Assur mantenía la posición de tiro frunciendo el ceño y haciendo un esfuerzo patente, su mano izquierda temblaba ligeramente, y las venas del cuello y los antebrazos se marcaban en su piel.
La flecha voló y Furco se sobresaltó con el silbido que produjo el emplumado al cortar el aire girando a toda velocidad.
—¡Bien hecho! —exclamó el infanzón antes incluso de que la flecha impactase en el saco del otro lado del claro.
No había sido un disparo perfecto, un poco escorado a la derecha, pero había dado en el blanco y era evidente para todos, incluso para Furco a tenor de la alegría de los humanos, que aquella flecha había arrastrado consigo algo más que la puntería del muchacho.
El rostro de Assur, triunfal, se giró de pronto hacia el infanzón y el muchacho preguntó:
—¿Qué hay que hacer para gustarle a una mujer?
El pobre oblato sufría la ventisca sin más protección que su hábito raído y la bondad de la providencia divina en la que, más que fe ciega, tenía confianza. El pollino que montaba agachaba la cabeza para avanzar, como buenamente podía, luchando con el fuerte viento gélido.
El invierno se había instalado ya en los montes del Bierzo, y el manto de nieve se veía punteado aquí y allá por las copas verdes de los pinos y las telarañas de gris y siena que formaban las ramas desnudas de los árboles de hoja caduca. Cruzar los pasos de las montañas con el frío tan avanzado era una empresa impropia de un hombre de Dios, sin embargo, en la Iglesia la obediencia era una regla inquebrantable, y al frailecillo no le había quedado otro remedio que seguir las órdenes dadas; cuando el todopoderoso obispo Rosendo decidía hacer llegar un mensaje, no sería la nieve enviada por el Señor la que lo impidiese.
La afición de Weland por los licores tenía algunas consecuencias para el nórdico, que, a su vez, implicaban ciertas incomodidades para Assur. Tiempo atrás, el conde había decidido racionar la cantidad de aguardiente y espirituosos de la que su mercenario podía disponer en la bodega del castillo y, aunque Weland casi siempre encontraba a quien sobornar para proveerse, de tanto en tanto no le quedaba más remedio que hacer acopio de plata y comprar algún barril en los mercados, granjas o posadas fuera de la fortaleza de su patrocinador. Y en esa fría mañana de invierno, quizá por nostalgia de sus tierras del norte, Weland había deseado empezar el día trasegando licor. De modo que Assur terminó siendo el encargado de bajar hasta el pueblo y subir cualquier clase de alcohol disponible.
La vereda que descendía al valle se había mantenido relativamente limpia en el centro gracias al ir y venir de las gentes del castillo y, aunque Assur, bien abrigado con una fuerte capa de lana, había elegido mantenerse en ese estrecho paso del embarrado sendero rodeado de nieve sucia, Furco prefería ir brincando de un lado a otro, enterrándose aquí y allá y reapareciendo cubierto por blancos copos esparcidos por su pelaje. Era evidente que se divertía hasta que algo inusual le llamó la atención. Fue el primero en darse cuenta de que alguien se aproximaba y, dejando a un lado su entretenimiento, salió corriendo hacia el visitante.
Assur, que conocía bien a su animal, supo enseguida que un extraño se acercaba.
El pobre oblato tenía la cara más blanca que la nieve que los rodeaba, el borrico resoplaba entrecortadamente por los ollares abiertos y tenía los ojos desorbitados; Furco solo los miraba con curiosidad, pero lo único que supieron ver el fraile y el pollino era un lobo enorme que se interponía en su camino.
—Estad tranquilo, padre, no os hará nada —dijo Assur cuando llegó hasta la escena.
El religioso, todavía intentando digerir el asombro que le había provocado la aparición de Furco, no supo cómo reaccionar. Assur siguió caminando por el barro, manteniéndose en el centro del sendero, libre de nieve acumulada.
—Os lo juro, no os hará daño —insistió el muchacho.
—¡No se jura en vano! Y… y… y… ¡no soy sacerdote! Fray servirá, fray Esteban… —reaccionó finalmente el oblato.
Assur, despistado con la jerarquía de la Iglesia, no le dio importancia a las palabras del asustado fraile y se limitó a llegarse hasta Furco. El animal lo recibió alzando la cara amistosamente y Assur le acarició el cogote intentando demostrar con hechos que su lobo no atacaría.
—¿Vais al castillo de Sarracín? —preguntó Assur con tono afable, intentando cambiar los aires de la conversación.
El fraile tardó en reaccionar.
—¿Acaso no resulta evidente? ¿Qué otra cosa iba a hacer un fraile en medio de una ventisca subiendo por este mald…, por este…?
El pollino rebuznó, como intentando terminar la frase de su jinete, y empezó a recular sin perder la expresión de pánico que le transformaba el rostro.
—Podéis subir tranquilo, el barro será vuestro único problema, ¿queréis que os acompañe? Yo bajaba a la vega a por… —Assur dudó, no estaba seguro de si era correcto mencionar las apetencias de Weland—. Volveré a subir en un instante.
