Assur (91 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Thojdhild llegó a pensar en viajar al sur y encerrarse en una de aquellas
skalis
sagradas en las que las mujeres cristianas pasaban el día rezando a su dios crucificado, pero Leif prometió suficiente hidromiel a Clom para que la convenciese de lo contrario.

Bjarni pasó un enfriamiento muy fuerte y Thyre se separó de Assur unos días para ayudar a Hiodris a cuidar a su tío, pero el viejo explorador les chistaba ordenándoles que le sirvieran carne fresca en lugar de insípidos caldos. Era evidente que el anciano no quería dejar de ser el centro de atención de los que lo rodeaban.

Las mujeres tejieron
vathmal
y prepararon salazones y ahumados. Además, remendaron velas y cajetas, y rehicieron los nudos de las redes. Los hombres presumieron de hazañas pasadas. La vida siguió en las colonias de Groenland y, como no llegaron barcos, no se recibieron noticias de Svend Barba Hendida y su alianza con los
jarls
de Haldr.

Víkar rumió su odio durante semanas, encerrado como una fiera enjaulada y, mientras su brazo se recuperaba, juró venganza. Él, digno hijo de Starkard, recuperaría el honor que creía perdido. Antes o después encontraría el modo y acabaría con Ulfr Brazofuerte. Lo machacaría hasta convertirlo en polvo, aunque tuviese que perseguirlo hasta los mismísimos confines del
Hel
. Sabía que no podía mover pieza en Groenland, bajo la atenta mirada de Leif, al que el extranjero había engatusado, pero su padre le había hecho llegar las noticias: Assur partiría a Jòrvik en la primavera, y ella iría con él. Y Víkar pasó muchas noches en vela, imaginando mil modos de matar a aquel advenedizo que había dejado en entredicho su valía.

Lo perseguiría allá donde fuese y le daría caza. Como a la más vil de las alimañas.

Si el invierno había sido suave, la primavera, por el contrario, llegó con el ímpetu de una mujerzuela entrando en una tabernucha en busca de un pardillo dispuesto a gastarse la bolsa; caldeando el ambiente hasta que el más retorcido de los arbustos castigados por el viento brotó con lujuriosa fertilidad.

Los vientos cambiaron pronto llamando a los marinos y muchas mujeres se sintieron incómodas al saber que sus hombres se marcharían en unos pocos días. Los niños protestaron por saberse excluidos de las aventuras que emprenderían sus mayores en mares lejanos y tierras perdidas. Todos ellos querían crecer pronto para labrarse su propio futuro y forjar sus propias leyendas, ellos también deseaban escuchar algún día a los escaldos narrar sus hazañas.

Las bodegas de los barcos se llenaron de provisiones, bastimentos y barriles de agua dulce. Se plegaron velas de repuesto y los patrones repasaron hasta el último de los clavos de los tingladillos recién embreados. Cada uno de ellos examinó sus naves con maniática eficiencia, todos conscientes de que la vida de sus hombres y la suya propia dependerían de cómo los
knerrir
aguantasen los embates del mar.

La mañana del día en que habían fijado la partida del Mora, