse para explorar. En sus gritos Assur había creído reconocer expresiones que ya le resultaban familiares de tanto que el mismo Weland las repetía cuando el muchacho hacía mal algún ejercicio o se equivocaba con algún movimiento. Para todos los demás que pasaban por allí, el chico parecía invisible y Assur echó de menos la confianza que le suponía tener a Furco a su lado; Weland se había empeñado en que lo dejasen en el bosque, temía que el lobo resultase demasiado llamativo y eso los perjudicase. Según Weland, y para disgusto de Assur, no debía parecer más que un simple recadero, y Furco, el arco y gran parte de los pertrechos de Assur se quedaron atrás; sí le dejó llevar la recién estrenada daga, escondida en la trasera del cinturón y cubierta por la capa, aunque con la explícita advertencia de no desenfundarla a no ser que no quedase otro remedio.

Esperando a que Weland terminase con su parlamento, Assur intentó absorber todos los detalles que le fueron posibles.

Lo primero en que se fijó fue en el redil que meses atrás había visto servir como prisión de los esclavos. Estaba vacío. Algún madero suelto quedaba, mal colocado, pero no se veía mucho, la nieve sucia diluía la silueta del que había sido un improvisado corral y Assur, haciendo acopio de templanza, tuvo que asumir que los nórdicos habrían entendido que, con el invierno cerca, a la mercancía no le convenía enfriarse y morir.

Le había rogado a Weland que si tenía ocasión le preguntase al señor de los nórdicos por los esclavos. Assur incluso se había atrevido a pensar que, tal y como había predicho Gutier, se podría negociar un rescate. O simplemente comprar a sus hermanos. El muchacho esperaba que, si llegaba el momento, el infanzón, Weland y Jesse le permitieran contraer con ellos la deuda que estaba dispuesto a aceptar con tal de recuperar a Ilduara y a Sebastián.

Weland salía ya del gran salón. Al abrirse el portalón, una ráfaga de aire frío agitó las llamas y el
godi
que atendía al final de la sala a los enfermos refunfuñó tan alto como se atrevió.

Gunrød, pensativo, se rascaba las cicatrices de la mejilla izquierda viendo cómo su infiltrado abandonaba el lugar. Hacía ya mucho tiempo que no recordaba el dolor que había tenido que superar; para las torturas que le habían dejado el rostro como un cuero rancio, el
jarl
hacía ya mucho que había reservado la gruta más oscura de su mente.

No le gustaba lo que acababa de suceder. Desconfiaba.

—¿Es él quien te ha pasado información a través de los comerciantes de estaño?

Einar el Afortunado era el que preguntaba. Era uno de los hombres de confianza de Gunrød y uno de los pocos que podía atreverse a dirigirle la palabra sin ser interpelado primero. Tosco y rudo, con el aspecto de un barril, casi tan ancho como alto y con un cuello como el de un oso en el que los hombros, más que empatar, chocaban irremediablemente; miraba al mundo desde unos prietos ojos oscuros que apenas se distinguían del tono de su barba y cabellos.

—Sí, es él —concedió el
jarl
sin girarse hacia su interlocutor.

—Y ¿a qué venía ese estúpido interés por los esclavos?

Gunrød pensaba, él también se sentía amoscado. Intentaba recordar lo que sabía de Weland y encuadrarlo en lo que había visto. Algo no encajaba.

Weland era de una de las islas del noroeste, de las Lofoten, el hijo segundón de un
jarl
de poca importancia y una concubina cualquiera, con derecho al nombre pero sin tierras o herencia. Un caso común de mercenario ansioso de convertirse en un recuerdo lleno de gloria, queriendo pasar a la leyenda y ser invitado de honor en los banquetes del Asgard. Queriendo que su linaje perdurase. Tanta había sido el ansia que, con los elogios adecuados y sabiendo que no tenía granja a la que volver, había resultado fácil para Gunrød convencerlo de establecerse en Jacobsland, y servirle de informador. Pero ahora había algo que no cuadraba.

Había recibido información valiosa sobre los movimientos políticos de los obispos, nobles y representantes de la casa real. Sabía que, por el momento, tenía el camino expedito, la tierra de los cristianos estaba a su disposición. Sin embargo, la insistencia de Weland en saber sobre el destino de los cautivos era, cuando poco, extravagante.

—Prepárate, vas a seguirlo —anunció Gunrød volviéndose hacia Einar—. No me fío. Averigua adónde se dirige y descubre cuanto puedas del lugar y de ese tal conde Gonzalo Sánchez.

El abigarrado nórdico miró a su
jarl
y asintió sin más.

Furco los recibió con franca alegría, ansioso por moverse, y sin atreverse a abandonar el lugar en el que le habían ordenado esperar. Recogía Assur sus cosas cuando se animó a hablar.

—Entonces…, ¿ya no hay esclavos ahí abajo?

El muchacho, mientras acariciaba a Furco, feliz por el reencuentro, seguía intentando digerir las explicaciones de Weland.

—Solo unos pocos, para ayudar con los trabajos del campamento —respondió Weland pacientemente—. Pero a la mayoría los han mandado a los
knerrir
que tienen fondeados en la costa, buscando climas más benignos e intentando repartir el botín… —Weland no pudo evitar la expresión; cuando no son los propios los que han visto su vida transformada en un valor al peso, es difícil darse cuenta de que se trata, justamente, de eso, de vidas humanas.

Assur no se tomó el desliz en serio y, aunque le disgustó pensar en sus hermanos como simples reses, valorados en modios de trigo, en trientes de oro o sueldos de plata, no le guardó rencor al nórdico por haberlo hecho.

—… Para repartir los cautivos, el oro, las joyas y demás fortuna en distintos puntos. De ese modo evitan que, en caso de un ataque, puedan perderlo todo de un único golpe. —Assur asintió mientras seguía prestando atención a Furco—. Se ha hecho siempre así. Probablemente Gunrød conservará junto a él las joyas más valiosas y una buena parte del oro. Además…

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