Assur (29 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Aquellas horas de tranquilidad unieron al hombre y al muchacho de un modo especial que caló en sus almas enraizándose, habían sufrido desgracias similares y se supieron, más que nunca, ligados por lazos inquebrantables.

Cuando, obligados a regresar por sus tareas pendientes, volvían al castillo, no llegaron a la botica; en el patio vieron a Gutier y se detuvieron. El infanzón hablaba con Weland y un desconocido de capa raída y botas llenas de barro que sujetaba los arreos de un caballo cubierto de sudor que seguía resollando como si hubiesen galopado por millas sin descanso. Al parecer, había novedades, y las prácticas de tiro y los entrenamientos a espada se habían visto interrumpidos antes de tiempo, algo importante sucedía.

Gutier estaba demasiado enfrascado en la conversación como para darse cuenta de que sus amigos esperaban una oportunidad para hablar con él y saciar su curiosidad. Pero cuando despedía al evidente recién llegado, vio al judío y al muchacho y, tras cruzar unas últimas palabras con Weland, se acercó hasta ellos.

—¿De dónde venís? Os hacía en la botica…

—Este pícaro me ha convencido de abandonar mis quehaceres y recuperar mi infancia —dijo el judío con una sonrisa—, hemos ido al Valcarce, a pescar —concluyó el hebreo alzando la vara de mimbre en la que llevaban las truchas engarzadas por las agallas.

Gutier observó el rostro plácido del hebreo y le dedicó un leve gesto de asentimiento al muchacho en el que Assur quiso ver comprensión y agradecimiento.

Furco, más preocupado por saludar que por las noticias, se acercó al infanzón y le lamió la mano cariñosamente. Gutier, pensativo, bajó el rostro y palmeó la cabezota del lobo.

—Han llegado noticias de Compostela —dijo cambiando de tema—, el conde tiene ya su respuesta. El obispo, al parecer con el beneplácito del rey, ha aceptado los términos del Boca Podrida y se pagará el tributo.

»Sin embargo, con buen juicio, Rosendo exige que las mesnadas estén presentes en el pago, para intimidar a los normandos y obligarlos a marchar…

Jesse afirmó inclinando el rostro y Assur estuvo a punto de interrumpir, pero Gutier alzó su mano de la cabeza de Furco y los instó a ambos a callar.

—Se ha fijado la fecha y el lugar, en poco más de un mes, el día de San Lorenzo. En el puerto de Adóbrica —aclaró—. Weland partirá a reunirse con los suyos y explicarles los términos, el conde en persona guiará a los hombres, saldréis en diez días —dijo Gutier señalando a Jesse—, y yo debo partir a Compostela, he de elegir a unos cuantos hombres y servir de escolta al obispo, quiere llevar el tributo él mismo, al menos hasta el monasterio de Caaveiro… Probablemente recela de que el Boca Podrida pretenda quedarse con el pago…

Assur, ansioso por las nuevas, quiso intervenir, pero Jesse se adelantó.

—¿Diez días?, tendré que dejarlo todo dispuesto, ¿creéis que antes de marchar podríais pedirle a un par de infanzones que acompañen a Déborah a Monforte?

Gutier respondió enseguida.

—Por supuesto, no os preocupéis, me encargaré de ello antes de marchar. —El infanzón calló un momento antes de hablar de nuevo; observaba al muchacho con el rostro revirado—. En cuanto a ti…

Assur se irguió, enderezando la espalda y pretendiendo mostrarse como un adulto más.

—Supongo que no importa mucho lo que yo opine, ¿verdad? —No le dio tiempo al muchacho a contestar—. Si te digo que te quedes en el castillo, te escaparás, y si te digo que acompañes a Jesse y te asegures de no abandonar la retaguardia, tú y ese saco de dientes os terminaréis por lanzar a pecho descubierto contra los normandos… ¿No es así?

Jesse miraba al muchacho, que se mantenía impertérrito, en silencio respetuoso y sacando pecho.

—Así que supongo que lo mejor es que vengas conmigo —Gutier tuvo que levantar de nuevo la mano para acallar al chico—, así al menos podré asegurarme de que no terminas rompiendo la espada de un normando con esa cabeza tan dura…

Y sin dar más detalles giró sobre sí mismo para caminar hacia la soldadesca, dispuesto a elegir a sus acompañantes y ponerse en marcha.

Assur miró a Jesse con un rostro brillante y lleno de esperanza.

—Espero que encuentres a tus hermanos.

La partida sobrellevaba su cometido con buen ánimo, principalmente porque hacer de escoltas del obispo y el tributo, aun con evidentes responsabilidades, les evitaba otras tareas más pesadas, como la preparación del campamento en Ártabros. Además, algunos pensaban ansiosos en las tabernas de Compostela, esperando disfrutar de una noche de ronda y farra antes de tener que partir desde la ciudad hacia el norte.

