Y cuando la oscuridad se cernió sobre los techos de paja, la usó como aliada. En la madrugada de borrachos y meretrices maltratadas, con la pesadez de los albañales de la villa colándosele en el pecho, embozado en su capa, Víkar caminó al abrigo de los muros de zarzo, sorteando estrechas callejuelas entre canales, escuchando el coro nocturno de los gatos encelados por la primavera.
—¿Dónde?
La voz sonaba como el rugir de una fiera herida. Era un hombre corpulento de espaldas anchas y guedejas pardas que caían en mechones húmedos sobre la amplia frente, enmarcada por cejas abundantes que hacían resaltar el gris de sus ojos crispados. Tenía el aspecto desastrado y sucio del que ha pasado largo tiempo sorteando los barros del camino; las prendas roídas, las salpicaduras resecas y los rotos de su capa servían para acrecentar su aire de perro rabioso.
—¡Contesta, maldito viejo!
Y Brýnhild vio horrorizada como Odd recibía una serie de rápidos puñetazos. La magullada cabeza de su esposo se sacudió con violencia desprendiendo gotas de sangre que volaron trazando arcos que se le hicieron eternos.
—¿Adónde han ido?
Había entrado en plena noche, arramplando todo a su paso como una avalancha. Su hijo Sturli había intentado interponerse. Ahora, su cuerpo exangüe, caído sobre las brasas del hogar con un terrible tajo que le abría la garganta, se empeñaba en recordarle que aquello no era una simple pesadilla traída por las
maras
.
Su hijo estaba muerto. Ella estaba atada y amordazada, con tiras del mismo cuero crudo que trabajaban en su taller; y su esposo se tambaleaba con las manos a la espalda, apenas sentado en un pequeño escabel, recibiendo un golpe tras otro mientras aquel furibundo desconocido preguntaba una y otra vez por Thyre y Ulfr. Y, por lo que parecía, estaba dispuesto a arrancarle la cabeza a golpes.
Víkar estaba harto del persistente silencio de aquel decrépito vejestorio. La tozudez del anciano estaba entorpeciendo la buena marcha de su persecución y Víkar empezaba a perder la paciencia.
Los sorprendió dormidos, abrazados como recién casados, y su ira se desbordó. Acabó con el joven antes de que tuviera tiempo de dar la voz de alarma. A los viejos los golpeó con furia asesina. Y, después de trabarle las manos a la espalda con el primer correaje que encontró, sentó al gordo talabartero en un taburete y comenzó su interrogatorio.
Pero estaba resultando que el viejo guerrero conservaba parte del arrojo que le había granjeado un puesto entre los hombres de confianza de Eirik el Rojo. A excepción de la barba blanca, salpicada de goterones, el rostro ya no era más que una masa sanguinolenta y deforme. De la nariz, rota y aplastada, surgían lastimeros silbidos a cada respiración en los que una mezcolanza de esputo y sangre burbujeaba. Sin embargo, los ojos, clareados por la edad, seguían firmes y serenos, plantando batalla. Llenos de una convicción que Víkar estaba dispuesto a doblegar a cualquier precio.
—No sé de qué hablas —insistió Odd con la voz entrecortada por toses carrasposas.
Víkar sabía que el viejo mentía. Sus sobornos en los pantalanes le habían permitido averiguar que el Mora había estado atracado allí mismo unos días antes. Pero esa certeza no resolvía sus problemas ni calmaba su ira, no le quedaba otra opción que arrancarle la verdad al artesano. Del modo que fuese. Sus presas se le habían escapado entre los dedos y, si quería tener una oportunidad de atraparlos, necesitaba saber hacia dónde y cuándo habían partido. Cuanto antes para evitar que pudiesen cobrar aún más ventaja.
La mujer sollozaba desprendiendo lagrimones que rodaban por su mejillas con cada convulsión. Hacía rato que sus fuerzas se habían agotado y ya no intentaba vencer la mordaza con gritos de auxilio asordados por la ligadura que le cruzaba el rostro.
Fuera de sí, Víkar usó el canto de la espada para golpear las rodillas, haciéndolas crujir como ramas secas, y escuchó impaciente los aullidos del vejancón, acompañados por los chirridos de madera ajada de las sufridas patas del tambaleante escabel.
—¿Adónde se dirigen? ¿Qué ruta siguen? ¿Cuándo partieron?
Brýnhild comenzó de nuevo a luchar con su mordaza intentando pedirle a aquel monstruo que parase. Odd respiraba con dificultad, procurando contener sus quejas, pretendía mostrarle al intruso que no sentía ningún miedo.
—En Iceland conocí a una muchacha que respondía al nombre de Thyre —dijo Odd con la voz tomada—, pero no he vuelto a verla…
Víkar, harto, clavó su puñal en uno de los gruesos muslos del viejo y lo revolvió consiguiendo de él gritos que le aclararon la voz de pronto.
—… De todos modos —continuó Odd resoplando trabajosamente y sin preocuparse por echar un vistazo a la sangre que manaba de la nueva herida en su pierna—, tampoco es que fuese una gran pérdida, tenía más bigote que yo mismo…
Consumido por su propio odio, a Víkar se le hincharon las venas del cuello y le rechinaron los dientes, su paciencia se estaba agotando rápidamente.