Tan pendientes estaban el uno del otro que ni el fraile ni el muchacho se dieron cuenta de que a lo lejos, por entre los árboles del bosque que rodeaba la subida al castillo, una figura embozada caminaba luchando por no hundirse en la nieve. Furco lo olió, sin embargo, estaba tan divertido con el fraile y su pollino que no quiso darle importancia. Era un olor curioso, mezcla de sudor, cuero vejancón y algo metálico que se diluía con un deje de aceitoso humo de fragua. Por unos instantes le pareció familiar, pero la brisa se revolvió con un torbellino de copos y el borrico volvió a rebuznar asustando a una corneja que alzó el vuelo. El lobo se distrajo y se olvidó pronto de aquel aroma.
La noche cerrada arropaba el castillo con un frío penetrante que olía a resina vieja y los pucheros de las cocinas rezumaban jugosos olores que Weland ventisqueaba en el aire como un perro.
—Me comería un buey —rugió Weland con los ojos achispados por el alcohol.
Gutier estaba sentado al lado del nórdico en un taburete basto, con un cartapacio de cuero viejo en el regazo, e intentando hablar con el mercenario de sus preocupaciones sin conseguirlo; despistado por notar que su amigo parecía aquel día más dispuesto a la borrachera de lo normal, quizá intranquilo por algo que el infanzón desconocía, o puede que simplemente melancólico. Lo único que el leonés sabía es que, desde temprano, cuando se había encontrado con el normando en la fragua del herrero Braulio, a tiempo de ver como el artesano reavivaba las brasas para el trabajo de la jornada azuzando a sus ayudantes, su amigo ya se había mostrado hosco.
Weland se servía de continuo, vaciando un pequeño barrilete de aguardiente, y esperaba ansioso que una de las mozas de la cocina le trajese algo del estofado que había quedado de la cena servida en la torre para el conde. Anticipando la comida, masticaba algo de pan de centeno cuando no tenía la boca ocupada con el vaso de madera.
Gutier esperaba que le preparasen un hatillo con víveres para el duro viaje que tenía por delante, antes de acercarse a las cocinas se había pasado por el establo y se había asegurado de que su caballo estaba bien atendido.
—Partiré mañana al alba, incluso a pesar de la ventisca, el conde no ha querido atender a razones —se explicaba el infanzón—. Se ha puesto muy nervioso con el mensaje que ha traído el frailuco ese. Creo que Rosendo se ha negado a asociarse con él. Y ahora, con el ataque de Chantada, ya siente en el cogote el aliento de los tuyos y quiere forjar sus alianzas lo antes posible…
Weland dio un gruñido por única respuesta.
—Por eso tengo que ir a Lara en primer lugar… No sé lo que hay aquí —dijo Gutier palmeando la cartera de piel en la que llevaba la misiva del conde—. Puede que le pida ayuda a Fernán una vez más, o que lo mande a tomar viento e intente convencer a Rosendo de otro modo…
—No, seguro que no —interrumpió el nórdico—, ese mezquino nunca se atrevería a enemistarse con Fernán González, estoy seguro de que el Boca Podrida procurará mantener los dos bandos dispuestos a aliarse con él, incluso aunque Rosendo le haya contestado que puede ir a ahogarse entre las piernas de una puta vieja. Además, esa no es su única jugada… Creo que yo sí sé lo que pone ahí —dijo Weland señalando con la barbilla el regazo de Gutier—, quiere presentar una solución de su mano, como si fuera el que les puede sacar las castañas del fuego a todos. —Gutier torció el gesto intrigado—. A mí me ha ordenado que vaya hasta el campamento de los nórdicos a parlamentar, quiere que averigüe las intenciones de ese tal Gunrød y que plantee el pago de un…, ¿cómo se dice?, de un
gafol…
De plata, oro, lo que demonios sea… De un
danegeld
, como pagan los anglos a los de Danemark.
—¿De un tributo? —preguntó el infanzón pensando en la parada que tendría que hacer en su regreso desde Lara.
A Gutier no le extrañó la propuesta, había oído tiempo atrás la historia de cómo los navarros habían tenido que pagar rescate por el rey García, preso por los normandos en un razia de casi cien años antes.
—Sí, un pago para que no sigan los ataques y se vayan… Un
heregeld
.
—¿Y eso funcionaría? —preguntó el infanzón yendo al grano—. ¿Se marcharían?
—Sí, claro, a fin de cuentas, oro es lo que quieren. Y si ese Gunrød no está demasiado empecinado con Compostela, funcionará. Se ha hecho siempre… Muchos han pagado ya. Carlos el Calvo pagó en París… Y en Northumbría también, y los sajones, que se cagan en los calzones en cuanto ven nuestros
drekar
en sus costas, ¡llevan años pagando!, miles de libras en plata, miles…
Gutier resopló sorprendido por la cantidad.
—Entonces, ¿cobrarían y se irían?
Weland mordió un buen bocado del pan moreno antes de contestar.