Y, sin duda alguna, el más feliz de los siete humanos era Assur, contento por las expectativas que se prometía y orgulloso por contar, aunque fuese por estrambóticos motivos, con la confianza de su mentor. Por otro lado, uno de los hombres elegidos por Gutier era el infanzón con el que Assur se había peleado en la taberna del Valcarce, de nombre Froilo, que había sobrellevado la derrota con buen humor sincero, y se había ocupado de hablar de ello con el resto, contándolo como una anécdota cualquiera de borrachera, con lo que consiguió granjearle al muchacho una serena fracción del respeto de los demás hombres de la partida.

A mayores de Froilo, Gutier, Assur y el excitado Furco, que trotaba al lado del muchacho, estaban otros cuatro. Delante de Assur y siguiendo al de León, iban dos de ellos: Ariolfo, un lenguaraz y alegre caballero maragato delgado como un mimbre, tranquilo en la lucha y con un buen temperamento, solo estropeado por un serio problema de juego y apuestas, era capaz de clavarle una flecha a una paloma al vuelo a más de cincuenta pasos; y, más atrás, casi a la par de Assur, Nuño, que caminaba sin prisa aceptando el esfuerzo de la marcha como un trabajo mucho menos penoso que el de la labranza, y es que Nuño, o simplemente
el Mula
, era un campesino que, inconcebiblemente, era aún más corpulento que Weland, un hombretón con cuello de toro y puños como jamones que había sido el único capaz de derribar al nórdico en las luchas cuerpo a cuerpo; tenía un basto pelo castaño y unas enormes cejas, pobladas como zarzales, que se unían sobre una gigantesca nariz bulbosa de la que se arrancaba a menudo rizados pelos, obligando a sus ojos bovinos a lagrimear, y si bien no tenía una mente brillante, era el ejemplo claro de un hombre en el que se podía confiar la vida propia, dispuesto a acatar lo mandado y con la ración adicional de valor que proporciona la ignorancia; no llevaba loriga, arco o espada, pues como hombre de campo que era, jamás había tenido armas o pertrechos de guerra, solo cargaba con la enorme hacha que Assur había cobrado como primer botín de guerra; el muchacho, incapaz de hacerse con el gran peso, se la había regalado gustoso al labriego, que, aun con una evidente falta de técnica, se las había arreglado, más por ímpetu y fuerza bruta que por otra cosa, para aprender a usarla de un modo temible.

Cerrando la comitiva, tras el muchacho y el lobo, se las apañaba el otro par, en el que uno charlaba animadamente sobre mujeres y vino y el otro callaba condescendiente. El que hablaba era Lope, que aun habiendo dejado las papillas treinta años atrás, levantaba del suelo menos que Assur, de mal carácter y propenso a incluir un improperio cada tres palabras que salían de su boca con una precisión casi matemática; aficionado a todo tipo de reyertas, era un luchador escurridizo y hábil, además de un fenomenal oponente cuando se trataba de usar el puñal, que manejaba con la soltura de una costurera vieja, y se empeñaba en montar un titánico garañón britano de cascos peludos en el que su menudo cuerpo parecía el muñeco desmadejado de un niño en un caballo de madera demasiado grande. El que callaba respondía al nombre de Velasco, y de todos ellos era el más comedido y cabal, un infanzón que había compartido suficientes penurias con Gutier como para convertirse en un lugarteniente apropiado para la situación; era un hombre singular que arrastraba los horrores de las luchas de la reconquista de los cristianos con un humor taciturno.

Siendo como eran, los dos únicos sin montura, Assur y Nuño solían compartir los comentarios banales del camino y el muchacho disfrutaba hablando con el gigantón, pues de casi cualquier observación el campesino era capaz de sacar un comentario sobre el crecimiento de las verduras o el mejor abono según la época y la hortaliza, y el chico, de una cierta manera reconfortante, encontraba cálidas aquellas palabras sencillas, que lo acercaban a tiempos no tan lejanos.

Gutier, que montaba a Zabazoque en vanguardia, dejando un espacio vacío entre él y sus hombres, contemplaba el bosque intentando solazarse con lo buen jardinero que demostraba ser el Señor: las flores silvestres estaban dispuestas en cuidados arriates que bordeaban los caminos, el pesado calor del estío todavía no había agostado la hierba, y los musgos seguían brillando llenos de verde en las cortezas que apuntaban al norte; los colores de las bolsas de pastor, de las caléndulas, de los quitameriendas, de algunas matas de espliego y de los humildes pero llamativos dientes de león punteaban los juegos de verde con encanto providencial. Y en el aire se mezclaban aromas que atraían a las abejas y que anunciaban dulces y chucherías de miel.

Aunque no era necesario en ese trayecto sin oro u obispo que guardar, Gutier ordenó establecer turnos de vigía para su primera noche, esperando acostumbrar a sus hombres a la rutina que deberían llevar.

Ariolfo había aprovechado bien el camino, haciéndose con una buena percha de las perdices que Furco había asustado olisqueando entre los matorrales y ahora, las aves se asaban a fuego lento bajo la atenta mirada del Mula, que, como buen hombre de campo, se las apañaba para recoger la grasa del tocino con el que habían mechado los pájaros y la rociaba de nuevo sobre la piel tostada.

