Los mejores carpinteros de la colonia se ocupaban de reparar el Gnod y, mientras los hombres de Leif que irían a Jòrvik en el Mora disponían de algo más de asueto, los que habían sido elegidos para la nueva gran expedición planeada por el hijo de Eirik se veían desbordados por los preparativos.
Las esponjas de hierro que habían llegado desde Nidaros se transformaban en las fraguas y muchos restos, una vez templadas espadas y hachas, se aprovechaban para forjar los fuertes clavos que servirían para reparar la tablazón del Gnod y otros barcos.
Nacieron unos pocos niños, pero, para desconsuelo de las jóvenes madres primerizas, dos de ellos murieron a los pocos días, acompañando a un cansado leñador que, entre achaques, había llegado a la asombrosa cifra de setenta temporadas. También hubo que hacer un funeral para uno de los primeros colonos, uno de aquellos que se había atrevido a seguir al Rojo en su aventura inicial; fue enterrado con su barco, su caballo, sus armas, sus copas y cuernos, y recibió el respetuoso adiós de todos los del asentamiento porque era un hombre querido y respetado que siempre había hablado en el
thing
con mesura y juicio. Su primogénito heredó la hacienda; uno de los hijos menores se enroló en el Mora, obsesionado con las riquezas que le traería el monto del cobre de Jòrvik que le correspondiese. Otro de los hermanos, uno al que apodaban Costado de Hierro, decidió pedir ayuda al pudiente Starkard y conseguir fondos con los que armar una expedición de saqueo a las costas de Frisia.
Los trabajos más rezagados de los campos se finiquitaban y, además del grano almacenado, los ahumaderos terminaban de preparar las reservas para el invierno y para el avituallamiento de los navíos que partirían en primavera.
Un mercader retrasado, el último en llegar de la temporada, había traído bonitas cuentas de colores y algo de ámbar, pero lo que más interesó en la colonia del Eiriksfjord fueron las noticias sobre el nuevo
konungar
, que parecía seguir empeñado en purgar a sus enemigos valiéndose de la excusa de la nueva fe. El comerciante, agarrando su cuerno de cerveza con nudillos blancos, había comentado que la retahíla de decapitaciones había continuado. Y Eirik y su esposa habían hablado largo y tendido sobre ello. Thojdhild estaba convencida de que era necesario insistir en el tema de las conversiones y porfió hasta enfurecer a su esposo respecto a la conveniencia de conseguir un matrimonio notable de una pareja de jóvenes cristianos que enviar a Nidaros.
Los días pasaban y Assur se acostumbraba a la vida en la colonia. Se llegó a sentir como un groenlandés más, dispuesto a empezar de nuevo. Ya casi había conseguido dejar atrás la lejana Galicia, ya era más fácil para él pensar en su tierra como Jacobsland. Prácticamente había olvidado los días como esclavo, con el viejo same de escurrido gorro colorado gritándole órdenes todo el día. Incluso había aprendido a aceptar su culpa en la muerte de Sebastián, incapaz de perdonarse. Hasta podía asumir que Ilduara no sería ya más que un recuerdo, y se esforzaba por no pensar en ella, en aquella mañana en la orilla del Pambre, cuando le había traído el almuerzo y Furco la había recibido con alborozo.
Como ya había hecho con el Mora durante el invierno pasado en Nidaros, Leif procuraba que su nuevo barco estuviese a punto para la gran travesía que deseaba emprender cuanto antes. Pero el Gnod era poco más que un avejentado amasijo de tablones que los teredos habían hecho suyo, dejándolo forado y maltratado, por lo que los carpinteros tenían que esmerarse con especial cuidado para convertirlo de nuevo en un navío fiable. De hecho, con los gastos extraordinarios que supondrían tantas atenciones, cuando los ebanistas terminasen de calafatear el barco con grasa de foca, Leif habría asumido muchas más deudas de las que hubiera estado dispuesto a reconocer, incluso para alguien que, como era tan habitual en él, atendía a los acreedores con la despreocupación de un cachorro que se mordisquea las pulgas de los costados. Sin embargo, era evidente que hubiera salido mejor parado si no se hubiese dejado llevar por la triquiñuela del roñoso Bjarni y se hubiese limitado a pagar por el derrotero que el viejo navegante había seguido hasta aquellas ignotas tierras del oeste, la compra del Gnod lo estaba arrastrando a la ruina.
Al menos, podía consolarse pensando en la expedición paralela que planeaba con el Mora, una valiosa salvaguarda que evitaría el fiasco total si en aquellas desconocidas costas de poniente no encontraba las riquezas que esperaba.
Fuera como fuese, Leif no era de los que perdían el tiempo lamentándose por futuros inciertos, y su atención estaba centrada en los preparativos del viaje que, con la entrada del verano, emprendería hacia esas costas desconocidas del oeste sobre las que no tenían más certeza que las elucubraciones del rancio Bjarni.
