Assur (31 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Cuando Gunrød se volvió y descubrió a Weland, su rostro marcado se contrajo con una deforme mueca siniestra.

—Dos hombres salieron, solo uno regresó —entonó el
jarl
como tarareando una tonada—, dime, Weland, ¿perdió Einar su fortuna a manos de Loki o le robaste tú algo más?

Se oyeron algunas carcajadas, evidenciando que a todos los presentes les venía a dar igual una cosa que la otra, pues su respeto por la habilidad de un guerrero era mucho mayor que el que podían albergar por cualquier vida. Weland eludió la conversación cambiando el tema a tratar, no quería dar explicaciones y, ni mucho menos, tener que confesarle a Gunrød que, a fin de proteger su tapadera, había preferido matar a uno de sus hombres antes que a un simple muchacho cristiano.

—Si os marcháis pagarán. Cien mil sueldos —dijo escuetamente.

Los ojos de Gunrød brillaron y sus párpados se entornaron de tal modo que Weland tuvo la sensación de estar mirando a una bestia que se disponía a saltar sobre él para abrirle el vientre y vaciarle las tripas; ya no estaba tan seguro de los términos de su acuerdo con aquel
jarl
, además, en los últimos tiempos muchas cosas habían cambiado.

—¿Y cómo no iban a hacerlo? —inquirió Gunrød con un falsete que hizo que la mandíbula de Weland rechinase—. Solo tenían dos opciones, ¿eh? —dijo recuperando su tono normal y lanzando la pregunta a los hombres que lo rodeaban—. Dos opciones. —El
jarl
giraba sobre sí mismo, abriendo los brazos y derramando el licor—. O pagar… ¡O morir! —rugió y, lanzando el cuerno a una esquina, movió sus manos de arriba abajo animando a sus hombres a corearle—. ¡O pagar o morir! —insistió.

Todos menos Weland jaleaban. A su alrededor se gritaba y se bebía, los hombres repetían las palabras de Gunrød, una y otra vez, excitados e inquietos. El
godi
los acompañó aullando incoherencias y agitando su bastón.

—Es su miedo el que paga —bramó el
jarl-
, ¡son unos cobardes! ¡Será todo nuestro! Sus tesoros, sus mujeres, sus tierras… ¡Todo! O nos lo dan o lo arrancaremos de sus manos muertas y frías…

El
godi
empezó a canturrear y a moverse de un lado a otro, animando a los hombres mientras jaleaban a su señor. Los que tenían a mano un vaso o un cuerno los alzaron, se oyó cómo alguien rompía un tonel.

—Han fijado fecha y lugar —dijo Weland esperando interrumpir el frenesí que parecía avecinarse—. En el norte, en un puerto llamado Adóbrica… —Necesitó un instante para repasar el calendario—. En dos semanas…

Y Gunrød, quedándose quieto, miró fijamente a su infiltrado en el reino cristiano desentendiéndose del follón que se estaba armando a su alrededor. Había percibido un claro tono dubitativo que le hizo desconfiar una vez más, sin embargo, se limitó a seguirle la corriente.

—¿Y dónde está ese puerto exactamente?

El obispo se presentó a lomos de un semental árabe que, a todas luces, era demasiado caballo para un jinete tan poco diestro, pero a pesar de lo cómicos que podían resultar los patéticos esfuerzos del orondo prelado para domeñar al temperamental caballo, ninguno de los hombres de Gutier se atrevió a reír, amenazados como estaban por los ojos serenos del leonés.

Acompañando a Rosendo aparecieron también dos frailes de aspecto circunspecto que no podían ser otra cosa que despojos de los campos de batalla frente a los muslimes, hombres atormentados que habían encontrado en el servicio a Dios la penitencia apropiada para las atrocidades de la guerra; para Gutier eran muestra suficiente de que el obispo no se fiaba del conde y de que deseaba mantener junto a los caudales a quien le hubiera jurado lealtad a él mismo y a Dios, no a un noble que había dado pruebas evidentes de mezquindad. También apareció su rimbombante ministro, que daba a los dos primeros órdenes impropias que eran desobedecidas en silencio para terminar guiando una carreta tirada por dos borricos de orejas erguidas que compartían arreos con rebuznos contentos que respondían al chirriar de las ruedas. En el carro, de poca alzada y hecho de maderas viejas, se amontonaban media docena de toneles de a tres o cuatro modios, desiguales, con la mayoría de sus duelas oxidadas y la tablazón tinta de viejas manchas de vino joven.