—No deberíamos asarlas hasta dentro de unos días, la perdiz bien se conoce por la nariz… —se quejó el campesino rascándose su enorme cabeza con aire dubitativo.

Furco miraba los espetones pasándose la lengua una y otra vez por los belfos y parecía no compartir su opinión. Velasco hacía guardia y los demás, rodeados de las continuas maldiciones que Lope soltaba si la mano no le cuadraba, jugaban con unos dados que Ariolfo había sacado de su escarcela. Assur, tras haber tenido que cepillar con manojos de hierba seca a los caballos, observaba a Gutier, que, apartado del grupo, afilaba concienzudamente su espada con gesto serio.

El muchacho se acercó al infanzón acariciando el puño de la daga que llevaba al cinturón, la que le había regalado Weland.

—Si os parece, luego practicaré con Lope…

Gutier tardó en contestar.

—Está bien, está bien…

Assur estuvo a punto de darse la vuelta y regresar con el grupo, pero la actitud dubitativa del infanzón generó en el muchacho cierta indecisión que lo obligó a hablar.

—¿He hecho algo malo?

Gutier miró al muchacho con cierta sorpresa.

—Sé que no soy como ellos —continuó Assur señalando a los hombres de armas—, todavía. Pero no os fallaré, lo juro. Podéis contar conmigo… —Assur calló sin saber qué más decir—. Quisiera agradeceros que…

El infanzón negó con la cabeza y el muchacho se detuvo.

—No has hecho nada malo, y luchar por mantener la esperanza de encontrar a tus hermanos es una causa noble. No te preocupes —le dijo Gutier con un tono sincero—. No se trata de ti, es toda esta situación en la que andamos metidos, no me gusta cómo se han desarrollado los acontecimientos. —Assur no pudo evitar asombrarse por la inusual locuacidad del infanzón—. Estoy cansado de ser un juguete, de que seamos juguetes en manos de unos pocos, no debería ser así…

Assur no supo si se esperaba de él que dijese algo o no, de modo que permaneció en silencio.

—Además, todo esto es una mala idea… Es un mal lugar —continuó Gutier exponiendo sus pensamientos en voz alta sin darse cuenta—, muy malo, hay inocentes que pueden salir heridos, especialmente si intenta apropiarse del tributo. Y la fecha tampoco es buena, a San Lorenzo lo quemaron, en una parrilla… Precisamente por negarse a darle los cuartos de la Iglesia a los romanos…

Compostela fue para Assur todo un descubrimiento. Hasta entonces, la población más grande en la que había puesto el pie era la humilde Palas de Rei, cuyos mercados y ferias eran referente para los habitantes de la ribera del Ulla, pero que, aun con toda su historia y tradición, era mucho más pequeña que la floreciente sede episcopal. Y, aunque Compostela distaba de la grandeza de León u Oviedo, la metrópoli, incluso así, a medio abandonar por el terror que inspiraban las escuadras nórdicas que la codiciaban, resultó para el muchacho un mundo tan ajeno y distinto al que conocía que le costaba creer cuanto veía. Los grandes edificios, tan altos que resultaban inconcebibles; las largas calles empedradas, que se revolvían formando laberintos en los que parecía imposible orientarse; la multitud de pequeños comercios, en los que no solo se podían conseguir los objetos, joyas, ropajes y utensilios que Assur conocía, sino también muchas otras cosas de las que ni siquiera había oído hablar; las muchedumbres variopintas, adornadas con peregrinos de toda condición, que sugerían procedencias evocadoras; gentes singulares con las que se cruzaban, vestidas con ropajes de confección extravagante que, causando el asombro del muchacho, lo obligaban a girar la cabeza para mirar con estupefacción. Si se lo hubieran contado, le hubiera costado admitirlo. El ambiente de Compostela era asombroso, estaba lleno de rumores y ruidos, gritos lejanos y palabrería en idiomas extraños e inconcebibles; plagado de olores nuevos y efluvios de mil comidas preparadas a un tiempo en tabernas, posadas y viviendas; también se percibían los hedores de la humanidad hacinada en habitaciones y pequeñas callejuelas por las que se escabullían mendigos y lisiados combatientes que pedían limosna por sus heroicidades contra los moros, y aunque Assur se sentía incómodo, la excitación le ayudaba a sobrellevar la falta de espacios abiertos y el agobio que se cernía sobre él. Furco lo llevaba mucho peor, el desconcertado animal se pegaba a las piernas de su amo con el rabo gacho, era evidente que, de no ser por la lealtad debida, saldría corriendo de un momento a otro, se sentía intimidado, temeroso, y estornudaba ruidosamente a menudo, desacostumbrado a cuanto los rodeaba.

Era la mañana de su cuarto día de marcha y, tras haber franqueado la entrada sur de las murallas, cruzaban la urbe ascendiendo por la rúa Villare. Tras unos cuantos giros, llegaron ante la fachada de la basílica que guardaba los restos del apóstol Santiago, al lado del convento de San Pelayo, donde el infanzón había descubierto de labios del borrachín Gelmiro los detalles de las primeras incursiones normandas.

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