Era temprano y la única luz llegaba difuminada desde levante alzándose con la perezosa amanecida que vaticinaba la llegada del invierno. Hacía frío, y una ligera aguanieve se mezclaba con el espeso ambiente que despedían los calderos de los calafates. Era una mañana desapacible del final del otoño, y el calor de las hogueras ayudaba a sobrellevar el mal tiempo.
—¿Te han entregado ya los juegos de velas? —le preguntó Leif a su contramaestre.
—Sí, dos fantásticos paños de lino, como pediste. Ligeras y resistentes. Y ya están engrasadas —contestó Tyrkir con una sonrisa eficiente.
Ambos contemplaban los pucheros en los que se caldeaba la brea para el Gnod y, mezclados entre los carpinteros y aprendices, supervisaban las tareas del astillero envueltos por el penetrante tufo de la pez caliente.
—¿Y? —dijo Leif escuetamente mientras miraba el interior de la enorme marmita bizqueando por la pestilencia.
Tyrkir abandonó la sonrisa y compuso un gesto de seriedad adecuado al informe que su patrón le solicitaba con aquella sencilla pregunta.
—Son livianas, mucho —señaló en primer lugar intuyendo qué era lo que más preocupaba a su patrón—. Y el tejido es muy prieto, no se destensarán como las viejas velas de lana, no necesitaremos sujetarlas con cajeta para evitar que se embolsen demasiado, se mantendrán planas. Y no harán falta tantas escotas… —Tyrkir calló cuando se percató de que Leif había escuchado suficientes detalles, y se sintió orgulloso de saber que el patrón confiaba en su criterio.
Leif se movía para hablar con uno de los carpinteros, dejando ya de lado el tema de las velas cuando, de improviso, giró sobre sí mismo para obligar a Tyrkir a detenerse en seco.
—Lo que me preocupa son los vientos —anunció sin más.
El contramaestre frunció el ceño, pero no dijo nada.
—No tenemos ni idea de lo que vamos a encontrarnos, y el Gnod es muy grande como para pensar en que los remos nos sacarán de apuros, sobre todo si vamos cargados.
Tyrkir estuvo a punto de apuntillar que así había sido y así sería para los hombres de mar, siempre a merced de los caprichos de Njörd. Sin embargo, comprendió que un comentario como aquel hubiera sido del agrado de Eirik, pero no de su hijo, que era un hombre mucho más pragmático y desligado de la voluntad de los dioses.
—Llevo tiempo dándole vueltas a la idea… Con vientos encarados una vela acuñada sería más práctica, podríamos jugar con ella y abarloarla a conveniencia, ¿entiendes? Habría que zigzaguear como un borracho —aclaró el navegante moviendo su mano de un lado a otro—, pero podríamos aprovechar parte del viento en contra para seguir avanzando.
El curtido contramaestre no era amigo de las novedades, y las palabras de su patrón le sonaron a chifladura.
—Pero no creo que se comportasen bien con mal tiempo, además, perderíamos empuje cuando soplase de popa… —añadió Leif encogiéndose de hombros.
A Tyrkir no le costó imaginar cómo un enclenque trapo acuñado bailaría como una gallina chocha en una galerna de aquel océano del norte que tanta veces había navegado. Casi pudo oír como las escotas del pujamen se partían restallando como látigos.
—Quizá habría que añadir otro mástil, y así tendríamos ambas cosas… —dijo Leif con expresión meditabunda antes de echarse a andar de nuevo hacia el maestro carpintero.
El contramaestre sabía muy bien que tales vacilaciones no eran habituales en su patrón. Leif podía parecer atolondrado y despreocupado, pero era un patrón juicioso que sabía leer las aguas y los vientos con increíble intuición y destreza. Hasta ahora, por descabellada que pareciese la travesía, siempre había llevado a sus hombres a buen puerto. Y Tyrkir supuso que aquellas dudas planteadas en voz alta eran el modo que Leif tenía de exorcizar sus temores ahora que el día de la botadura se acercaba.
—Cuando regresemos tenemos que hacer algunas pruebas, ¡puede que funcione! —concluyó el patrón justo antes de ponerse a hablar con el carpintero sobre los trabajos de calafateado.
Tyrkir se arrebujó en la piel que se había echado sobre los hombros y, venciendo un escalofrío que le traía la edad en aquella helada mañana, aguardó con el respeto debido; esperando por si era requerido por su patrón. Y, mientras lo veía hablar con el artesano, siguió dándole vueltas a la propuesta de Leif, cuanto más lo pensaba, menos irrisoria le parecía la idea.
Era evidente que aquella era una travesía muy importante para Leif. Hasta ese día, Tyrkir no lo había visto jamás inspeccionar personalmente hasta el último de los preparativos de un viaje. Y es que, hasta que la estrambótica idea de lanzarse en busca de aquellas tierras desconocidas de poniente había nacido, Leif había confiado más en su pericia y habilidad que en cualquier otra cosa, dispuesto a hacerse a la mar en una cáscara de nuez sin más compañía que una sonrisa y el buen humor de un muchacho el día en que prueba el
jolaol
por primera vez, por muy negros que fuesen los nubarrones del horizonte, sintiéndose capaz de que el viento rolase a su antojo para no tenerlo jamás de proa. Pero ante la proximidad del nuevo viaje, el contramaestre comprendió que llegar a aquellas costas era, precisamente, lo que Leif había esperado toda su vida; regresar del oeste anunciando nuevas tierras ricas en bosques lo convertiría en un digno hijo de Eirik el Rojo, merecedor de que sus hazañas se cantasen en las sagas, y Tyrkir comprendió las ansias preocupadas del patrón.