El obispo, haciendo equilibrios en su digna silla sin estribos, solo se confesó a Gutier, sin embargo, todos intuyeron rápidamente que en el vino que se agitaba a cada paso de los borricos se escuchaban tintineos suaves que delataban los dineros, y cada cual compuso su idea: Froilo y Lope se miraron sin saber si preferían haber aprovechado el vino que los curitas habrían derramado para dar cabida a los cuartos, o si se decantaban por los dineros en sí; Ariolfo hurgó en su memoria pensando en apuestas que supusieran aquel monto; Velasco, como Gutier, pensó que mala artimaña era aquella, pues si pretendían pasar por unos desharrapados llevando vino de misa, no habría quien explicase a qué venía la compañía de seis hombres armados y un muchacho seguido por un lobo. Nuño, que aun sin ser tan útil en el análisis resultaba siempre práctico, se acercó a los burritos y, tras rascarle la oreja al que le quedaba más a mano, se hizo con la confianza de ambos pollinos con palabras amorosas, de manera que, sin necesidad de que se pronunciase ninguno de los hombres de más alta jerarquía, quedó al cargo de la carreta y su tiro sin mediar otra frase; librando a los frailes de las órdenes incoherentes del secretario del obispo, algo que le agradecieron con una respetuosa inclinación de cabeza. Sin embargo, y aun cediendo la responsabilidad de los borricos al hombretón, ninguno de los callados religiosos se separó de la carreta y Gutier, que observaba la escena con ojo crítico, pensó agradecido en la manifestación implícita de su mando que el Mula había conseguido, aunque fuese involuntariamente; y tuvo también que reconocerle a Rosendo habilidad como estratega al asegurarse de que, precisamente, aquellos dos guardasen los dineros en nombre de la Iglesia.

No había más que hacer, y el infanzón, pidiendo permiso con una mirada humilde al obispo, dio la orden que todos esperaban.

—¡En marcha! —gritó Gutier esperando un gesto de aquiescencia del obispo—. Faltan dos semanas para San Lorenzo y todavía hay mucho que hacer…

Abandonaron Compostela por la salida del noreste, sin cruzar más palabras que las necesarias, y con la suspicacia propia entre dos grupos de hombres tan dispares, en los que se miraban los unos a los otros con tímida desconfianza.

Mientras se alejaban, echando de tanto en tanto la vista atrás, Assur no llegó a imaginar cuántos años habrían de pasar hasta volver a tener la oportunidad de regresar a la ciudad del apóstol. Mucho menos, intuir lo cerca que había estado de descubrir el paradero de uno de sus hermanos.

Weland dudó por un momento, considerando, no por primera vez, cuál de las dos lealtades juradas debía prevalecer. Cada vez le gustaba menos lo que veía en el
jarl
, pero tampoco le agradaba lo que había visto en el conde; no le llevó mucho decidirse, la codicia erradicó fácilmente a las buenas intenciones.

—Es una trampa —dijo con voz quebrada.

Gunrød no pareció sorprenderse y repitió la pregunta original como si ya hubiese imaginado que de los cristianos no podía esperar otra cosa que una encerrona. El resto de los hombres no les prestaba atención, incendiados por las palabras de su señor, seguían gritando toda clase de barbaridades y obscenidades, el alcohol empezaba a correr.

—¿Y dónde está ese puerto? —insistió.

Weland no se vio con ganas como para recalcar la idea y, asumiendo que se trataba de mero desprecio del
jarl
por la artimaña hispana, se limitó a contestar a lo que le preguntaban y dejó el asunto de la trampa a juicio de Gunrød.

—Un par de días al norte desde la desembocadura de este río.

Las manos del
jarl
le pidieron más detalles revolviéndose una sobre la otra con gestos rápidos.

—Con ayuda de los remeros supongo que incluso menos, deben de ser alrededor de cien millas —añadió usando la medida romana, demasiado acostumbrado a sus años en territorio hispano.

El
jarl
pareció tomarse un momento.

—¿Lo conoces?…

A Weland le pareció entender que aquella pregunta tenía un trasfondo, imaginaba que Gunrød empezaba a barruntar cómo darle la vuelta al asunto de la añagaza de los cristianos. Y no le extrañó la audacia, sabía muy bien de lo que era capaz aquel que tenía ante sí.

—Sí, fui yo quien lo propuso. Se sentirán confiados —y respiró un instante antes de añadir las palabras que, a su entender, el
jarl
deseaba escuchar—, pero es tan buen lugar para tender una emboscada como para evitarla si se sabe con antelación…

El Errante terminó la frase variando el tono lo justo, al modo de la coda de un poema, como para que, al acompasar las palabras con una inclinación de cabeza, quedase claro su mérito y su esperanza de recompensa. Sin embargo, Gunrød fingió no darse por aludido y, evitando rememorar sus promesas, siguió preguntando.

—¿Y? —Sus manos volvieron a pasearse una por sobre la otra.

Los nórdicos se fueron acercando, cerrando un círculo alrededor de los interlocutores. El
godi
, aunque pretendía disimular dando a entender que aquellos asuntos terrenales no le correspondían, permaneció a la distancia justa como para oír, pero conservando su paripé de danzas y cánticos rituales.

—Es una ensenada natural, la desembocadura de un río —aclaró Weland—, pero los brazos de tierra que la forman se van acercando el uno al otro a medida que avanzan hacia el mar.

El
jarl
asintió comprendiendo.

—¿Muy estrecho? —dijo pensativamente.

—Lo suficiente como para que sea fácil de bloquear una vez hayan pasado los
drekar
, además, en esos cabos las tierras son altas, formadas por acantilados cubiertos de bosques. Es una posición inmejorable para usar flechas embreadas y quemar los barcos.

