Assur (22 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Y Weland calló de nuevo, había estado a punto de añadir que, casi con toda seguridad, el
jarl
también habría reservado unas cuantas de las cautivas más atractivas para su propio disfrute y para el entretenimiento de sus hombres. Afortunadamente, se percató a tiempo del daño que sus palabras habrían podido causar.

Assur lo miraba inquisitivo, esperando que el nórdico continuase.

—Además, alejando parte de las posibles ganancias del grueso de sus hombres y dejándolas con distintos grupos de confianza, Gunrød se asegura evitar un motín.

Assur volvió a asentir antes de formular una nueva pregunta.

—¿Y dónde creéis que pueden estar mis hermanos?

Weland se abstuvo de comentar la posibilidad de que ya estuviesen separados y, encogiéndose de hombros con un tintineo de sus pertrechos, contestó:

—Podrían estar en la desembocadura del Ulla, en Juncaria. O en alguna ría más al norte, quién sabe.

—Pero, si solo los controlan pequeños grupos, entonces podríamos atacar e intentar rescatarlos, ¿no os parece?

Weland no podía quitarle la razón al muchacho, aunque encontró el modo de darle una respuesta satisfactoria que no lo alejase de sus obligaciones.

—Supongo que sí… Aunque será mejor que discutamos eso con Gutier. Es probable que pueda persuadir al Boca Podrida para enviarnos con algunos infanzones más.

Como esperaba el nórdico, el muchacho aceptó sus palabras.

—Bien, ¿y qué sucede con lo del tributo?

—Aceptaría cien mil sueldos —contestó Weland con falsa certidumbre, sabedor de que Gunrød se limitaría a apropiarse de semejante suma y seguir como hasta el momento; el mercenario sabía que los suyos no se moverían si no era por la fuerza, el
jarl
estaba demasiado obsesionado con las riquezas de Compostela—. Pongámonos en marcha —concluyó Weland.

Furco, percibiendo el ánimo de los humanos, fue el primero en echarse a trotar hacia el este, levantando sus patas para librarse de la capa de nieve en la que se hundían.

Assur se quedó en un principio rezagado. Había visto valorar una yunta de bueyes en veinte sueldos, y había oído hablar de que un caballo moruno, como Zabazoque, el semental de Gutier, podía llegar a cobrarse en más de cien sueldos. Sin embargo, no era capaz de imaginar la cifra que Weland había propuesto con tanta naturalidad.

Tuvieron que acampar al raso, los desmanes de los nórdicos no habían dejado posadas o tabernas en las que refugiarse de las noches de invierno. Y Assur aprendió a preparar un vivaque con un abeto joven: forzando el tronco a troncharse, pelando las ramas superiores para emplearlas como acolchado en el lecho y usando las laterales entretejidas para servir de techumbre. El chico descubrió encantado cómo, si bajo la márfega de ramas rotas del abeto se disponía una capa de brasas con algo de tierra por encima, se podía pasar la noche relativamente caliente pese al manto de nieve que rodeaba el campamento.

Por la mañana, Weland tostó pan de comuña, que sirvió con queso fundido al amor de la lumbre, de ascuas todavía calientes por el gran fuego que habían prendido para alejar el frío y espantar a las alimañas. Batiendo unos huevos a los que añadió algo de nata y en los que sumergió unas castañas secas, preparó un remedo abizcochado que Assur y Furco disfrutaron como si se tratase de su última comida. Y aunque el chico echaba de menos a Gutier, hubo de reconocer que, en lo tocante a la comida, prefería la gula de Weland al ascetismo del infanzón, que parecía conformarse con cecina y pan duro como si en su nueva vida como hombre de armas conservase la obligación de la pobreza de sus tiempos monásticos. Assur supo percatarse de que el frío y las circunstancias adversas del invierno resultaban mucho más tolerables junto al nórdico.

