En cuanto se acomodaron, una de las hijas del tabernero, con la que Assur se había topado en alguna ocasión, se apresuró a acercarse.
—¿Qué va a ser? —preguntó la muchacha inclinándose lo suficiente para que Assur prefiriese mirar a otro lado.
—Algo que acabe por convertir al muchacho en hombre —dijo el nórdico echándose a reír sin más—. Un jarro de ese aguardiente que guarda tu padre para matar a los caballos que se rompen una pata…
La moza asintió sin dar importancia a lo despectivo del comentario, como si, pese al asombro de Assur, aquel tipo de frases fuesen algo común.
El chico, que había levantado de nuevo la cabeza y observaba a la mujercita, no pudo evitar ser franco en sus intereses y Weland rio de nuevo olvidando las preocupaciones que lo habían mantenido tan callado hasta el momento.
—No me extraña, no me extraña —dijo entre carcajadas y palmeando al muchacho entre los hombros—. Unas tetas así bien valen el pago de un
heregeld
… ¡Tiene la proa de un
knörr
!
Assur no entendió todas las palabras de Weland, pero se ruborizó igualmente.
Había bebido cerveza y vino, sobre todo rebajados con agua, o en el caso del vino, incluso caliente y especiado, o con miel y huevos, como le había dado en más de una ocasión Jesse para desayunar. Sin embargo, al primer trago de aguardiente el antiguo pastor sintió un calor intenso que se le subió pronto a la cabeza y, de no ser porque le daba vergüenza, le hubiera dicho a Weland que prefería pasarse al vino.
El nórdico no estaba especialmente hablador aquella velada y Assur, empezando a sentir que su boca se volvía un poco pastosa y jugando con su vaso sin llevárselo a los labios, analizaba lo que le rodeaba con fascinación.
Al poco tiempo, Weland se le quedó mirando e inclinó el rostro con un gesto de aquiescencia casi imperceptible antes de levantarse. Como Assur observaba embobado el moverse entre las mesas de la moza que les había servido el aguardiente, no se dio cuenta de que el nórdico no salía para aliviar la vejiga, como había dicho, sino que se acercaba a la mesa de los infanzones.
Assur siguió sumido en el descarrío de sus ensoñaciones, sorbiendo con miedo el aguardiente, más por disimular que por gusto, hasta que le llegó el primer puñetazo.
—Mocoso malnacido, ¿cómo te atreves a mirar de ese modo a mi hermana?
Envuelto en el estrépito propio del taller de un ebanista, entre las patas de su escaño, Assur cayó al suelo sin entender lo que pasaba. Casi inmediatamente sintió como se le hinchaba la mejilla y un dolor relampagueante que trepó por su rostro.
—¡Vamos, muchacho! ¡Defiéndete! —gritó Weland desde la mesa de los infanzones, sonriendo y en aparente camaradería.
Assur había tenido el tiempo justo para pensar en disculparse y salir con la cabeza gacha. Sin embargo, ver al nórdico con los otros hombres de armas le dio una idea de lo que estaba pasando.
—Señor —dijo tímidamente—, no deseo problemas —añadió pensando en las veces en las que Gutier le había dicho que no se hiciese notar.
El airado infanzón miró por un momento a Weland y se cruzaron un par de asentimientos, luego volvió a increpar a Assur con displicencia.
—Pues deberías haberte mirado los mocos que te pegas en los dedos… ¡Levanta!
Assur dudaba, creyendo entender lo que Weland pretendía, pero pensando en lo que Gutier hubiese esperado de él.
—¡Levanta! En cuanto acabe contigo me cobraré yo con tu hermana…
Assur no sabía si ese infanzón había oído o no sobre su historia, o si simplemente lo había dicho por decir, sin embargo, aquel comentario le dolió de un modo profundo que arrastró algo dentro de él.
El muchacho se levantó, era ya casi tan alto como su oponente y, aunque todavía tenía la delgadez de la adolescencia restándole corpulencia, sus hombros eran tan anchos como los del hombre de armas. Se pasó la mano por la mejilla dolorida y asentó los pies recordando las lecciones de Gutier y del propio Weland. Sabía que no podía confiar en la fuerza bruta y, observando el aplomo que parecía tener su oponente, decidió fingir. Volvió la mano al rostro y recompuso su postura, encogiendo los hombros y aparentando que el alcohol lo había vuelto poco equilibrado, había visto las consecuencias de las borracheras de Weland tan a menudo como para saber qué debía pretender.
El nórdico vio enseguida las pretensiones de su pupilo y un brillo de orgullo le llenó los ojos; para él, como para todos los suyos, la astucia era una de las virtudes más importantes de un guerrero y, aunque a sus ojos el truco parecía burdo, el oponente de Assur semejaba dispuesto a caer en la añagaza, probablemente porque, a su vez, también había bebido demasiado.
Assur se movía despacio, analizando a su contrincante y esperando jugárselo todo a un par de movimientos rápidos y por sorpresa. A pesar del aguardiente se esforzó por afilar sus sentidos.
