El conde, mucho más resuelto, volvió a hablar.
—Tengo que redactar una misiva para el obispo Fruminio, ahora Rosendo tendrá que aceptar mi propuesta, no le quedará otro remedio…
A Gutier no le cupieron ya dudas, al noble no le importaba la verdad, le bastaba un mensaje plausible. Si hacía creer a los obispos y a la corona que los nórdicos podían llegar a Castilla, el conde Gonzalo se vería aupado a una privilegiada posición de indispensable aliado. Le bastaba enviar recado diciendo que los nórdicos se habían dividido, desde Monforte una partida se dirigía al sur, hacia Ourense, y desde el océano otra partida remontaba el Miño con los terribles navíos negros. Una vez arrasada la ciudad ribereña, podían seguir hacia el este por el gran afluente, y el noble podía proponerse como la solución viable con el tiempo apremiando. Más aún, si lo hacía con suficiente diplomacia, disfrazando su astucia con buenas palabras, podría, al ofrecerse como escudo, no enemistarse con el de Lara, que tampoco querría ver a los nórdicos avanzando inexorablemente por los llanos de Castilla, demasiado cercanos a sus dominios.
El infanzón también comprendió que el coste en vidas que supondría enfrentarse a los normandos de manera directa tampoco importaba. Si la corona y la Iglesia le proponían aliarse y luchar, y el de Lara se mantenía al margen, expectante, el Boca Podrida parecía dispuesto a hacerlo. Sin siquiera tomar en cuenta el consejo de Gutier de intentar minar a los demonios del norte a través de escaramuzas sueltas y maniobras de sabotaje.
—Mi señor… —quiso interpelar el infanzón.
El conde agitó los brazos como un niño pequeño al que importunan en medio de una rabieta.
—¡No hay nada que añadir! —dijo pareciendo más enfurruñado que vehemente—. Weland, partirás con un mensaje para Oviedo, deben veros, sois uno de ellos. Tenéis que entrevistaros en persona con Fruminio y convencerlo, deben creeros. Si conseguís asustar a Fruminio… entonces Rosendo… y la monja… ¡Hay que aprovechar esta oportunidad!
Y el noble marchó a buscar recado de escribir.
Gutier no esperó a ser despedido, simplemente se giró y abandonó el gran salón; disgustado por la conversación que se seguiría con su amigo el médico hebreo y enfermo de preocupación porque el destino de todos ellos estaba en manos de un ser mezquino y egoísta. Estaba seguro de que la guerra iba a llegar, pronto, y no importaría si se pagaba o no un tributo; por lo que Weland le había contado, el tal Gunrød no abandonaría sus sueños de saquear Compostela por mucho que le pagasen. Y el conde Gonzalo no parecía querer considerar siquiera la posibilidad de ser derrotado, era evidente que estaba obcecado con los provechos pancistas que obtendría si se erigía como salvador de la capital y la corona.
El día de San Maximiliano había quedado atrás, estaban en los idus de abril, sin embargo, nadie le había preguntado y Assur no lo dijo, de modo que su cumpleaños había pasado sin pena ni gloria hasta que a Gutier se le ocurrió comentarlo por casualidad.
Ahora estaban en las cocinas, esperando a que Galaza les sirviera un pastel de miel que terminaba de hacerse en el horno y, mientras Weland, que había regresado de Oviedo dos días antes, trasegaba su adorada cerveza con sed insaciable, Gutier escuchaba hablar al muchacho y Furco roía encantado el hueso de un codillo que la misma Galaza, por consideración hacia Assur, le había dado.
En las últimas semanas los acontecimientos se habían precipitado, y además de otras obligaciones y de la ausencia de Weland, el duelo de Jesse, una vez confirmada la muerte de sus hijas, les había impedido reunirse; por lo que ahora aprovechaban la oportunidad.
Gutier balanceaba la daga nueva de Assur en la palma de su mano mientras escuchaba al muchacho contarle lo sucedido durante su viaje por Castilla como mensajero del conde.
—Loco irresponsable —interrumpió el infanzón dirigiéndose al nórdico cuando el chico narró azorado la pelea de la taberna—. El muchacho podía haber resultado herido.
Assur tuvo la fugaz intención de argüir que era capaz de defenderse por su cuenta, pero vio en los ojos encendidos del infanzón que no era el momento para expresar su opinión. Y, apartando la mirada, buscó a Galaza por entre el rebullo de las cocinas.
—Así es como debe ser —se limitó a decir Weland.
Assur, tras perder un instante contemplando el angelical rostro de la bella muchacha, se volvió hacia Gutier y se reafirmó en su idea. Convencido de que era mejor callarse el resto de la historia, guardó para sí lo que había sucedido tras la refriega en la posada.
—No deberíais haberlo hecho —insistió el infanzón con evidente malestar—. Esas no son maneras.
Weland terminó su trago.
—¿Y cuál es el modo?
