—Si sigue soplando así, llegaremos en unos pocos días —anunció Bram—. Y si aparece algún monstruo viscoso de grandes dientes queriendo comerse a Tyrkir, dejaremos que el Tuerto lo ahogue con su tentáculo —concluyó entre carcajadas mientras dejaba colgar su antebrazo ante la entrepierna en un gesto obsceno.
Todos los que oyeron la chanza rieron y el aludido recibió palmadas en la espalda al tiempo que Tyrkir reconvenía a la tripulación con una intensa mirada. Sin embargo, Leif no protestó, le satisfacía el buen humor de sus hombres, por lo que el contramaestre prefirió callar.
El patrón seguía su ronda intercambiando frases sueltas con unos y con otros, y solo los más veteranos se dieron cuenta de que Leif asentaba los pies de distinto modo según la parte del maderamen en la que se detuviese. El patrón analizaba las respuestas del barco a los suaves embates del mar y miraba con disimulo la tensión de los cordajes y el trapo. El Gnod era un barco nuevo para él y los que llevaban años viéndolo a cargo del Mora sabían apreciar en los gestos del patrón su interés por el comportamiento del navío.
Cuando llegó hasta el hispano, que permanecía callado y sombrío, Leif detuvo su ronda y le sonrió con franqueza.
—Ya lo verás, encontraremos interminables bosques. Regresaremos cargados de altos maderos.
Assur asintió en silencio terminando de rumiar un salado arenque algo correoso.
El patrón conocía bien a Ulfr y se dio cuenta de que la apatía del antiguo ballenero tenía una profundidad nueva y distinta. Su gesto alegre mudó y se tomó unos instantes para escrutar el rostro del que consideraba su amigo.
—¿Quieres hablar sobre ello? —preguntó Leif.
Assur no respondió. No había nada nuevo que decir, como mucho, agradecer una vez más el haber sido admitido a bordo en el último instante. Atrás quedaban los sueños y solo restaba optar por la mansedumbre de la conformidad.
—¿Ha sido mi madre? —inquirió Leif recordando las pesquisas de Thojdhild sobre el hispano y arrepintiéndose al instante por no haber estado un poco más pendiente de aquel asunto.
No hubo respuesta y, mientras veía cómo su amigo se perdía en pensamientos que le eran ajenos, el patrón lamentó no haber hecho algo distinto.
La bofetada no fue lo que más le había dolido. Habían sido sus ojos, lo que había visto en ellos, aquella pena honda y franca que los oscureció.
La había perdido, y lo había hecho con incongruentes y dolorosas mentiras. Había sido un embustero. Obligado a esconder en un lugar remoto sus verdaderos sentimientos, comprometiéndose con una farsa. Había mentido porque la amaba y, por ridículo que fuese, Assur sabía que ella debía creer aquellas mentiras para salvarse de las amenazas de Thojdhild. Y él tuvo que consolarse con esa única idea: sus embustes habían sido, al fin y al cabo, para protegerla.
Se había preparado para la regañina, para recibir algún golpe más. Pero ella se había rehecho enseguida. El silencio los había envuelto con pesadez plomiza y él pudo sentir el frío de un acero afilado royéndole las entrañas. Había esperado más protestas. Quería escucharla recriminarlo, echarle en cara su cambio de opinión, su deslealtad. Hubiese sido tranquilizador. Sin embargo, ella solo lo había mirado respirando agitadamente. Él había sentido el rubor que le cubría la mejilla, justo sobre la picazón de la bofetada. Había esperado sus palabras egoístamente, queriendo librarse de la carga de la traición, pero Thyre no había hablado, había mantenido la entereza, consiguiendo que su amor por ella creciese, consiguiendo que su dolor llenase simas profundas de su ser que creía tapiadas desde hacía años. Y Assur se sintió sucio por culpa de sus mentiras. Había deseado decirle la verdad, explicarle que ella era el aire que le faltaba cada mañana de soledad después de haberse dormido soñando con sus ojos del color de la miel. Pero, justamente porque la amaba como jamás había amado, Assur mintió.
Leif intuyó mucho de lo que pasaba por la mente del hispano. No le hacían falta las palabras que no escuchaba. Lo había imaginado al verlo aparecer de improviso rogando ser admitido a bordo. Y la sonrisa de su madre, mientras el Rojo rechazaba los malos augurios de la caída que lo había dejado en tierra, se lo había confirmado.
—El amor es como el fuego del hogar, hace falta para calentarse, pero si uno se descuida puede quemarse…
Leif hubiera querido decir mucho más, pero no sabía el qué. Le hubiera gustado encontrar palabras que explicasen lo obvio, pero se dio cuenta de que recordarle al hispano que había aspirado a tener un imposible no serviría de consuelo.
