Assur (28 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

—¡Cierto! —exclamó el conde ilusionado—. Debemos destruir sus barcos…

El cómite, fiel a su costumbre, empezó a caminar de un lado a otro. Midió la estancia con pasos nerviosos por unos momentos y, cuando al fin se detuvo, mandó salir a todas las mozas y mayordomos antes de hablarles al infanzón y al mercenario.

—Si hundimos unos cuantos, nadie podrá saber si ya habíamos hecho la transacción… —dijo el conde declarando abiertamente sus intenciones una vez se quedaron solos—. Debe ser un lugar lógico para partir hacia el norte, podemos hacer que parezca que lo que nos preocupa es verlos izar velas para el regreso.

Ahí estaba, ya no le quedaban dudas al infanzón, el noble pretendía quedarse con el tributo y argüir que el oro del reino había terminado en el fondo del mar.

—El gran puerto de Ártabros —dijo entonces Weland—. La ría del norte, la de Adóbrica, es un embudo.

—Sí, no es la primera vez que… Sí, pero ellos no lo saben, es una buena elección —concedió el conde.

Gutier conocía el lugar, entre montes que se escurrían hasta el mar se abría un golfo accidentado al que daban forma cuatro estuarios rodeados de angostos cabos: en el norte, el del río Iuvia, y descendiendo hacia el sur, los cauces del Eume, Mandeo y Mero, que albergaban poblaciones de mayor o menor importancia que se resguardaban en los valles de los propios ríos y que se alimentaban de la pesca, de su estratégica posición comercial y del frecuente paso de peregrinos hacia Compostela.

Las cuatro rías convergían, abriéndose más o menos para formar un gran puerto natural, y la más septentrional, la que había mencionado Weland, era una lengua de mar con una bocana estrechada por dos cabos puntiagudos que apenas permitía el paso de un navío de cada vez. En esa ensenada formada por el Iuvia los nórdicos tendrían sitio para atracar sus barcos, pero con fuerzas de ataque convenientemente dispuestas en los acantilados a ambos lados del exiguo acceso no podrían salir. De hecho, bastaría con hundir unos cuantos navíos en la bocana para volverla impracticable y obligar a los normandos a buscar tierra, donde podrían ser emboscados con facilidad. Era una buena estratagema, aunque deberían asegurarse de que no les ganaban la espalda desde alguna de las rías de más al sur que también confluían en el golfo.

—Lo conozco —siguió diciendo Weland—, no atacamos el lugar, pero fue uno de los primeros en los que recalamos cuando yo llegué aquí… Es como un cepo —comentó el nórdico recordando los farallones que creaban el estrecho—. Si proponemos el intercambio en Adóbrica, bastará con esperar a que crucen los cabos para tenerlos encerrados. Si se disponen hombres en los riscos de ambos lados, será un juego de niños…

Weland y Gutier no habían hablado demasiado de la llegada del nórdico a sus tierras como invasor, en la cortesía de la amistad ambos aceptaban que no merecía la pena excitar ciertas susceptibilidades. Sin embargo, el infanzón sabía de aquella incursión de los demonios del mar del Norte: habían entrado por el golfo de Ártabros y, aunque como había dicho Weland, no habían asaltado Adóbrica, sí se habían interesado por las poblaciones de las rías de más al sur. Habían asolado Brigantium, y Crunia, probablemente atraídos por el faro que los romanos habían construido y pensando que el botín habría de ser de importancia por tener la ciudad una torre de tan majestuoso aspecto. Y precisamente la cercanía de lugares habitados de importancia preocupaba al infanzón, si bien era cierto que el angosto estuario era un buen lugar para el ataque, a Gutier le arredraba pensar en el peligro que correrían esas villas si algo se desmandaba y los nórdicos se les escapaban, probablemente su venganza sería difícil de olvidar.

Había otros puertos y rías más aisladas o con poblaciones menores, especialmente al norte de Lugo.

—¿Qué opináis, Gutier? —preguntó el noble—. ¿Os parece un buen lugar?

El aludido tardó unos instantes en contestar, tuvo que forzarse a tener presente cuál era su deber.

—Sí, pero hay demasiadas poblaciones cerca…

El infanzón calló al ver que su señor negaba agitando su cabeza.

—Eso no importa, ¿es o no un buen emplazamiento para una emboscada?

Gutier sintió un odio intenso por aquel enano presuntuoso.

—Sí —contestó secamente mordiéndose la lengua.

—Bien, bien…

Gutier miró a Weland, buscando su intervención, pero su amigo no tuvo tiempo de interpretar el ademán antes de que el conde volviese a hablar.

—Entonces hay que dejar a la piedra rodar montaña abajo…

A Gutier incluso le pareció ver que los pequeños ojos morenos del conde se volvían estrábicos contando los cien mil sueldos.

—En esta ocasión el fraile llevará respuesta al obispo —dijo el noble con una expresión sardónica—. Y habrá que buscar a alguien que le transmita melosas palabras al de Lara para que no intervenga… A vosotros dos os necesito aquí.

