Assur (23 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur podía no ser un hombre de armas curtido y lleno de mañas, todavía le faltaban años para eso; pero algo sí que era, y sin lugar a dudas muy bueno: era pastor. Y lo había sido toda su vida, y cualquier pastor está acostumbrado a prestar atención a cuanto le rodea, el sonido de un arbusto moviéndose puede ser una res que se aleja, o una alimaña que se acerca. Cuando el ganado sale a la nieve porque hay que aprovechar los pocos claros de pasto, se le oye hociquear, o se percibe el crujir de las pezuñas incluso en la cellisca más fina, y es que Assur, además de pastor, era pobre, y perder una sola de las reses significaba una desgracia para toda la familia, significaba hambre y significaba penurias.

Cuando intentó explicarlo más tarde, hablando con Gutier, no atinó a describir exactamente cómo lo supo, en parte porque con el rabillo del ojo vio a Furco reaccionar, en parte porque oyó algo indefinible, y en parte porque, simplemente, lo sintió; cuando se giró lo vio. Allí, apenas a cincuenta pasos, estaba su perseguidor; caminando despacio hacia él y colocándose el índice ante los labios para indicarle al muchacho que callase.

Aquel nórdico no solo cometió el error de suponer que le sería fácil sorprender al chico, sino que también dio por sentado que aquel que tenía frente a sí era el mismo niño asustado que había visto correr ante él unas lunas antes. Apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que el crío le ordenaba al lobo que se estuviera quieto; no había entendido las palabras, pero el expeditivo gesto de la mano no necesitaba traducción alguna. Y, acto seguido, se percató de que llevaba un arco que no había visto hasta entonces. Lo que vino después no pudo asimilarlo, y fue incapaz de impedirlo por más que echó a correr en cuanto se dio cuenta de lo que iba a suceder, convencido de que tenía tiempo de evitarlo.

Assur preparó el arco y cogió una de las flechas por el cabo del astil, la asentó en la cuerda con calma estudiada. El nórdico, encorvado y zigzagueando, se acercaba. Furco gruñía una vez más. Assur inspiró profundamente, alzando el arco, y pensó en las palabras de Gutier. Veía la cota de malla, veía el casco. Apuntó, compensó la altura, previó el avance del normando. Y cuando el nórdico, sin detener su carrera de requiebros, intentaba alzar su hacha para lanzarla contra Assur, la saeta voló.

El pastor dejó que la cuerda se desprendiese de sus dedos sin gesto alguno que pudiese viciar el disparo. La flecha se curvó, comprimiéndose por la tensión liberada en un suspiro, la cuerda se acomodó y la flexión de las palas del arco se transmitió al astil, que se enderezó de nuevo.

Fue un impacto claro y limpio, en el cuello, y la sangre empezó a brotar con la fuerza de un manantial en el deshielo de la primavera.

Assur volvió a decirle a Furco que se estuviera quieto, el animal, nervioso, intentaba avanzar con pequeños pasos, deseoso de intervenir y defender a su amo.

Pero el normando, devolviéndole ahora la sorpresa al chico, con una mano echada al cuello y el astil de la flecha sobresaliendo entre los dedos apretados, seguía corriendo con una expresión fiera. El muchacho, por alguna razón incomprensible, había pensado que todo acabaría cuando la flecha diera en el blanco. Le costó reaccionar. El nórdico se les echaba encima, Furco lanzaba espumarajos mostrando sus colmillos relucientes de saliva. Y Assur no sabía qué hacer, aquello que sucedía no había entrado en sus planes. El normando debería haber muerto.

Furco desobedeció y salió corriendo hacia el atacante; y fue únicamente el miedo a que su animal recibiese un tajo del nórdico lo que hizo saltar los resortes del muchacho. Cogió otra flecha y la disparó con el gesto limpio y completo que tanto había ensayado, convirtiendo toda una serie de pequeñas acciones y movimientos en una única secuencia armoniosa y fluida.