Assur seguía rememorando aquellos ojos dorados que lo habían mirado con tanta tristeza, llenos de una amarga decepción. Había querido explicarse, excusarse, hablarle de por qué las cosas debían ser así. Pero se había contenido para que a ella no se le ocurriesen alocadas ideas de fugas y huidas a media noche. Había querido protegerla y proteger a los suyos y en ese instante, justo antes de que Thyre se diese la vuelta, él había visto una sombra de comprensión en el bello rostro demudado. Y al sofoco de su angustia se unió la terrible certeza de que ella se sintiese decepcionada.
Su amigo seguía callado y Leif no supo qué otra cosa hacer que apoyarle una mano en el hombro.
Thyre se había ido y Assur la había amado todavía más al comprender todo lo que ella había sabido ver.
Leif apretó la mano en un vano gesto de consuelo y Assur salió de su estupor, arrojó los restos del duro arenque por la borda y miró a su patrón.
—Pues dicen que morir quemado es la forma más horrible de morir…
Los dos hombres se dieron cuenta de que otros los miraban con curiosidad y Leif soltó el hombro de su amigo y rebuscó rápidamente en su repertorio la chufa que soltar al siguiente marinero.
Assur se quedó a solas con sus recuerdos y, sintiendo el viento que revolvía sus cabellos, dudó de si alguna vez encontraría la paz que tanto ansiaba.
Para intentar evadirse recuperó la talla en la que trabajaba y centró su atención en terminar el vaciado del trozo de colmillo.
El viento se reviró por un momento y Bram no fue capaz de hacer reaccionar el timón con suficiente rapidez. La vela restalló y se oyeron algunas maldiciones de los que miraron preocupados como el paño se tensaba de golpe. Assur fue el único que no se molestó en volver el rostro.
Tuvieron el viento de popa y, como seguían a la inversa la ruta que Bjarni había tomado para llegar a Groenland tras haberse perdido, en apenas una semana divisaron la última de las tierras de las que había hablado el viejo navegante roñoso. Un horizonte de cumbres blancas y desiguales que despuntaban sobre el azul inmenso del océano rodeadas de jirones de nubes bajas.
A medida que se acercaban a la desdibujada línea de la costa y aquellos montes crecían, notaron como el viento rolaba enfriándose; viraba desde el norte, deslizándose pesado sobre las aguas, cargado del frío que lo había preñado en la banquisa de hielos eternos. Peleando con el timón y las drizas para no ganar deriva, pronto distinguieron las rocas peladas de la abrupta ribera, cuajada de cortos fiordos de aspecto familiar.
Al ganar millas se dieron cuenta de que a babor la costa se rompía en un pequeño archipiélago, hacia estribor una cadena de montañas parecía extenderse indefinidamente sobre tierra firme, los picos se encaramaban unos sobre otros coronados de blanco.
Todos a bordo miraban hacia aquellas costas desconocidas, llenos de inquieta curiosidad, cuando el acuoso sonido de un chapoteo los obligó a centrar su atención a unas cuantas varas de la proa del Gnod. Un grupo de grandes ballenas marmoladas nadaba a ras de superficie salpicando cortinas de espuma a medida que se abrían paso en las frías aguas de aquel mar oscurecido por la profundidad.
—Por los cuervos de Odín —bramó Halfdan al fijarse en los animales—, ¡tienen cuernos!
Algunos ya señalaban e incluso Assur, vencida su apatía por la curiosidad, se levantó para mirar. Tal y como había dicho el Rubio, aquellas ballenas parecían tener cuernos, astas largas como picas y dibujadas por una retorcida espiral que las anillaba con un trazo oscuro.
De los gruesos pescuezos de los enormes animales surgían chorros vaporizados de agua cada vez que cabeceaban para respirar.
—Pero solo tienen uno… —dijo Leif dubitativamente.
Assur no habló, pero se dio cuenta de que el patrón tenía razón. Los más grandes, de prácticamente seis anales de cabeza a cola, tenían un único cuerno de otras tres varas de largo. Y cuando una de las ballenas resopló, se percató de que las astas no salían de su frente, sino que parecían surgir de un lado de sus bocas y dedujo que, como en el caso de las morsas, aquello eran colmillos y no cuernos.
Toda la tripulación estaba pendiente de las evoluciones de aquellos monstruos marinos y la costa seguía acercándose, así que Leif decidió desviar la atención de los hombres antes de que tuvieran tiempo de dejarse llevar por los chismorreos que pronto levantaría el avistamiento de aquellos extraños animales.
—Mantén el rumbo, Bram, soltaremos anclas y arriaremos la falúa, hay que echar pie a tierra —ordenó el patrón, que, no fiándose de los bajíos en los que despuntaban las rocas, prefirió designar el esquife en lugar de arriesgar la obra viva de su
knörr
a pesar del poco calaje.
El contramaestre Tyrkir refrendó las órdenes del patrón y en breve se siguieron más. La actividad pronto se volvió frenética, preparando la nave y la tripulación para el desembarco, en el que usarían la pequeña chalupa auxiliar del Gnod.