Cuando por fin se pusieron en marcha, no sin que Weland hubiese ya disfrutado de unos cuantos tragos de cerveza, Assur y Furco afrontaron el camino con un ánimo más que dispuesto.

Antes de tercia, el muchacho ya se había dado cuenta de que, de tanto en tanto, Furco se daba la vuelta extrañado, mirando tras ellos y venteando la brisa contraria como queriendo descubrir algo. Al principio no le dio excesiva importancia, pensando que quizá el lobo percibía algún rastro interesante que los remolinos de aire del bosque llevaban hasta ellos. Sin embargo, cuando ya se acercaba sexta y habían hecho un alto al resguardo de unas grandes lajas de pizarra, se atrevió a hablar.

—Creo que nos siguen —dijo con timidez.

Weland miró hacia el horizonte, entrecortado por árboles y lomas que dejaban tras de sí, antes de contestar.

—Sí, es cierto. Nos siguen; es un hombre solo. Un explorador. Puede que, al fin, tengamos la oportunidad de ver de qué madera estás hecho, chico.

Einar llevaba el sobrenombre del Afortunado porque, según los suyos y desde su más tierna infancia, había estado bajo la protección de los dioses. Tanto era así que, creyendo por propia conveniencia que en verdad era un elegido poseedor de lo que los suyos llamaban
hamindja
, raro era el cometido que no afrontaba con seguridad plena.

Cuando su
jarl
le había ordenado que siguiera al infiltrado que había mantenido en las tierras de los débiles cristianos, Einar no se había atrevido a protestar aun sabiendo lo poco que le apetecía tener que cruzar montes helados en pleno invierno. Sin embargo, y en honor a su apelativo, la suerte se le puso de cara una vez más. Algún
álfar
bondadoso dispuesto a ayudarlo habría torcido los caminos de aquellos dos para brindarle ahora la oportunidad de la venganza.

Lo intuyó al ver las primeras huellas, y pudo confirmarlo al ver cómo descendían una ladera. Acompañando a aquel al que llamaban Weland el Errante estaba el muchacho que se les había escapado unas lunas atrás. El lobo lo hacía inconfundible, el chico había crecido, parecía ya un hombre en ciernes, pero con aquel enorme animal a su lado no había modo de olvidarlo. Einar sabía que Gunrød tenía aquella escapada de unos simples chicuelos como una espina clavada. Especialmente por la niña, que bien podía haber alcanzado un buen precio como esclava en solo una temporada más. Además, la resolución del chicuelo le había supuesto al
jarl
una desagradable demostración de irrespetuosa osadía por parte de quien hubiera debido rendirse de inmediato, temeroso de su poder. Una inconcebible rebeldía que Gunrød ansiaba cobrarse con sangre. De modo que Einar el Afortunado, mientras seguía las inconfundibles huellas del hombre, el muchacho y el lobo, pensaba en cuánto se contentaría su
jarl
si podía llevarle al díscolo e impertinente mocoso. Estaba seguro de que Gunrød se mostraría encantado, despellejaría lentamente al crío para poder clavar su piel reseca en los postigos de su
skali
.

Einar no sabía qué relación unía al chico del lobo con Weland, y dudaba entre simplemente acercarse y decirle que entregase al muchacho, o si tendría que usar la fuerza. Prefería inclinarse hacia la idea de que la sola mención del nombre del
jarl
haría que Weland cediese. Pero asumió que la mejor estrategia sería observar al trío durante una jornada entera y luego decidirse. De modo que en la primera mañana apuró el ritmo e intentó acortar distancias.

Se habían detenido y ambos observaban al lobo, venteando el aire y mirando hacia el paso que habían cruzado.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Assur mientras, como le había enseñado Gutier, ya se esforzaba pensando cuál sería el mejor modo de enfrentarse a la situación.