En esta ocasión falló. La flecha dio primero en la cota de malla con un ángulo extraño y algo desprendido del impacto entre metal y metal pareció rasgar la mejilla del nórdico; al menos el tiro sirvió para que a Furco no le rebanase el cuello el hacha que el normando bajó con toda su intención. El lobo escapó con habilidad y, revolviéndose mientras el normando se recuperaba del impulso del golpe, que lo había desequilibrado, Furco consiguió morder justo por la juntura entre la pantorrilla y la corva.

El nórdico gritó algo que Assur no entendió y se giró para atacar al lobo. Assur cogió una flecha más y disparó. El casco del nórdico tenía una cogotera de fuerte cuero, pero ya estaba demasiado cerca.

El virote del muchacho se clavó con fuerza suficiente como para obligar al normando a asentir ante su propia muerte.

Assur oyó unos estertores que le revolvieron el estómago y le provocaron una desazón que no comprendió.

Algo que permitía respirar al nórdico se había roto y el aire se llenó de sonidos sibilantes. Furco corría de un lado a otro armando barullo y dispuesto a comerse lo que quedase del normando. Assur tuvo que ordenarle que se acercara y se estuviera quieto. El muchacho se dio cuenta de que respiraba pesadamente y de que había sudado tanto como para sentir el frío penetrar en sus prendas caladas. Su corazón desbocado parecía no querer detenerse y, de un instante a otro, sintió un enorme cansancio echársele encima. Se dejó caer doblando las piernas y Furco se le acercó preocupado.

—Creo que es uno de ellos —le dijo al lobo con la voz entrecortada y falto de aire—. Uno de los que nos persiguió aquel día… Si hubiera sido aquel pelirrojo de la cara marcada… —concluyó negando con la cabeza y apretando los puños.

Y aunque el lobo no entendió las palabras de su amo, sí percibió lo que este necesitaba. Furco acercó su cabezota al brazo del muchacho y le lamió la mano. Se quedaron allí, en silencio, hasta que llegó Weland.

Hubo que rematar a Einar, a quien la fortuna se le había acabado por siempre, y sobre el que, Weland estaba bastante seguro, no planearía valquiria alguna para llevárselo a los grandes banquetes. Se había dejado sorprender por un crío, y aunque no deseaba restarle méritos al muchacho, no podía dejar de pensar que aquel cretino tenía que haber sido muy poco precavido y bastante torpe.

Weland, tras ocuparse de su compatriota, tuvo menos reparos a la hora de saquear el cuerpo de los que había tenido Assur durante el enfrentamiento.

—Quédate con la cota de malla y con el hacha. La
brynja
te estará más o menos bien de largo, este era un enano; pero tendrás que comer más para llenarla —dijo con evidente diversión mientras señalaba alternativamente de un lado a otro—. Y yo te enseñaré a usar el hacha.

Assur no dijo nada, todavía se esforzaba por asimilar lo sucedido; confuso, asustado, e incluso enfadado consigo mismo por sentirse de ese modo. Su cabeza daba demasiadas vueltas como para pensar en lo que Weland le decía.

Ambos necesitaron de sus propios silencios hasta llegar al castillo. Assur echó de menos a Gutier, y a Jesse; privado de respuestas a preguntas que todavía no sabía formular. El nórdico sintió cómo sus convicciones se resquebrajaban.

El invierno empezaba a apagarse con los tibios anuncios de la primavera, escondida en algún remolino de los vientos que llegaban desde el sur, de las llanuras allende las montañas. Las luchas de los machos de los bucardos, a cabezazos que sonaban como truenos en los montes, ya habían terminado. Por las cuentas del hebreo, Gutier estaba a punto de regresar, y Assur aguardaba impaciente la llegada del infanzón. Jesse lo sabía y, con su eterna comprensión llena de palabras apropiadas, intentaba animar al muchacho y evitar aquellos asuntos que seguían confundiéndolo o apenándolo. El judío se empeñaba cada día en hacerse cargo de los cambios en la situación de Assur, y procuraba tener el tacto suficiente como para guiarlo sin tener que recordarle explícitamente sus mayores preocupaciones.