Y antes de despedir a sus dos hombres de armas para escribir la misiva que el oblato llevaría a Compostela, les dio una orden más:

—Avisad a los sayones, hay que hacer sonar las bocinas, debemos llamar al fonsado. Necesitamos estar preparados para cuando llegue la respuesta… Ahora que la monja ha hincado las rodillas, hay que acabar con todo esto antes de que cambie de opinión y busque otros aliados.

Las espadas, recién salidas de la herrería, brillaban con cada volteo y finta, recogiendo la luz de la mañana que se colaba entre las nubes altas. Rodeándose con parsimonia, los dos hombres se estudiaban con cautela, cada uno observaba los movimientos del otro, era evidente que se sentían incómodos con el peso de los escudos y las lorigas, y en ambos resultaba patente la tensión que sus nudillos acumulaban al sostener los hierros con manos nerviosas.

Weland observaba con el ceño fruncido las evoluciones de la pareja de combatientes y Assur, sufrido alumno del impaciente nórdico, sabía que Weland no tardaría mucho en estallar lanzando improperios y exabruptos de todas las clases imaginables; aquellos dos estaban tardando demasiado en hacer algo de provecho que lograse complacer al normando.

Como el entrenamiento no tenía interés para el muchacho, vista la poca habilidad de los involucrados, decidió no demorarse más y continuar con sus quehaceres, tal y como le había ordenado Gutier.

En los últimos días el castillo era el centro de una actividad febril. Cada jornada, acudiendo a la llamada del fonsado, llegaban más infanzones y caballeros, y gracias al derecho a leva obtenido por el conde Gonzalo, también desesperados y desahuciados que veían en la guerra la única salida a sus manidos problemas; entre ellos había muchos como el propio Assur, gentes que habían perdido todo por culpa de la invasión de los hombres del norte y se aferraban ansiosos a ideas como la venganza. A mayores, todo escudero, caballerizo, boyero o mozo de establos con fuerza suficiente era alistado, pues el conde esperaba reunir la mayor fuerza posible para intentar superar a las huestes nórdicas. Assur sabía que Gutier había insistido en ello, ya que, si su estratagema inicial de atacar a base de escaramuzas dispersas que pudiesen debilitar a los normandos no había sido aceptada, al infanzón solo le quedaba aconsejar al noble que confiase en la superioridad numérica para vencer a guerreros tan diestros. Si todo iba a depender de un único golpe, como parecía pretenderse, a mayor número de efectivos, mayores posibilidades.

Braulio, el herrero, armaba como se podía a aquellos que no disponían de pertrechos propios y, por su parte, Weland y Gutier, como hombres de confianza del conde, se encargaban de darles una instrucción mínima para intentar que, si llegaban a enfrentarse a los normandos, tuvieran al menos la esperanza de parar los primeros envites, hasta que hombres más experimentados acudieran a socorrerlos.

Cuando sus tutores le daban permiso, Assur participaba gustoso en los entrenamientos, y había llegado a ganarse el respeto de muchos de los recién llegados, pues, por lo general, ninguno de aquellos hombres esperaba de un crío tanta habilidad con las armas; y aunque Gutier le recriminaba el pecado del orgullo, Assur no podía evitar caer en la tentación.

Ese día, sin embargo, Gutier le había mandado acompañar y ayudar a Jesse en cuanto le pidiera. El hebreo le había solicitado permiso al conde para retirarse a las ruinas de Monforte con su mujer, ansiosos ambos por estar en la ciudad si su hijo regresaba, incluso a pesar del peligro que podía suponer que los normandos volviesen sobre sus pasos. El cómite se había negado a darle la dispensa al judío hasta que la cruzada contra los descreídos nórdicos terminase, lo quería a su lado como médico de campaña y el requerimiento era innegociable. Y Assur, que en la comprensión del dolor de su mentor se había visto unido a Jesse de un modo nuevo y frío, estaba encantado de ayudar al hebreo a desmantelar la apoteca y preparar bártulos: unos para llenar las alforjas de las mulas que los acompañarían en su expedición de asalto, vendajes, sutura, algo de vino e instrumental; y otros para llevarlos a la casa del judío en el valle, como sus pocos libros y muchos de sus cacharros y tarros, listos y empaquetados para trasladarlos a la ciudad del valle de Lemos en cuanto todo acabase.

Esa mañana Gutier andaba ocupado enseñando a unos cuantos a usar el arco en el claro entre los alisos, donde solía practicar con Assur, y el muchacho, tras agenciarse una cebolla para desayunar, cruzaba el patio camino de la botica. Furco, que no estaba muy contento esos días por el barullo y el tumulto del castillo, caminaba al lado de su amo, girando continuamente la cabeza para observar cuanto sucedía a su alrededor, entre sus colmillos llevaba un trozo de pan duro frito en manteca que había sisado en las cocinas y que no se decidía a morder.

Assur hizo un esfuerzo por dejar de lado la excitación que sentía y compuso su sentir con una radiante sonrisa, dispuesto a animar al decaído hebreo.