—Pues ser paciente, no hay que tener prisa por jugarse los dientes. ¿Y si lo hubieran hecho prisionero en el campamento del Ulla, y si ese normando lo hubiese matado, y si el infanzón…?
—Y si, y si… —cortó Weland a Gutier—. Hay que saber cuanto antes si se tiene o no madera… En el norte, cuando un niño nace débil, el padre tiene derecho a dejarlo toda la noche a la intemperie en el bosque, solo formará parte de la familia si sobrevive, si no es así, será un
úborin börn
… —Weland, algo atontado por la cerveza, dudó pensando el modo de traducir el término.
Assur estuvo a punto de intervenir, había aprendido el nórdico suficiente como para sugerir las palabras que Weland buscaba, sin embargo, Gutier no le dio opción de meter baza.
—Es que estáis todos locos, ¡locos!…
Assur se quedó de nuevo con la palabra en la boca porque cuando iba a intervenir para defender a Weland, aduciendo que todo había salido bien, el nórdico habló.
—Pues no sé los demás, pero yo sí debo estarlo, si no qué diantres pinto yo con un cristiano medio monje, un médico judío y llevando de putas a un pastor… Parezco salido del chascarrillo que cuenta un viejo verde en una taberna…
Y, después del asombro inicial por la revelación de las meretrices, entre la franqueza del normando, el colorado subido del rostro de Assur y la escandalizada expresión de Galaza, que casi dejó caer el humeante pastel, a Gutier no le quedó otra que echarse a reír.
Con algo menos de mal humor, el infanzón pensaba dar el tema por zanjado con un último reproche cuando, en esa ocasión, fue él quien debió guardarse sus palabras.
—¡Gutier! Mirad quién ha venido.
El que había gritado era Arias, que desde el portalón de la cocina entraba en la estancia acompañado de un fraile.
Fray Esteban había agradecido repetidas veces al todopoderoso Creador su bondad por la llegada de la primavera. Si su anterior viaje desde Compostela había sido un paso por el purgatorio, este nuevo trayecto lo tentó con entretenerse en más de una ocasión, y solo las secas órdenes que le habían llegado de boca del mismísimo obispo Rosendo habían conseguido azuzarlo lo suficiente como para no pensar en otra cosa que llegar al castillo de Sarracín cuanto antes.
Lo recibió un vigía de escasa estatura, un hombre de evidentes aficiones a los excesos en vino y otros pecados, que lo llevó a las cocinas, ante un infanzón de rostro curtido y mirada apagada que compartía mesa con un gigantón barbado, un muchacho de mirada abochornada que le resultó familiar y un enorme lobo que roía un hueso como si fuese manteca sin que a nadie pareciera extrañarle. Al principio desconfió, pero cuando se le ofreció un refrigerio y relevarlo en la responsabilidad de llevar su misiva, aceptó tras hacer un par de preguntas discretas sobre la relación entre el infanzón y el conde Gonzalo.
En cuanto el fraile quedó en manos de Galaza, a la que miró con evidente rostro compungido por lo excesivo de su escote, Gutier, apretando el legajo lacrado en su mano, fue a la apoteca con el chico para dejarlo a cargo del médico, mientras Weland, para divertirse, le preguntaba al escandalizado fraile si le apetecía bajar al valle a buscar compañía femenina.
En los últimos días el leonés había procurado que el crío pasase todo el tiempo que le fuese posible con el hebreo, se lo había pedido explícitamente después de que Jesse terminase con el duelo por sus hijas. Tanto el judío como su mujer estaban pasando tiempos difíciles, y Gutier estaba convencido de que la presencia del joven ayudaba al hebreo a sobrellevar su honda pena y la incertidumbre sobre el destino de su hijo, sobre el que todavía no se sabía nada. En cierto sentido, y el leonés era consciente de ello, ahora el judío y el muchacho compartían un lazo muy especial. Además, el infanzón no olvidaba que las lecciones que el médico impartía al pastor ayudaban al hebreo a mantenerse alejado del dolor. De hecho, le había pedido al chico que se aplicase en lo posible y no le diese problemas a su maestro.
Jesse trasteaba con sus platillos y balanza, casi como cualquier otro día, de no ser porque parecía que las manos le pesasen quintales. Se movía con desgana.
—Ve al tabuco a buscar tus útiles de escribir —le ordenó el leonés al chico tras disculparse por la interrupción.
Cuando se quedaron solos Gutier no pudo evitar notar los ojos caídos y el rostro preocupado de su amigo.
—Ha llegado un mensaje de Compostela —dijo proponiendo un tema de conversación—, lo ha traído el mismo fraile de la otra vez y se lo llevo ahora al conde… —El leonés dudó ante la indiferencia que veía—. Creo que las téseras ya ruedan. Me parece que no hay vuelta atrás, sea cual sea la cara que muestren cuando paren.
El judío asintió pesaroso. En los últimos tiempos, Jesse parecía haberse alejado de sus habituales intereses por la política y los juegos de poder que se estaban librando en el reino.