—Sí, se irían… Pero si esta vez se les paga para que se vayan…, podéis tener por seguro que volverán a buscar más en cuanto lo hayan gastado. Si se paga el
heregeld
una vez…
—Entiendo —acotó Gutier pensativo.
Se quedaron callados, cada uno sumido en sus pensamientos. Gutier no supo ver que su amigo le estaba ocultando una parte de la verdad: había sido el propio Weland el que le había sugerido al conde la idea del tributo y la visita al campamento.
Al poco, una de las mozas de la cocina se acercó con un plato humeante lleno de estofado, era voluptuosa e insinuante, las curvas de sus pechos generosos se veían provocativas, abultadas por las ataduras de la camisola que llevaba bajo el delantal. Al verla, Gutier recordó algo.
—¿Weland?
—Hummm… —gimió el nórdico como único signo de aquiescencia, perdido en el escote de la moza.
—Con toda esta nieve y semejante invierno voy a tardar una eternidad en ir y volver a Lara, además, no puedo regresar sin más, tendré que subir al norte, a Oviedo… —Gutier se detuvo, consciente de que estaba divagando, y fue al grano—: Es el muchacho, está… está un tanto confundido estos días —dijo el infanzón mirando a la moza con una expresión muy distinta a la del nórdico.
Weland, que intentaba mirar las posaderas de la mujer mientras pretendía acertar con la cuchara en el plato de estofado, se dio cuenta de que Gutier también miraba en la misma dirección.
—Bueno —continuó Gutier—, me gustaría que mientras estoy fuera ayudaseis a Jesse con el muchacho, que estéis pendiente de él. Creo que puede necesitaros a ambos… Quizá el hebreo no sea… —Gutier sacudió la cabeza—. No importa, ¿lo haréis?
El nórdico volvió a mirar las curvas de la mujer y sonrió, creyendo entender lo que su amigo no llegaba a decir.
—Tranquilo, ese hebreo enclenque y yo nos ocuparemos del muchacho —dijo Weland con una franca sonrisa en los labios—. Marchad sin apuro.
Y Gutier agradeció al Señor poder confiar en sus amigos de nuevo para ocuparse del muchacho.
Las prisas del conde Gonzalo Sánchez habían permitido a Gutier recuperar su caballo para el largo viaje, aunque la comodidad de la montura no suplía el rigor del invierno y sus fríos.
El infanzón apuraba el ritmo tanto como Zabazoque, el semental zaíno de trote largo que robara en una incursión al califato, se lo permitía. Desmontaba a menudo, y sobrellevaba como podía el resentirse de la herida reciente del muslo, pero sabía que no podía exigirle más al rocín, los caminos embarrados y la nieve blanda no eran un firme adecuado para los cascos del jumento, y Gutier, aun con tanta prisa como llevaba, lo trataba con cuanta consideración podía: a no ser que fuera absolutamente imprescindible, se mantenía en lo que el paso del tiempo había dejado de las viejas calzadas romanas.
Los restos de las anchas vías que la maquinaria de guerra imperial había usado para expandir el poder de la ciudad de las siete colinas resultaban, a pesar del deterioro, pasos mucho más cómodos que los de sus anteriores cometidos, monte a través. Cómodos y fáciles de seguir, la mayoría del tiempo, aun con la nieve, podía dejar las riendas de Zabazoque sueltas y resguardar las manos en el tabardo, protegiéndose del frío.
Cuando llegó a Astorga dudó si seguir el camino del norte o el del sur, las dos calzadas corrían hacia el este; la una amenazada por las nieves de las montañas anejas y la otra por los moros que, en una aceifa improvisada, se hubiesen atrevido a vadear el Duero. Se decidió por la del sur, para protegerse del frío y poder, además, evitar la tentación de detenerse en León si seguía la más septentrional. Le apetecía ver a su hermana y hablar con ella, quizá comentarle lo del muchacho y compartir sus cuitas, sin embargo, su sentido del deber se antepuso y consiguió evitar el posible retraso.
No se sacaba al muchacho de la cabeza, estaba más preocupado por él de lo que hubiera reconocido. Y, como el lento camino le permitía mantener la mente ociosa, terminó buscando en qué razonar con tal de no pensar en los problemas que había traído a su vida el joven pastor huérfano.
Tener que detenerse al regreso en Oviedo era una maniobra curiosa. El conde le había encargado a Gutier llevarle una misiva al obispo Fruminio, con el que hasta el momento no había tenido relación alguna de interés, y el infanzón se preguntaba si no estaría el noble berciano pensando en traicionar a su antiguo aliado Fernán González. El frailuco que apareciera en el castillo debía de haber traído una respuesta airada de parte de Rosendo, y el conde intentaba acercarse de nuevo al obispo de Compostela estableciendo una relación con el episcopado de Oviedo, convencido de que le convenía más una alianza con Rosendo y la corona que con el noble castellano. La propuesta de Weland no era descabellada, era probable que el conde Gonzalo pretendiese argumentar que estaba en disposición de expulsar a los nórdicos intermediando en el pago del tributo.