—¿Cómo os encontráis hoy, maestro? —dijo el muchacho en cuanto cruzó al umbral y vio al judío trasteando en los anaqueles.

El judío contestó únicamente con un encogimiento de hombros, demostrando una vez más lo afectado de su espíritu. Assur, que no supo qué otra cosa hacer, buscó una pregunta apropiada para darle la alegría al hebreo de tener que repasar alguna de sus lecciones, ya que, como había descubierto, el empeño en su educación parecía ser de las pocas cosas que caldeaban el espíritu del judío. Se le ocurrió recurrir a algo sobre lo que había estado bromeando con Gutier.

—Aristóteles se equivocaba…

Jesse detuvo su mano dejando el frasco que estaba a punto de colocar en un cuévano pendiendo de sus dedos finos, pero no dijo nada, y Assur decidió insistir.

—Sí, lo he estado pensando, seguro… Aristóteles se equivocaba.

Jesse se giró por fin, abandonando el tarro en un estante, y miró a su pupilo con los párpados caídos y escasa voluntad en el rostro.

—Veréis… —dijo Assur con el justo tono de incógnita para reflejar un brillo de curiosidad en los ojos del judío—. Me basta desplumar una gallina, así de sencillo.

Jesse, que conocía lo suficiente al muchacho como para intuir las buenas intenciones que escondían las palabras, no pudo, sin embargo, sobrellevar tanto rodeo.

—De acuerdo, las gallinas y Aristóteles… ¿Y?

—Pues que si desplumo una gallina tendré un bicho con dos patas y sin plumas, ¿no?

El hebreo, que no sabía adónde quería llegar Assur con su razonamiento, terminó por concederle, no sin dudas, la hipótesis propuesta.

—Supongo que sí, aunque no sé yo qué tal lo llevaría el pobre animal…

—Ya… Pero el caso es que sería un bípedo sin plumas, y Aristóteles dijo que los únicos bípedos sin plumas son los humanos, por lo que esa gallina se habría convertido en humano —Assur terminó la frase con el grandilocuente gesto de un prestidigitador.

Pero, pese a los esfuerzos del muchacho, el judío no pareció tomárselo muy a bien.

—¿De modo que yo pierdo mi tiempo y mi esfuerzo para que tú te burles del bueno de Aristóteles tergiversando sus silogismos? —preguntó el médico con un tono que, de modo evidente, plasmaba lo que pensaba respecto a la impertinencia del zagal.

Assur temió haber sido demasiado irrespetuoso o inoportuno; pero descubrió pronto la verdad. Unos instantes después Jesse ya no pudo contener más su seriedad, y en los revoltijos de su barba fueron evidentes las contracciones con las que forzaba su mentón para evitar la sonrisa que pugnaba por obrarle el ánimo.

—Anda, ven —dijo el hebreo saliendo de su mostrador y sus estantes llenos de cacharros, sonriendo ya con franqueza.

Se abrazaron hasta que Assur decidió hablar de nuevo.

—¿Sabéis?, desde que llegué al castillo no he vuelto a hacerlo, pero, si os apetece, podríamos ir a pescar. A mí me gusta, o al menos me gustaba —dijo el muchacho con un tono que parecía el de un anciano hablando de su adolescencia—, y me han dicho que en el Valcarce hay tantas truchas que tienen que salir a pasear a los prados…

Jesse no había pescado desde que, siendo un niño, tenía por costumbre acompañar a su abuelo al siempre cristalino Adour, en su Aquitania natal.

—Vamos, animaos —insistió Assur—, ya le dedicaremos la tarde a la cacharrería…

Incluso Furco, que los rodeaba una y otra vez dando vueltas y vueltas a la pequeña estancia al tiempo que movía su rabo inquieto, parecía querer despejar la moral del judío de los nubarrones que cargaba.

El hebreo no pudo evitarlo.

—Está bien, supongo que ya habrá tiempo más tarde. Podríamos entretenernos hasta sexta y dedicar el resto de la jornada al trabajo. A fin de cuentas, está ya casi todo hecho…

Tuvieron que pedir un par de favores para hacerse con cuanto les hacía falta, pero antes de tercia estaban ya en un pozo del río, ayudando con varas verdes de sauce a que los saltamontes que habían prendido en sus anzuelos derivasen por la corriente que desaguaba la mansa tabla mientras Furco, acostumbrado a la rutina y sabedor de que no debía acercarse al río armando barullo, dormitaba a la sombra de un fresno después de haberse zampado el currusco que había arrastrado toda la mañana.

El enrevesado río de aguas claras les cedió generoso sus peces, cimbreantes truchas de un palmo con vientres ambarinos y lomos brillantes de oscuro mármol pulido, cubiertas hasta las agallas de pecas negras y rojas con areolas blanquecinas, y que prometían una carne blanca y jugosa. Cuando tuvieron media docena, las suficientes para una comida ligera, dejaron la pesca y se limitaron a charlar sobre banalidades.

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