Weland no contestó. Se había dado cuenta de que tenían a alguien tras ellos antes que el muchacho, y llevaba ya un par de horas razonando qué motivaciones podría tener su perseguidor. Obviamente, los habían estado siguiendo desde que abandonaran el campamento del Ulla, y Weland tenía la seguridad de que aquel que lo estuviera haciendo obedecía órdenes de Gunrød, algo que le planteaba dudas respecto a las motivaciones del
jarl
para haber mandado a uno de sus secuaces tras ellos.

Weland era consciente de que sus respuestas y presencia durante la entrevista con Gunrød no habían sido tan buenas como habría deseado; no había podido evitar que sus sentimientos aflorasen, dejando ver que las convicciones que años atrás lo habían llevado a aceptar su misión en las tierras cristianas habían flojeado en los últimos tiempos. Aunque si el
jarl
había percibido esos titubeos, Weland no llegaba a entender qué ganaba Gunrød haciendo que los siguiesen, o qué esperaba conseguir.

—Tendremos que pararle los pies —afirmó finalmente el nórdico convenciéndose a sí mismo de que era la mejor solución.

Assur, inquieto, cambió el peso de pie haciendo crujir la nieve. Si había entendido bien las palabras de Weland, tendrían que enfrentarse con su perseguidor. Estuvo a punto de preguntar cómo y cuándo, pero, recordando las admoniciones de Gutier, decidió callar y limitarse a obedecer.

—De momento debemos seguir caminando, tenemos que aparentar que no nos hemos dado cuenta. Hemos de aprovechar la ventaja que supone el que nosotros sepamos algo que él —dijo Weland moviendo la cabeza para señalar a sus espaldas— no puede adivinar si sabemos o no.

Assur entendió rápidamente el razonamiento; acorde a las enseñanzas sobre la guerra y las maniobras bélicas que había recibido en los últimos meses, la maniobra tenía sentido.

Cuando ya se acercaba la hora nona y el terreno comenzaba a ascender, como un anuncio de las montañas bercianas en las que se resguardaba su destino, Weland volvió a hablar:

—Nos detendremos ahí —dijo el nórdico señalando con la mano abierta un amontonamiento rocoso—. Le haremos creer que nos preparamos para pasar la noche al abrigo de esas peñas.

El muchacho afirmó con un leve movimiento, pensando mucho y sin atreverse a decir nada, obediente y dispuesto a hacer lo que le mandasen, aun a pesar del miedo que empezaba a sentir.

Weland comenzó por comportarse del mismo modo en que lo hubiera hecho en circunstancias más normales y Assur le siguió el juego del mejor modo que pudo, concediéndole a los nervios nacientes en su interior el menor acomodo posible.

—Debemos controlar nosotros la situación —dijo Weland bajando el tono de voz, dedicándose a vaciar los útiles de su zurrón y sin mirar hacia el muchacho—. Tiene que acercarse cuando nosotros queramos, ni antes ni después.

Assur no dijo nada y empezó a librar de los restos de la última cellisca un trozo del terreno en el que prender una hoguera, tal y como le había enseñado Weland: vigilando no hacerlo justo bajo una rama cargada de nieve que pudiese cimbrear y apagar las llamas por culpa de una ráfaga de viento, y dejando el espacio justo para sus lechos entre el hogar de la lumbre y las piedras, buscando que el calor del fuego les sirviese para atemperar la noche.

—Ve a buscar leña, llévate al lobo contigo. Si nos separamos crearemos una oportunidad que él querrá aprovechar —afirmó Weland echando el mentón por encima del hombro.

El nórdico parecía seguro de lo que decía y Assur no podía dejar de entender la lógica de la treta; así que el muchacho aligeró algo el peso dejando el pellejo de agua y el morral.

—Llévate el arco —le dijo Weland al chico cuando vio que se libraba de su equipo—, si te llamo pidiendo ayuda, úsalo, no se te ocurra enzarzarte en un cuerpo a cuerpo con él, no tendrías ninguna posibilidad —añadió el nórdico mirando fijamente al muchacho.

Assur hizo lo que le dijeron y llamó a Furco al tiempo que empezaba a alejarse.

