De haber sabido las consecuencias de su generosidad, Leif no hubiera actuado como lo hizo, sin embargo, pensando únicamente en devolverle a Assur parte de cuanto consideraba que le debía, y portándose una vez más como un amigo digno de ser llamado como tal, le había comprado al hispano su parte de la carga del Gnod. Y, a pesar de las protestas de Assur, el patrón había fijado un exorbitante precio. Un asombroso total que no solo le permitió al antiguo ballenero resolver las protestas de Starkard, sino también disponer de oro más que suficiente para asumir el pago que Egil exigía a cambio de su hija.
Aun así, mucho más difícil que convencer al padre de Thyre fue doblegar la avaricia del entrometido Bjarni, al que cualquier pago ofrecido le parecía insuficiente para su sobrina, aunque la dote sugerida no supusiera ninguna maravilla. Leif lo resolvió asegurándole bajo cuerda un porcentaje de las dos próximas expediciones del Gnod a las tierras de poniente. Y a partir de ese momento, sabedor de que no solo no le costaría ni un mísero marco de plata, sino que incluso saldría ganando, el propio Bjarni intercedió ante su hermano para que aceptase las condiciones que Leif, como padrino del hispano, había impuesto. Y todos olvidaron pronto las negociaciones que se habían iniciado tiempo atrás con Starkard, pues toda Groenland sabía que un matrimonio que la mujer no aceptaba de buen grado estaba condenado al fracaso.
Los pagos se intercambiaron y el acuerdo se formalizó; y Assur, recordando las palabras de Thojdhild, se sintió complacido de poder llevar al banco de su boda un regalo digno de la mujer que amaba.
Por otro lado, en un nuevo acto de generosidad que Assur no supo cómo agradecer, Leif ratificó la elección de las tierras que el hispano había hecho la temporada anterior, cuando Eirik el Rojo había instaurado los derechos de la vieja ley del
landman
. Además, el patrón encargó a todos los carpinteros y calafates del Eiriksfjord que se ocupasen de levantar a toda prisa una digna
skali
que recibiera a los novios. Y el antiguo ballenero, con la pena de saber que su marcha llegaría con la primavera, pudo contemplar un hogar en el lugar que él mismo había empezado a escavar y labrar. Incluso usaron como postes los troncos que el propio Assur había recuperado de la línea de pleamar. Así, en aquel precioso terreno sobre el océano, Assur pudo, por primera vez en su vida, sentirse dueño de la tierra que pisaba.
Tuvieron el tiempo justo de terminar con todos los arreglos necesarios. Presidido por el nuevo
jarl
, vestido con sus mejores galas, el enlace se celebró con toda dignidad en el último día de Freya, antes del solsticio de invierno. La boda se prolongó durante tres noches, hasta la mañana del día de la luna. Y, como era costumbre, no faltó el hidromiel y la cerveza; los panes ácimos recién horneados, los guisos de coles y guisantes, los asados de cabritos, corderos, patos y cerdos; y los rustidos de bueyes y de aquellos grandes ciervos del norte. Incluso, por insistencia de Leif, después de filtrarlo con grandes estameñas, se sirvió el vino hecho con las uvas traídas desde poniente y, entre sonrisas corteses, nadie se atrevió a decir la verdad sobre aquel caldo imbebible.
Los escaldos, entonando frases plagadas de alegorías, contaron la historia de Groenland. Hablaron de las hazañas de Eirik el Rojo y del digno sucesor que era su hijo. Relataron los logros de Ulfr y todos corearon cuando se mencionó aquel lanzamiento hecho en la ribera de Nidaros; y los niños jugaron a ser adultos, imitando el fiero combate, cuando uno de los bardos narró aquella lucha en el puente de Vinland en la que el
jarl
había salvado la vida gracias al sureño.
Mientras la bebida corría y se daba buena cuenta de la comida, se escuchó la historia de Grettir el Fuerte, el relato del dragón Fafnir, y la recreación del sueño del rey Gylfi. Dos de las
thralls
de Brattahlid unieron sus voces melodiosas y entonaron la balada de Grotti, alternando su canto para interpretar los papeles de Menia y Fenia, las siervas compradas por el rey Frodi.
Hubo juegos y apuestas; y los hombres, incorregibles a ojos de las mujeres, cruzaron envites ebrios organizando competiciones de arco y de fuerza. Y Assur no se resintió al ser derrotado por el hermano menor de los gemelos Helgi y Finnbogi, tan orondo como los carpinteros y que, a pesar de su juventud, había sido capaz de levantar un tarimón en el que se sentaban dos muchachas del servicio de Brattahlid. El hispano fue el esperado vencedor en los juegos de tiro y Tyrkir ganó a todo el que quiso ser su rival manejando las piezas del juego de tablas.
Assur recibió la espada que Thyre le regalaba para asegurar la prosperidad de su hogar y él le dio a cambio otra que serviría para garantizar el sustento de su primer hijo. Luego intercambiaron los anillos que simbolizaban su matrimonio, dos bellas piezas de orfebrería en cordón de oro que el mismo Leif les había regalado con la más sincera de sus bendiciones.