—He estado hablando con Déborah, estamos pensando en irnos… Ya no hay nada aquí que nos ate, y estoy harto de atender a ese… a ese…
Assur escuchó sin pretenderlo desde la otra estancia y sintió una enorme compasión por el hombre al que había aprendido a querer como a un padre.
—Entiendo —dijo el infanzón aliviando a Jesse de tener que buscar las palabras adecuadas para expresar su descontento—. ¿Pensáis volver a Aquitania?
—No lo hemos decidido, ella quiere aferrarse a la esperanza de que Mirdin está vivo, quiere instalarse en su casa de Monforte y aguardar… Quiere…
No dijeron una palabra más, pero en un gesto impropio Gutier tomó la mano de su amigo en las suyas y la palmeó con afecto.
—Si necesitáis algo, decidlo.
Y antes de dejarse ahogar por sus sentimientos se marchó con un nudo en la garganta. Dispuesto a enfrentarse con el conde y sus decisiones, pero más que nada, dispuesto a expulsar a los normandos del reino.
Tal y como habían quedado antes de llevar al chico con el hebreo, Gutier se encontró con Weland en el patio para llegarse hasta la torre del homenaje y darle al conde el mensaje arribado desde Compostela.
El noble bajó saltando a pares los chirriantes peldaños de madera que formaban la escalera de la torre en cuanto uno de sus asistentes subió a avisarlo de que Gutier y Weland lo esperaban en el salón con una carta traída por un monje.
—¿Es de Compostela? ¿De Rosendo? —preguntó exaltado en cuanto llegó a la gran sala—. ¿Eh? Decidme, ¿es de Rosendo?
Durante un parpadeo de las velas de las lámparas todos los presentes se sintieron azorados por el infantil e impropio comportamiento ansioso del noble. Las mozas que arreglaban el suelo bajaron el rostro y los asistentes miraron a otro lado. Gutier, que guardó silencio al tiempo que se erguía en una postura marcial, le lanzó una furibunda mirada de reproche a Weland, que comenzaba a doblarse sobre sí mismo al tiempo que se le ensanchaba la boca amenazando con una risa estridente.
El conde se percató del incómodo silencio e intentó recomponerse alisando la capa de brocado con fingida seriedad. Gutier le dio un codazo a Weland capaz de tumbar a cualquier otro hombre, pero que, en el caso del nórdico, sirvió para que se enderezase intentando contener la risa.
Cuando la incomodidad pareció diluirse, Gutier se animó a contestar.
—Eso parece, mi señor —contestó el infanzón tendiéndole al noble la funda de cuero que guardaba el mensaje.
A medida que lo leía, la sonrisa del conde Gonzalo crecía retorciendo su bigotillo como una oruga resecándose al sol. Cuando terminó no pudo evitar que se le escapase una frase que le dijo a Gutier cuanto necesitaba saber.
—Se lo han tragado… No les llega la camisa al cuerpo…
El infanzón entendió que la engañifa del posible ataque remontando el Sil había dado los resultados esperados por el conde. Probablemente, con la influencia de Fruminio, la regente Elvira había cruzado mensajes con el obispo de Compostela y ahora aceptaban la intermediación del conde de Sarracín para librarse del avance de los normandos.
El cómite, evidentemente excitado, habló más de la cuenta.
—Ese remilgado de Rosendo me pide ayuda en nombre de la corona. La monja está dispuesta a pagar los cien mil sueldos… Y también me autorizan a que llame al fonsado y haga una leva, quieren que me asegure de que los normandos no puedan llegar a los cañones del Sil.
Gutier reconoció que Rosendo y la regente se mostraban inteligentemente previsores, no solo ofrecían el tributo, sino que querían contar con la persuasión necesaria para que los normandos aceptaran el pago sin tener tentaciones de timar a la corona. Sin embargo, no habían sabido ver las artimañas del de Sarracín, que ahora tenía varias opciones posibles para terminar con el asunto y, en todas ellas, salir beneficiado.
Weland interrumpió los razonamientos del infanzón con un sordo regüeldo que apenas pudo contener y que llevó hasta Gutier el olor acre de la cerveza. El infanzón se sintió agradecido de que el conde pareciese demasiado exaltado para percibir el poco respeto que Weland le mostraba.
—Tenemos que trazar un plan… —dijo el cómite—. Debemos buscar un lugar apropiado para el pago, un lugar en el que se pueda tender una emboscada…
El infanzón estuvo a punto de preguntar, pero no le hizo falta. Era evidente que el conde quería prometer el pago a los nórdicos para tentarlos y conducirlos a una encerrona; la única duda era si el noble se quedaría con el tributo para sí, o si simplemente lo devolvería a las arcas reales dándoselas de salvador del reino.
—Entonces es mejor que sea un puerto, una ensenada o una ría —intervino Weland—. Si queréis acabar con ellos, debéis acabar con sus barcos.
Gutier se sintió decepcionado al ver cómo su amigo parecía aceptar las confabulaciones del noble de manera tan natural.