Tras recoger el trapo y soltar el ancla, Leif designó al destacamento que bajaría a tierra. El Sureño se quedaría al mando a bordo del Gnod y el patrón lideraría al grupo de hombres. Buscando a los más válidos para ordenarles que se armasen por si había nativos hostiles, Leif eligió a Ulfr, a Halfdan, a Bram, al Tuerto y a la pareja de gemelos, grandes y peludos como osos antes de invernar.
Por lo que veían desde su bote, parecía un lugar yermo e inhóspito. El viento soplaba constante, erizándoles el vello y haciendo que en sus bogadas tuvieran que pelear con la deriva, que parecía empeñada en alejarlos hacia el sur.
—El invierno se ha quedado aquí agarrado como una garrapata —gruñó Halfdan entre los gemidos con que acompasaba las paladas.
—Quizá encontremos mujeres de dulces piernas que te ayuden a calentarte —arguyó el Tuerto con un bufido escéptico mientras forzaba la riñonada tirando de su remo.
El pequeño
skuta
abría el mar con su proa baja y Halfdan miraba a todos lados. Como antiguo ballenero, sabía lo que podían esperar si aquellos extravagantes rorcuales astados se enfurecían y los atacaban.
Leif observaba la costa que se definía ante ellos. Metiéndose en el océano, destacaban las cicatrices de los fiordos, y hacia el interior resaltaban los helados flujos de los glaciares. No se distinguían pastos o tierras de cultivo, y no había señales de asentamientos humanos; a pesar del frío no se veía ninguna columna de humo que pudiese anunciar un hogar encendido. El panorama era poco prometedor, y lo único familiar que pudo ver a su alrededor fue un grupo de moteadas focas que holgazaneaba al relente del mediodía en unas peñas de los bajíos, eran del mismo tipo de las que se veían en Groenland.
—No se puede decir que los árboles abunden… —apuntilló Halfdan con sorna ganándose un brutal codazo de Bram.
Tuvieron que costear un par de millas hasta encontrar una cala de guijarros irregulares en la que fondear y poder echar pie a tierra.
Caminaron mirando en todas direcciones con las manos listas en los arriaces de las espadas. Las piedras crujían bajo sus pies y espantaron una bandada de gordas aves similares a los gansos.
Además de algunos arbustos raquíticos y plantas que parecían sobrevivir de milagro, lo único que vieron con vida fue un zorro de blanco pelaje que corrió asustado en cuanto la brisa le llevó el olor de los hombres.
A lo lejos, hacia el interior, solo se distinguía una enorme planicie helada que a la luz del cielo despejado brillaba con tintes plateados de vetas azules.
Todos estaban un poco decepcionados, habían esperado mucho más.
—Al menos, ya hemos mejorado lo que hizo el cobarde Bjarni y hemos puesto nuestros pies en esta tierra —anunció Leif con tenaz optimismo.
Los gemelos se encogieron de hombros, contentos por el simple hecho de obedecer. Bram le susurró a Halfdan una amenaza, exhortándolo a callar. Y Assur, simplemente, observó su alrededor con atención. El hispano era el único que todavía llevaba la mano sobre el pomo de su espada, y aunque los nórdicos vieron en ello una superstición en busca de buena fortuna, el hispano lo hacía porque seguía teniendo muy presentes las enseñanzas de Gutier. Era siempre mejor prevenir que lamentar: las historias de marinos confiados que habían muerto a manos de ribereños enfurecidos eran de factura común.
Con el horizonte dominado por aquella ingente planicie helada que se erguía a lo lejos, Leif optó por que siguiesen caminando hasta que, por la altura del sol en el cielo despejado, juzgó que les haría falta el tiempo para volver antes de que cayera la noche, que se anticipaba fría y corta.
Cuando se dieron la vuelta aquella meseta plateada seguía pareciendo lejana, pero Leif ya se había decidido, aquellas tierras yermas no merecían la pena y era mejor seguir travesía en busca de parajes más prometedores.
Las últimas bogadas para llegarse al Gnod las dieron ya bajo la luz de la antorcha que, con sumo cuidado entre tanta madera reseca, manejaba Bram. Todos se dieron cuenta de que el ocaso era más tendido y perezoso que en casa, era obvio que, aun cuando se habían esforzado por mantener el rumbo, habían terminado desviándose hacia el norte.
—Nada hay en estas costas que merezca la pena recordarse a excepción de esas extrañas ballenas con cuernos —anunció Leif con cierta retranca—. Son yermas y estériles como el vientre de una vieja hechicera y nada tienen que ofrecernos, partiremos hacia el suroeste aprovechando el viento.
Muchos asintieron, pero era evidente que la decepción había calado en los ánimos de la tripulación.
—Seguiremos navegando y encontraremos lo que buscamos —dijo Leif intentando reanimar las adustas expresiones de sus hombres.
Tyrkir, que se había pasado el día oyendo los cuchicheos de a bordo decidió intervenir para echar una mano a su patrón.