Odd se dio cuenta de la reacción airada del intruso y no supo callarse. Y su esposa, que lo conocía a la perfección, se encogió llena de temor.
—Aunque puede que a ti te guste que te rasque los bajos un buen mostacho…
Ante la retorcida sonrisa que el viejo intentaba componer con sus labios partidos Víkar estalló. Cogió la cabeza del anciano con ambas manos y descargó con brutal impulso un rodillazo en la mejilla derecha del magullado rostro de Odd. Cuando el crujido de los huesos rotos se apagó, el talabartero perdió el sentido y quedó desparramado como un muñeco de trapo desmadejado. Su propio peso lo fue venciendo y cayó al suelo de costado haciendo saltar con un repiqueteo de madera el pequeño taburete en el que había estado sentado.
Brýnhild se agitó despellejándose las muñecas ligadas. Loca de preocupación y temiendo haber perdido al hombre que llevaba tantos años a su lado. Cuando consiguió calmarse y las lágrimas que bañaban sus ojos le dieron un respiro, pudo distinguir con alivio cómo el pecho de Odd subía y bajaba, lenta pero regularmente. Para ella ya había sido más que suficiente, ya no podía aguantarlo. Luchando con la mordaza, gritó cuanto pudo, ya no para pedir ayuda, sino para decirle a aquel engendro maldito salido de la noche todo lo que quisiera con tal de que parase.
Los gritos amortiguados traían palabras que sonaban familiares y Víkar se giró hacia la mujerona, que, con el rostro descompuesto, hacía esfuerzos que amenazaban con descoyuntarle la mandíbula. Tenía los mofletes hinchados, brillantes por la humedad de sus lágrimas, que se mezclaban con goterones de sudor y reavivaban el rubor que le cubría el rostro. El camisón basto que vestía abría el escote para mostrar el nacimiento de sus pechos, grandes y flácidos, y en la penumbra Víkar distinguió la multitud de arrugas que los años habían dejado como muestra, y pudo ver las estrías nacaradas de la lactancia. Sus tobillos gruesos forcejeaban intentando colocar los pies. Se movía con espasmos que sus sollozos hacían inconexos y descoordinados. Hedía a miedo y él supo que tenía una oportunidad.
Solo para asegurarse de que no se equivocaba, Víkar lanzó un puntapié desalmado al pecho del caído consiguiendo nuevos crujidos atroces al romperse las costillas del talabartero.
La reacción de la mujer, que intentaba aullar a través de la mordaza, le confirmó lo que había intuido. Echando un último vistazo al desfallecido artesano, Víkar se acercó con pasos calmos a la matrona. La mujer, en actitud suplicante, rogaba con los ojos en blanco. Era evidente que le hubiera vendido su alma con tal de que parase.
Le sacó la mordaza estirando hilos de saliva, rojiza por las heridas que los cueros habían provocado en las comisuras de los labios.
—¡A Lundenwic! ¡Han ido a Lundenwic! —chilló Brýnhild entre espumarajos—. Buscan un barco que los lleve a Jacobsland —concluyó dejando caer la cabeza en un gesto triste y malsano.
Víkar llevaba el tiempo suficiente en la isla como para saber que la mujer se refería al fuerte de London.
Odd había recuperado la consciencia y negaba con melancolía, barriendo el suelo con sus cabellos blancos.
—¿Qué ruta? —preguntó Víkar librando su hierro de la funda.
Brýnhild no respondió, aliviada al ver que su marido había recobrado el ánimo y asustada por las consecuencias que intuía.
—¿Qué ruta? —insistió el intruso alzando el mentón de la mujer con la punta de su espada desenvainada.
Ella vio cómo su marido negaba una y otra vez, pero una infantil esperanza le había sorbido el seso y no supo hacer otra cosa que contestar.
—Por Lindon y Venonis, siguiendo las antiguas calzadas romanas, es la mejor opción…
Víkar gruñó contrayendo el rostro con una sonrisa fiera y brutal que le arrugó el entrecejo.
—¿Cuándo?
Ella no contestó.
—¿Cuándo?
Odd, sabiendo lo que les esperaba a ambos, tras un último vistazo al cadáver de su hijo, buscó los ojos de su mujer y, cuando los encontró, juntó dolorosamente los labios para susurrarle palabras de amor. Ella tuvo el tiempo justo de corresponderle.
Víkar sabía que, como mucho, le llevaban cinco o seis días de ventaja, no se habrían marchado antes de que el Mora abandonase los muelles.
La espada atravesó la garganta de la mujer con la última sílaba con la que le dijo a su esposo cuánto lo amaba. Y lo último en lo que pudo pensar fue en el humilde e incongruente consuelo de no haberle contado a aquel monstruo toda la verdad. Pues aun con la amenaza del miedo había sido capaz de guardar un secreto.