Y los novios, agotados, abandonaron la fiesta cuando todavía había muchos que se creían sobrios como para seguir bebiendo. Juntos montaron uno de los sementales de Brattahlid y se encaminaron hacia su hogar.
Viéndolos marchar, contento por haber ayudado a su amigo, Leif incluso se atrevió a probar el vino que había resultado de las uvas traídas del oeste.
Apretujadas en los barriles y cuévanos, las bayas, vencidas por su propio peso y el bataneo de las olas que habían sacudido el Gnod en la travesía, se habían ido exprimiendo mientras las que se habían quedado arriba criaban una sospechosa pelusilla malsana.
Cuando ante la insistencia del nuevo
jarl
Tyrkir sirvió un cuerno de aquel brebaje, lo hizo con ojos entrecerrados.
Leif lo tomó sonriendo, tras echar un último vistazo a la pareja que abandonaba Brattahlid y, sin siquiera pensarlo, echó un trago.
Tyrkir miraba con curiosidad y no pudo evitar que se le escapase una sonora carcajada cuando Leif se atragantó ruidosamente en su intento frustrado por vaciar el cuerno.
El hijo del Rojo, conteniendo las lagrimillas que se le acumulaban en las comisuras de los párpados, no tuvo más remedio que reconocer su fracaso.
—Espero que para la temporada que viene podamos hacerlo mejor… —aventuró con la voz rasposa.
Tyrkir, aguantando como podía las risotadas que se le agolpaban en la garganta, intentaba componer una expresión grave y digna mientras Leif inspeccionaba con gesto serio el contenido del cuerno.
—¡Por Odín! Sabe a meados de mula en celo…
Ambos rieron con franqueza.
—Será mejor que busquemos algo de cerveza —anunció el contramaestre echando el brazo sobre los hombres de Leif—. ¡Vamos! ¡Hay mucho que celebrar!
Pasaron las horas del camino en un reconfortante silencio cómplice, solo interrumpido por los sonidos de la naturaleza que los rodeaba y los resoplidos de la montura.
Cuando llegaron, tras abrir el postigo de madera, que aún desprendía un fuerte olor a resina, Assur tomó en brazos a su esposa. Ella se lo había pedido y a él le había parecido bien seguir la tradición de los nórdicos. Thyre, contenta de sentirse alzada entre aquellos fuertes brazos, rodeó el cuello de Assur y recostó su cabeza en el amplio hombro de su esposo. Assur flexionó los brazos y pegó el cuerpo de Thyre al suyo. Y así, en volandas, ella entró por primera vez en el hogar que compartiría hasta la primavera con su esposo, evitando llamar la atención de los poderosos espíritus que habitaban en el lugar más mítico de la
skali
, el umbral.
Él prendió el hogar para calentar la estancia y ella dispuso las pieles que habían traído en un hatillo. El olor de la madera recién labrada los envolvía y el rumor del mar se oía a lo lejos, como un cariñoso susurro dicho con el tono de voz justo.
Ambos se sentían arropados por una indescriptible sensación reconfortante y en cada ocasión que sus miradas se cruzaban no podían evitar sonreírse el uno al otro, llenos de deleite por la sola verdad de la mutua compañía.
Mientras las llamas empezaban a bailar sobre los leños, los esposos se encontraron junto al hogar, se tomaron las manos y se contemplaron con feliz devoción. Dejaron que sus bocas hallasen caminos a los reinos de la pasión. Se acariciaron recuperando el tiempo perdido y sus manos recorrieron los cabos de las ropas hasta encontrar el modo de desnudarse y caer rendidos sobre las pieles.
—Te he amado desde el primer día, desde el primer instante… Te he amado siempre —confesó ella con palabras entrecortadas por los besos de él.
Assur se alzó apoyándose en un antebrazo y la miró a los ojos durante una apacible eternidad en la que Thyre se olvidó de respirar.
—Eres la parte de mí que he echado en falta toda mi vida —repuso él con la voz tomada.
Thyre lo abrazó y le cubrió el nacimiento del pecho de besos suaves y dulces, delicados como semillas de diente de león al viento. Y él correspondió tomándola de la cintura y obligándola a acercarse.
Assur descendió. Besó las mejillas arrobadas, lamió las curvas del cuello y, recogiéndolos entre sus manos, rodeó los pechos de Thyre con suaves lametones que erizaron los pezones, volviéndolos maduros para su boca. Ella ronroneaba complacida, enredando sus dedos en los cabellos de él.
Assur siguió descendiendo, entreteniéndose en el ombligo, pequeño y bien formado, escondido entre los pliegues de su vientre plano; y su barba le hizo cosquillas, y ella rio cohibida y feliz. Luego, estirando sus brazos para volver a coger sus senos, hundió el rostro en la horquilla de los muslos de ella y probó su humedad almizclada.