Hablaban sobre la geometría de Euclides y, aunque hacía tiempo que Jesse había olvidado gran parte de lo que aprendiera leyendo los textos del matemático griego en la biblioteca de la universidad de Bagdad, recordaba lo bastante como para que Assur se sintiese tan perdido que en su rostro se dibujaba una cómica expresión de incomprensión. Como tantos otros días, y a pesar de que se aplicaba cuanto podía para satisfacer a su maestro, el chico esperaba la vuelta de tornas y poder seguir sus adiestramientos con Weland. El nórdico le había dicho que lo iría a buscar en cuanto resolviese ciertos asuntos. Antes de empezar sus lecciones de geometría, Assur lo había visto en el patio del castillo: hablando con el herrero; y el muchacho intuía que las frecuentes charlas entre el nórdico y el artesano se debían a que, en su desempeño como armerol, Braulio estaba ocupado intentando forjar para la soldadesca del castillo aquellas piezas que Weland, como consejero pagado por el conde Gonzalo, recomendaba para enfrentarse a los normandos. Assur albergaba la esperanza de que pronto se produciría la llamada al fonsado.

—Jesse, ¿puedo haceros una pregunta? —dijo el muchacho aprovechando una pausa del hebreo para recomponer sus ideas sobre lo que estaba explicando.

El judío, que sabía percibir el momento en el que la concentración y buena disposición del muchacho había llegado al límite, sonrió y lo animó a hacer su pregunta con un ademán de la mano.

—Sigo sin entender…

—¿Lo de los
tzitzit
? —se anticipó Jesse.

—Sí —afirmó Assur inclinando la cabeza.

Jesse sonrió nuevamente, las pesquisas del chico por las tradiciones judaicas podían deberse únicamente a un modo de evitar lecciones más densas. Sin embargo, el hebreo consideraba que lo importante era el aprendizaje en sí, a su parecer, todo conocimiento era válido antes o después a lo largo de la vida, por lo que no escatimaba sus explicaciones.

—Están para cumplir un mandamiento —aclaró Jesse—, y sirven para recordarnos que el Todopoderoso nos sacó de la esclavitud de Egipto y nos hizo su pueblo elegido —Assur quiso interrumpir y Jesse tuvo que alzar las manos para pedir paciencia—, consagrado a su servicio. Además, al verlos debemos tener presente que Él nos ha dado sus mandamientos en la Torá, para que los pongamos por obra. Por otro lado, en la
guematría
equivalen a seiscientos, lo que, sumado con ocho hilos y cinco nudos, supone un total de seiscientos trece, que es el número de mandamientos de la Torá…

—Pero si solo son unos flecos que atáis a la camisa —se le escapó a Assur—. No entiendo, tenéis tantos mandatos y preceptos, ¿cómo os acordáis de todo?, ¿por qué no se pueden mezclar la leche y la carne?, ¿a qué viene que no podáis comer conejo o liebre?

Jesse sonrió paciente, escuchando ya como Weland entraba en la apoteca.

—No debes ver tu mundo o tu verdad como lo único cierto, los cristianos tenéis la cuaresma, y los mahometanos no comen cerdo. Debes aprender a ver fuera de ti mismo.

—Es que tampoco entiendo eso, ¿de verdad creéis que si un musulmán se está muriendo de hambre en pleno invierno no va a comer un buen trozo de tocino, o un cristiano en día de vigilia?, pero si aquí apenas hay pescado… No lo entiendo. Y a Weland —continuó el muchacho señalando al nórdico, que ya había pasado a la trasera de la botica y, extrañamente, había permanecido en silencio—, a Weland todo eso le da igual, él come carne cuando le apetece… Y, además —siguió Assur cogiendo carrerilla—, ¿quién tiene razón? Cada uno dice una cosa distinta. Todos creen que sus preceptos son los verdaderos y su dios, el único.