Por su parte, Weland, mirando hacia las peñas disimuladamente, se aseguró de que la espada salía fácilmente de la vaina y se preparó para recibir el ataque pretendiendo que acomodaba el trozo de tierra que había limpiado el chico.

Ambos habían asumido que el interés de su perseguidor estaría centrado en Weland y no en Assur. Cuando en realidad era al revés.

Einar se escondía al abrigo de dos pinos que crecían juntos, robándole aire a un regoldo que se inclinaba escuálido en busca de luz y que tenía pocas probabilidades de aguantar hasta el siguiente invierno. Estaba seguro de que había logrado pasar desapercibido, en un par de ocasiones el viento se había revirado, pero había reaccionado con rapidez cambiando su posición.

Ahora veía cómo el muchacho se alejaba con su animal, aparentemente con la intención de recoger combustibles para la hoguera. Se habían detenido antes de lo normal, pero el Afortunado lo atribuyó a su suerte y no a que sus perseguidos hubieran descubierto su presencia.

Así, separados, sería más fácil, Einar estaba seguro de que Gunrød estaría encantado si le llevaba al muchacho, aunque no pudiese cumplir con su cometido original de seguir al infiltrado. El recuerdo de la huida de aquel crío le había robado más de un pensamiento a su
jarl
y él lo sabía.

Dejó que transcurriese un buen rato, para darle al muchacho tiempo a alejarse lo máximo posible. Weland parecía ocuparse del asiento de la hoguera.

Cuando lo creyó conveniente se puso en marcha, rodeando a contraviento a sus perseguidos y esperando sorprender al crío sin tener que quitarle la vida. Solo le preocupaba la posible reacción del lobo, aunque se atrevió a imaginar que podría matarlo fácilmente y llevarle a Gunrød el pellejo del animal como un trofeo más. Einar asumía que, si conseguía hacerse con el muchacho sin hacer ruido, podría amordazarlo y ponerse en camino antes de que Weland lo echase en falta.

Haciendo honor una vez más a su apelativo, y considerando lo bisoño de su oponente, Einar estaba seguro de que ya era todo cosa hecha. Ya se veía de vuelta en el campamento disfrutando de los cumplimientos de su
jarl
y bebiendo
jolaol
bien enfriado en el cauce del río.

Avanzaba despacio, pendiente del viento, moviendo los pies con la suavidad y la calma del que conoce bien la nieve como territorio de caza. Buscaba la cobertura de los árboles más grandes y prestaba atención a los sonidos de madera rompiéndose. No tardó mucho en divisar al muchacho a lo lejos, que se hacía con las ramas bajas y secas de las coníferas y con lo poco que parecía estar libre de la humedad de la nieve.

Assur pensaba en las palabras de Weland y se preguntaba cuál habría sido la suerte de sus hermanos. Ya planeaba rogarle a Gutier que le dejase acompañarlo si el conde Gonzalo permitía alguna expedición de castigo a los asentamientos normandos de la costa. Estaba tan sumido en sus pensamientos que tuvo que reconvenirse para permanecer alerta y dedicarse a aparentar que recogía leña. Cuando se puso a ello fue lo suficientemente espabilado como para acomodar las ramas bajas y marchitas que rompía de los pinos y abetos de tal modo que pudiera soltarlas con facilidad, Weland le había dicho que actuase con naturalidad, por lo que no le preocupaban los crujidos de la madera seca, aunque sí procuró prestar más atención a las reacciones de Furco y a lo que le decían sus sentidos. Llevaba el arco cruzado a la espalda y la daga seguía prendida en el cinturón; incómodo por los nervios que sentía y confiando en lo que había aprendido, si llegaba el momento, esperaba saber usar sus armas. Había ganado seguridad en sí mismo como para atreverse a realizar un disparo eficiente sin temor a herir a Weland en caso de que los dos normandos estuviesen luchando con espada, o incluso con los puños, a corta distancia.

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