Los parroquianos miraban divertidos y el muchacho oyó cómo se cruzaban un par de apuestas.
Assur vio que su rival avanzaba dispuesto a terminar la pelea con rapidez y, sabiendo que era diestro, se pegó a la mesa dejándole al infanzón el menor espacio posible y acomodándose para el golpe directo que esperaba.
Cuando el exaltado infanzón se acercó, Assur observó lo que Gutier le había enseñado a esperar: el hombro que se retira, la tensión que se acumula en el cuello, el cambio de peso en el juego de pies. El muchacho aguardó, manteniendo su farsa, y en el momento justo, sorprendiendo a su oponente, que ya lo consideraba vencido, Assur rodó por encima de la mesa tirando el aguardiente y los vasos, cayó flexionando las piernas ágilmente y, en medio de la algarabía de la concurrencia, tomó por una pata el taburete en el que había estado sentado Weland y lo descargó en la cabeza del infanzón con un único movimiento fluido.
El hombre cayó inconsciente sin más florituras y Assur se abochornó de nuevo al oír el rugido de aprobación que salió de los presentes. Especialmente de los hombres de campo, probablemente porque habían oído los rumores sobre él y se sentían cercanos al que había sido pastor hasta unos pocos meses antes.
Antes de que el muchacho hubiera asumido todo lo que estaba pasando, Weland ya se había puesto a su lado y lo había sacudido con un abrazo de oso, armando jolgorio.
—¡Bien hecho! ¡Bien hecho, muchacho! Vamos a celebrarlo… Hay que emborracharse —sentenció el nórdico.
Assur solo pudo reaccionar dubitativamente.
—¿Estará bien? —preguntó el joven refiriéndose al infanzón, que ya era recogido por sus compañeros y arrastrado hasta su antigua mesa.
—Claro que sí, nunca fue muy listo el condenado, tampoco se perderá mucho si le has removido los sesos. Venga, ¡vamos a beber!
Assur se dejó llevar hasta su asiento de nuevo, y la hija del tabernero se acercó sonriendo, traía otro jarro de aguardiente con el que reemplazar el que se había roto en la refriega.
—No es mi hermano —le susurró subrepticiamente mientras apoyaba la bebida en la mesa por encima del hombro del muchacho.
Assur asintió mirando a Weland, que reía estruendosamente y se hurgaba la barba complacido.
—¡Bebe! ¡Bebe, muchacho! —le urgió Weland sirviendo aguardiente en los vasos de madera—. Te lo mereces, hoy los cuervos de Odín tendrán algo que contarle a su señor. Ya podría decirse que eres un hombre… O casi…
Al terminar sus palabras Weland se rio sardónico elevando el tono de sus carcajadas, mirando al muchacho con un fulgor indefinible en sus ojos claros.
—Todos lo saben, el deber de un hombre es ser recordado por sus hazañas —continuó el normando—. Debes tenerlo presente; estar siempre preparado para la lucha, listo para triunfar o morir sin agachar la cabeza. Siempre que entres en un lugar nuevo, observa a tu alrededor, elige a los rivales apropiados y mantente alerta. Cuando un hombre muere, solo queda el respeto que mereció y las glorias que logró. Si vas a morir como una vaca, tumbado en la paja caliente del establo y renqueando de viejo, entonces es que no eres un hombre. ¡Recuérdalo!
Assur percibió que las palabras del nórdico estaban cargadas con una profundidad extraña, le pareció que Weland hablaba también para sí mismo.
El nórdico vació una nueva copa y siguió hablando:
—Hoy ha estado bien, y el otro día con el escudero. Sí… —La sonrisa del nórdico se ensanchó y Assur temió que se atreviera a organizar una nueva pelea—. Además, me has hecho ganar unas monedas al apostar por ti. —Weland miró con intención al muchacho y Assur entendió que en él se había depositado un voto de confianza que lo hizo sentirse orgulloso—, así que tendremos que buscar en qué gastarlas… Lo mejor será que terminemos con tu adiestramiento… —concluyó Weland enigmático mientras se alzaba haciendo rechinar el taburete.
Assur se atrevió a beber un poco más y, aunque hubiera preferido un buen trago de agua fresca, sintió que el fuerte alcohol empezaba a acomodarse mejor en su estómago. Miraba el contenido del vaso de madera preguntándose cómo era que aquel líquido ejercía tanta atracción para algunos hombres y, volviendo a sentir el calor del aguardiente esparcirse por su sangre, descubrió que Weland regresaba desde el otro lado de la posada acompañado.