Furco se había acercado hasta Weland y lo olisqueaba contento.

Jesse, comprendiendo las inquietudes de Assur y complacido por la madurez de su alumno al considerar un mundo más allá del pequeño reducto cristiano de la antigua Iberia, decidió cambiar la orientación de su discurso.

—No olvides que no es tu comprensión la que define la realidad, recuerda lo que hemos hablado sobre Platón. —Y, ante la evidente confusión del chico, añadió—: Anda, ve con Weland, por hoy ya hemos tenido bastante teoría.

El nórdico, sintiéndose aludido, pareció reaccionar y salir de su aparente abulia de esa tarde.

—Sí, dejemos a este hebreo loco con sus manías y vayamos a divertirnos un poco, hoy necesito distraerme.

El hebreo había temido que Weland se dejase llevar por su temperamento y soltase alguna blasfemia de mal gusto, sin embargo, el nórdico no añadió nada más y Assur pensó, al escuchar las palabras del mercenario del conde, que la diversión a la que se refería consistiría en algún entrenamiento con el hacha o alguna otra disciplina; pero en cuanto salió con el normando de la botica del hebreo, Weland lo sorprendió.

—Hoy bajaremos al valle, necesito algo de entretenimiento.

El muchacho no quiso preguntar, percibía que ese día el nórdico se mostraba taciturno, pero a pesar de sus dudas se contentaba con librarse de las lecciones de geometría, de modo que se limitó a seguir a Weland.

Como el frío empezaba a remitir, aun con la noche cerniéndose en la vega, el descenso fue agradable. Weland se mantenía en silencio, absorto en sus pensamientos, y Assur se dedicó a entretenerse lanzándole palos a Furco para que se los trajese.

El lobo tuvo que quedarse fuera y Assur pensó agradecido en el aumento de temperatura de las últimas noches. Antes de entrar, el muchacho le ordenó a Furco que estuviera quieto y se portase bien.

—Aquí no podrá ayudarte —dijo Weland con cierto misterio.

Una vez dentro, Assur lo observó todo con detenimiento, lleno de curiosidad.

En las mesas bastas había hombres del campo, fácilmente reconocibles por las manos encallecidas y la ropa sencilla, también algunos infanzones que Assur ya había visto en el castillo, y un par de caballerizos con los que el muchacho se había cruzado en alguna ocasión. En el centro ardían con fuerza unos leños en el hogar y una caótica mezcolanza de velas y hachones llenaba el lugar de una tambaleante luz anaranjada que parecía flotar bajo el humo que se acumulaba contra las vigas que cruzaban el techo. Había también alguna mujer con los lazos de la camisa demasiado abiertos como para no dejar claras sus intenciones y Assur, pensando en Galaza, no pudo evitar ruborizarse al entrever la sombra alargada que el valle de los generosos pechos de una de ellas dibujaba.

—Aquí no tenéis
mjöd
, pero ya buscaremos algo que puedas beber. Vamos a sentarnos allí —dijo Weland señalando una mesa vacía hacia el fondo de la estancia.

Assur, apocado e intimidado por el ambiente vespertino de la taberna, tardó en seguir al nórdico. Había visto la posada de día, yendo a comprar licor para Weland, pero la tranquilidad de los parroquianos que buscaban algo de comer o el eventual peregrino que se procuraba un pellejo de vino no tenía mucho que ver con el ambiente cargado que percibía ahora. Los infanzones, que mataban el tiempo entre historias de guerra echando los dados alrededor de sus vasos de vino, levantaron la voz discutiendo una jugada. En otra mesa alguien gritó un improperio. En el aire se percibía una mezcla de olores que cuarteaba la presencia del hollín de la lumbre, recuerdos a comidas viejas y al raspón agrio del vino pasado se colaban entre el sudor reseco y el cuero curtido.

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