Thyre gimió y corcoveó llevada por el placer, acercando su cuerpo a la boca de él. Pronto Assur se ayudó con los dedos, que resbalaron con facilidad en el interior de ella logrando que sus nalgas se elevaran por un instante al tiempo que se le escapaba un largo gorjeo.
Ella cayó rendida tras el clímax y, alzando la cabeza, vio los ojos de Assur mirándola con picardía entre las curvas de sus muslos. Se incorporó tomándolo de la nuca en la ambuesta de sus manos entrelazadas para obligarlo a acercarse y besarla, y notó su propio sabor en los labios de él. Luego siguió inclinándose y lo forzó a tumbarse haciendo que la espalda de su esposo quedase fuera de las pieles. Entonces ella también recorrió el torso de él con besos suaves. También mordisqueó los abultados músculos del pecho y tironeó del vello apretándolo entre los dientes.
Las manos de Thyre recorrieron los costados de Assur, deteniéndose amorosamente en las cicatrices, y su boca buscó la virilidad de su esposo. La tomó entre sus labios y la sintió crecer y endurecerse. Movió la boca y la lengua al tiempo que subía y bajaba y la sintió palpitar.
Assur, enloquecido de placer, se alzó con brusquedad y, con movimientos tan recios como para demostrar su ansiedad pero tan suaves como para probar su amor, la obligó a tenderse sobre las pieles.
Sus cuerpos se unieron como si fuera la primera vez, reencontrándose para olvidar el dolor de la separación. Al principio con ímpetu nervioso, luego con el mismo ritmo constante de las olas del cercano mar. Assur alzaba sus caderas con rapidez para dejarlas caer en lenta agonía y Thyre clavaba sus uñas en la espalda de su hombre.
Se amaron hasta que el hogar se apagó, dejando solo una fina capa de ascuas que ya viraban al negro.
Cuando la mañana llegó, Thyre abrió los ojos para descubrir a su esposo mirándola con devoción. En el lar había leños ardiendo y en un cuenco había gachas con frutos rojos. Se sintió afortunada porque se sabía amada. Rieron juntos y compartieron confidencias. Thyre le confesó que aquella primera vez que se habían visto, en casa de su tío, ella había estado a punto de derramarle la bebida encima porque no sabía dejar de mirar en el fondo de aquellos ojos azules. Assur le contó algunos de sus recuerdos de infancia, y le habló entre sonrisas de los juegos con Ezequiel o de las bromas que gastaban los mozos del pueblo el último día de cuaresma.
Salieron fuera y pasearon por su humilde hacienda, viéndola con los ojos comprensivos de propietarios complacidos.
Él le dio las llaves de su hogar y ella aceptó su papel de
husfreya
recogiendo su pelo, que, como mujer casada, no volvería a llevar suelto a no ser en la intimidad del hogar. Para su esposo.
El invierno fue mucho más suave de lo que todos habían esperado y únicamente la colonia del norte tuvo que resguardar a los animales. La nieve solo se mantuvo unas pocas semanas con una capa fina que crujía cada mañana.
No hubo ninguna muerte, aunque el viejo Jormunrekk estuvo a punto de perder la vida cuando se cayó de la escalera en la que se había subido para reparar la techumbre de su
skali
. Poco le faltó para romperse la crisma y, de no ser por la ayuda de Assur, el viejo
godi
no hubiera sido capaz de enderezar los huesos rotos de las piernas del granjero, que a pesar de su edad, o quizá gracias a la enorme cantidad de cerveza que despachaba cada día, se mantenían robustas como robles centenarios. Hubo dos matrimonios más y dos enrabietados bebés lloraron por primera vez para recibir la espada que su padre les entregaba.
En la ribera los carpinteros remozaron los barcos de los terratenientes y, entre ellos, el Gnod y el Mora, que quedaron listos para la primavera.
Leif, asumiendo su papel como líder, resolvió disputas, entabló amistades, y forjó alianzas cubierto por los humos de la
skali
de Brattahlid, donde colgó sus propios escudos y espadas para hacer compañía a los que su padre había dejado. Y, como patrón y armador, renunció a su vida de marino para poder atender sus nuevas obligaciones, pero eligió tripulantes para las expediciones de la temporada; Tyrkir se haría cargo del mando del Mora, los años empezaban a pesarle y Leif quería asegurarse de que su viejo amigo no tendría que enfrentarse a los
skraelingar
de las tierras de poniente, por eso lo designó para hacerse cargo del menor de sus navíos y llevarlo a Jòrvik, además, quería cerciorarse de que Assur contase con un buen patrón. Para el Gnod, Leif destacó a todos los supervivientes de la temporada anterior, completando la tripulación con muchos voluntarios, incluyendo a Erp, el hermano menor de Helgi y Finnbogi. Para cederle el mando eligió a Sinfiotli, pues Tyrkir le dijo que el callado marino había luchado con arrojo contra los nativos de Vinland y siempre había demostrado valía y mesura.