El nórdico parecía un zorro con dos gallinetas recién sacadas del corral. Con su estatura y corpulencia ninguna de las dos le llegaba a los hombros, eran las mismas mujeres descocadas que habían atraído la mirada de Assur al entrar en la taberna. La de la izquierda parecía ser la más joven, aunque el muchacho descubriría más tarde que era mayor de lo que había imaginado; era escurrida, de talle recto y un busto pequeño que apenas redondeaba la camisa, tenía un rostro afable con un bonito mentón afilado y unos vivarachos ojos verdes que resplandecían entre los mechones rubios que le caían revoltosos por la frente. La otra era voluptuosa, insinuante, y Assur, confundido, intuyó en ella, por primera vez, la malevolencia femenina sobre la que Gutier, convencido creyente desde sus tiempos de novicio, le había advertido al hablarle severamente sobre el pecado de Eva; llevaba prendida en los labios una sonrisa escéptica que predispuso al muchacho a alzar su guardia. Era bacante y sensual, transpiraba deseo, y su escote formaba el laberinto en el que Assur había encontrado su rubor al pasar el umbral de aquel tugurio al que Weland lo había arrastrado. Tenía espesos bucles morenos que le recordaron a Assur un calabrote deshilachado; los pómulos altos hacían brillar la suave piel del rostro de color aceitunado con curvas largas y finas que recogían la luz de las velas y hachones, reflejados en la profundidad castaña de unos enormes ojos oscuros. Un lunar del tamaño justo bailaba encima de la comisura de los labios, húmedos y brillantes, pecaminosos.
—Permíteme presentarte a estas dos lindas damas —anunció Weland con una picardía evidente que caló en el muchacho de un modo desagradable por la elección de palabras—. Aquí tienes a Teresa y a Sancha —añadió señalando a la jovencita rubia y a la mujer morena respectivamente—, les he dicho que pueden compartir nuestras bebidas…
Assur se sintió intimidado, especialmente por la fría mirada que le dedicaron los ojos morenos de Sancha, era evidente que la mujer había calibrado al muchacho y, habiendo decidido que no merecía la pena, estaba dispuesta a centrar toda su atención en el nórdico. El desequilibrio también lo percibió Teresa, que, con una sonrisa casi medrosa, se sentó en un taburete al lado de Assur mientras su compañera se abalanzaba con jolgorio a las rodillas del nórdico, tirándole traviesamente de la barba y prendiendo el colgante de oro que el nórdico llevaba al cuello.
—Es el martillo de Thor… —dijo Weland mirando con desparpajo el escote de Sancha y atreviéndose a meter una de sus manazas bajo la falda de la meretriz.
Teresa estudió a Assur por unos instantes y, desentendiéndose de la conversación de la otra pareja, le habló al muchacho con voz enmelada y tersa.
—¿Cómo os llamáis, caballero campeón?
El chico se sorprendió por el respetuoso tratamiento y el halago.
—Assur, me llamo Assur Ribadulla… y no soy caballero, ni infanzón, ni nada parecido —se apresuró a aclarar—. Y tampoco soy campeón. Es solo que Weland quería ponerme a prueba y su sentido del humor es… es… —Sin saber cómo continuar, Assur pensó en añadir que había tenido suerte en el enfrentamiento, o que debía marcharse ya, pero se dio cuenta de que eso no era lo que hubiera hecho Gutier y calló de pronto, sorprendiendo a Teresa.
Weland y Sancha se confabulaban estruendosamente y el nórdico ya había pasado con descaro de las piernas al busto. Teresa, que no solía tener que preocuparse por la reacción de los hombres que la rodeaban, dudó respecto a cómo tratar al guapo muchacho que parecía buscar respuestas mirando fijamente la lumbre del hogar. El chico semejaba no saber qué hacer, o no estar interesado en lo que podía hacer, sin embargo, el gigantón había pagado bien y por adelantado, y el atractivo perfil del muchacho la hacía sentirse afortunada por tener un cliente agraciado. Le habían gustado sus ojos, de un bello azul profundo que parecía envejecido por atrayentes secretos, y a ella le encantaban las historias que guardaban secretos. El chico había empezado a toquetear una cinta que llevaba atada a la muñeca y los músculos de sus antebrazos se delineaban en la piel clara de un modo llamativo. Teresa sabía que el muchacho no podría darle una buena propina y aceptaba la jerarquía que le suponía a Sancha quedarse con el nórdico que servía al conde; sin embargo, a pesar de que no pudiese contar con alguna moneda adicional, se sintió afortunada.
—Sancha y yo tenemos un cuarto aquí en la posada, quizá os gustaría acompañarme…
Assur tardó en reaccionar. Cuando por fin se giró hacia ella, Teresa disfrutó del llamativo contraste entre el rubio ceniciento del pelo del chico y aquellos ensoñadores ojos azules.
—¡Yo me debo a una dama! —replicó Assur pensando en Galaza.
Teresa encontró el gesto tan encantador que no pudo evitar sonreír con adulación.
—Podéis acompañarme sin que por ello faltéis a su recuerdo —dijo Teresa parpadeando coqueta y acercando su mano al brazo de Assur.
Hasta sentir el cálido tacto de ella Assur había estado a punto de contestar con vehemencia, pero en cuanto notó como los largos y delicados dedos se apoyaban en su brazo, no pudo hacer otra cosa que beberse de un trago el aguardiente que le quedaba en el vaso.