El
godi
ululó algo incomprensible ante el sacrilegio que supondría quemar sus queridos navíos.

—Bastaría con no entrar en la ría y sorprenderlos desde el sur… —concluyó Weland, queriendo de nuevo poner de manifiesto sus méritos a la hora de proponer el lugar.

Se oyeron algunos gritos inquietos que Gunrød acalló pronto alzando los brazos.

—Dibújalo —le dijo el
jarl
con vehemencia al tiempo que le tendía su propia daga indicando el suelo de tierra pisada.

Tomando el puñal, el Errante se acuclilló y empezó a trazar un círculo incompleto como el de una moneda mordida; empezando por lo que dijo era el suroeste, fue rascando la tierra con la punta de la daga hacia lo que correspondería al nordeste, intentando recordar con precisión lo que había visto con sus propios ojos tantos años atrás.

—Cuatro grandes estuarios se encuentran en un mismo golfo que se va estrechando al salir al mar, Ártabros lo llaman, es como un puerto gigantesco. —A medida que hablaba, Weland esbozaba las lenguas de agua salobre que formaban las rías dotando de detalles el dibujo—. Y el
heregeld
estará en la de más al norte —concluyó señalando con la punta de la daga.

Gunrød observó el escorzo en silencio durante un buen rato. Miraba las toscas líneas e intentaba componer una idea útil sumándole lo que ya conocía, imaginando las grandes rocallas de la costa, las cañadas de los ríos, los fuertes oleajes del océano que había navegado y el conjunto que debía formarse.

—Y ese conde Gonzalo, ¿cuántos barcos tiene a su disposición?

Weland negó suavemente con la cabeza antes de contestar.

—No tienen. Aquí solo se usan para la pesca. Llevan demasiados años combatiendo contra los muslimes… La guerra en y desde el mar solo está presente en las leyendas que dejaron las galeras romanas.

Algunos elevaron comentarios malsonantes por la poca pericia de los cristianos como marinos. Los normandos se sabían superiores, habían llegado hasta todos los rincones del mundo conocido, y lo habían hecho navegando, por lo que la inutilidad de los cristianos en la mar les resultaba motivo de burla.

El
jarl
no dijo nada, pero una tétrica sonrisa frunció sus labios como si hubieran sido cosidos con puntadas demasiado tensas.

—¿Cuántos hombres? —preguntó escuetamente.

—Alrededor de unos mil quinientos, no han podido reunir más. Muchos sin experiencia…

—¿Refuerzos? —interrumpió Gunrød.

Weland se tomó un segundo antes de contestar.

—No lo creo, el conde Gonzalo se ha encargado de que no haya alianzas entre los nobles, está ansioso por presentarse como el salvador de la corona —el Errante titubeó un momento—, es ambicioso, muy ambicioso…

El
jarl
meditó sobre lo que oía. Si salvaba la trampa que le tendían, el camino a Compostela estaría tan abierto como las piernas de una fulana barata. Los cristianos tardarían mucho en organizarse tras semejante derrota. Si barría a esos enclenques religiosos pendientes de su cruz y sus débiles santos, toda Jacobsland estaría a sus pies. Le bastaba encontrar un modo de darle la vuelta al engaño.

Gunrød volvió a observar el esbozo que Weland había arañado en el suelo.

—Y ese otro estuario, el de más al sur —indicó el
jarl
acuclillándose a su vez—. ¿Viene de un valle cerrado?

—Sí, eso creo —contestó Weland reavivando la memoria e intentando comprender las intenciones de Gunrød.

El
jarl
pareció no digerir muy bien la incertidumbre de Weland.

—¿Hay algún islote por ahí?

—No, no que yo recuerde, algunas peñas y rocalla sobresaliendo en marea baja…

El
jarl
miró a Weland con sus gélidos ojos garzos.

—Pero hay una península —se apresuró a aclarar el Errante, que imaginaba que el otro ya tenía alguna engañifa en mente—, unida a tierra por un istmo muy estrecho. En su parte más amplia tiene apenas unos cientos de pasos de ancho. La llaman la Isla del Faro.

Gunrød pareció meditar profundamente unos instantes, arrugando su ceño y afeando las cicatrices que le cubrían el rostro, hasta que, por fin, dijo lo que pergeñaba.

—Entonces, quizá podríamos hacer algo más que evitar una emboscada…

Sus hombres jalearon.

—¡Jacobsland será nuestra! ¡Nuestra!

Aunque no tenían vías romanas que seguir, el buen tiempo y las trochas recorridas por todos los peregrinos que acudían a Compostela desde los puertos del norte les permitieron mantener un buen ritmo. Con la sequedad del verano empolvando los caminos ya habían dejado atrás la antigua Brigantium, donde habían hecho noche la jornada anterior, y también habían cruzado el río Mandeo. Continuaban moviéndose hacia el norte, y aun con las escasas mañas del obispo como jinete y el lento avanzar de la carreta, Gutier se sentía satisfecho por el paso que mantenían; en un día más, a lo sumo, si no se estropeaba el buen tiempo, llegarían al monasterio de Caaveiro.

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