El talabartero contuvo como pudo la mano que le apretó el corazón al ver a su mujer desangrarse, una clase de imagen que pensaba que había quedado para siempre atrás, lejos, cuando había abandonado una vida de luchas y batallas para instalarse en Jòrvik con esperanzas de un nuevo futuro rebosante de ilusión.
Víkar se giró hacia el anciano y señaló el cuerpo de la mujer y el del muchacho.
—Ahí tienes el pago a tu silencio…
Odd solo lamentó tener que morir como un bastardo cobarde, con las manos a la espalda y sin posibilidad de defenderse.
Víkar no concedió un instante a la reflexión, tenía prisa. Ni siquiera limpió su espada de la sangre de la mujer antes de hundirla en el pecho del hombre, que murió con los ojos destilando un odio que no le afectó.
Antes del amanecer abandonaba la villa por la puerta orientada al sur. Todo dependería de cuán rápido se moviera Ulfr, Víkar sabía que si aumentaba su ritmo lo suficiente, podría alcanzarlos antes de llegar a la gran ciudad.
Habían pasado ya cinco días. Sin embargo, todavía tenían el amargo regusto del adiós en la conciencia, porque con ese adiós dejaban atrás el calor de lo conocido y se convertían en extranjeros en aquella tierra desconocida.
Thyre se había sentido incómoda ante la despedida; entre su esposo y el viejo marino se habían forjado lazos desconocidos para ella, pero no le había costado intuir la desazón de Assur. Y, aun a pesar de las halagüeñas palabras de la esposa del talabartero, que le palmeaba el vientre cariñosamente, no pudo evitar sentirse dolida por la tristeza del hombre que amaba cuando el hispano le había dicho adiós a Tyrkir.
Antes de partir, Brýnhild aún había reunido aliento para despedir severamente a su hijo, amenazando a Sturli con las consecuencias que le supondría entretenerse en los curros donde se celebraban los combates de caballos. La mujerona había hablado en falsete con pretendida severidad y no les había dejado marchar hasta que se había cansado de pasar sus manos por los hombros de la pelliza que había dispuesto para su hijo.
Colmada de un fresco que parecía rastro del invierno, la mañana no había sido mucho mejor que la del día anterior y la humedad persistente de aquel lugar se había pegado a sus capas.
Con la ayuda de Sturli, además de algunas viandas y pertrechos, habían comprado dos caballos bretones, de poca alzada y pecho amplio. Animales de escasa gracia, pero fuertes y resistentes; un par de castrados de crines pardas y enmarañadas que les daban un curioso aspecto entrañable que sus grandes ojos redondos completaban. Además, sirviéndose de la pericia de un mulero tuerto con el que el padre de Sturli parecía mantener una larga amistad, se habían hecho con una bestia de carga de brillante pelaje perlado a la que, entre sonrisas, Thyre había dado el nombre de Thojdhild mientras Assur, recordando las mañas de Nuño, le había rascado cariñosamente el interior de las largas y velludas orejas.
—… Debéis manteneros siempre en las antiguas vías romanas, son los caminos más seguros —se había explicado el hijo del talabartero haciendo que el hispano, recordando las enseñanzas de Gutier, asintiese—. Las gentes del rey no las rozan tanto como debieran, están demasiado ocupados matándose los unos a los otros… Algunas son ahora poco más que caminos comidos por los rastrojos, pero aun así son el modo más efectivo de evitar bandoleros y facinerosos, que por estos andurriales abundan como los hongos en otoño, siempre esperando las mercancías y pagos que entran y salen de la ciudad —había dicho Sturli escupiendo hacia la maleza que rascaba el borde del camino con sus espinas—. Además, así no os perderéis…
Libertos sin fortuna, ladrones y malnacidos los había en cualquier lugar, pero el ímpetu de las advertencias que el hijo del talabartero había hecho con respecto a los que se refugiaban en los bosques de la isla había conseguido que Assur se alegrase de portar sus armas.
—Debéis seguir por esta misma calzada hasta la villa de Lindon —continuó el artesano insistiendo de nuevo en los detalles de la ruta que les había recomendado—, poco más que cuatro casuchas apretujadas en un pantano. De ahí, continuar marcha hacia el suroeste, hasta el cruce de Venonis, y luego, la etapa final, al antiguo fuerte de London, como lo llaman los sajones… Aunque para mí sigue siendo Lundenwic. Allí está el mayor puerto de toda la isla, apretujado en un gran río calmo y lodoso por el que en más de una ocasión los nuestros han mandado sus
drekar
—terminó Sturli con una sonrisa feroz que hablaba de viejos tiempos narrados mil veces al amor del fuego—. Si todo va bien, tardaréis tres o cuatro jornadas entre cada encrucijada, en poco menos de media luna llegaréis a destino.
Cuando finalmente el hijo del talabartero había dado media vuelta, dejando caer sus últimas palabras con prisa, casi con toda seguridad para ir a apostar desobedeciendo a su madre, la pareja se había quedado a solas contemplando el viejo camino empedrado. Thojdhild había rebuznado, como apremiándolos, y Thyre pasó a reír con carcajadas francas que le iluminaron el rostro, obligando a Assur a inclinarse en su montura y besarla dulcemente.