El Sureño sonrió paternalmente y se dispuso a avanzar al encuentro de Leif, que seguía discutiendo los detalles de la reparación del Gnod con el carpintero, cuando oyó a sus espaldas que alguien llegaba.
—¡Menuda peste! No me extraña que oláis como una porqueriza cuando regresáis del mar…
Tyrkir se giró para descubrir la rotundidad de Thojdhild, que lo miraba con pardos ojos serenos al tiempo que se taponaba la nariz con una mano y asentaba el pulgar de la otra en el lazo de los cordones de su faltriquera.
—Dile a mi hijo que venga, he de hablar con él, ahora mismo, no pienso esperar aquí y permitir que este tufo se me agarre al cabello y a la ropa.
El Sureño asintió y fue a hacer lo que le ordenaba la mujerona.
Cuando Leif llegó hasta donde su madre esperaba, la matrona ya había empezado a moverse y el patrón la siguió tras lanzarle una sonrisa cómplice a Tyrkir, una pícara expresión en la que dejaba claro que solo el buen humor le permitía sobrellevar que la
husfreya
lo siguiese tratando como a un crío.
El contramaestre dejó a la pareja adelantarse y echó un vistazo distraído al horizonte. El chubasco de aguanieve amainaba y Tyrkir comenzaba a alimentar sutiles esperanzas para sus doloridos huesos ante el día que empezaba a clarear cuando, sin poder evitarlo, escuchó algo que no se suponía que debía haber escuchado.
—¿Qué sabes de ese arponero sureño, ese tal Ulfr?
—A veces, cuando callas, te tocas la muñeca… Como si buscases algo que ya no está ahí…
Assur miró una vez más aquellos ojos trigueños en los que adoraba naufragar y agitó la cabeza con pesadumbre. Siempre atesoraba con pasión todos los momentos que podía compartir con Thyre, pero ese día, algo que Tyrkir el Sureño le había dicho por la mañana le estaba robando la ilusión.
—Hay faldas que es mejor no desatar, puede que ya tengan dueño… —había comentado el contramaestre con retranca, sin venir a cuento.
Había sonado como una clara advertencia. Más por el severo tono paternalista que por las palabras en sí.
En el ajetreo de la mañana habían pasado el uno al lado del otro, ni siquiera se habían saludado, con el tiempo justo para que uno hablase y el otro escuchase. Y Tyrkir había seguido camino, volviendo hacia la
skali
de Brattahlid desde la atarazana de los calafates al tiempo que, en voz alta, comentaba algo sobre la puesta a punto del Gnod con Halfdan, como si lo que le había dicho al hispano no tuviera importancia. Y el arponero se había quedado con un pie atrás en un paso pendiente, turbado. Rumiando aquel consejo con visos de amonestación.
Y Assur había seguido mordisqueando las aristas de aquellas palabras del contramaestre durante todo el día. Y ahora, junto a Thyre, el amargo sabor que le habían dejado se empeñaba en estropearle el momento.
Esa tarde, sentados sobre una vieja piel de oso que Assur había llevado consigo, contemplaban el tendido ocaso del norte sobre el horizonte cobalto del océano, delineado entre las curvas abruptas de los agadones de la costa. Ella aguardaba. Él, abstraído, meditaba.
Assur y Thyre habían cruzado palabras entrecortadas que los habían ayudado a saber cuánto desconocían el uno del otro. Habían descubierto algunos de sus secretos más íntimos y, escapando cada uno a sus obligaciones, habían aprendido a convertirse en confidentes encontrándose en los rincones más disimulados, ansiosos por tener algo de tiempo para ellos solos. Como esa tarde.
El cielo, tras el aguanieve con que había levantado el día, aparecía ahora diáfano y limpio, como la casa de un ama hacendosa. Las jornadas eran ya muy cortas, faltaba poco para que el
einmànathr
coronase el invierno, y las brisas enfriadas del final del día lo atestiguaban. El aire olía al salitre empreñado de las esencias de serbales y enebros, muy de fondo se percibían los aromas de las bayas maduras del final del otoño.
Podrían haber disfrutado de la mutua compañía, pero aquellas palabras del Sureño habían estropeado la alegría del hispano por poder encontrarse con la mujer que había despertado en él sentimientos tan profundos como no recordaba. Assur sabía, ella se lo había dicho, que el viejo Bjarni, confabulado con Thojdhild, parecía empeñado en encontrarle un marido. Sin embargo, hasta aquellas palabras de Tyrkir, Assur no había pensado en ello con detenimiento. Era más fácil obviarlo.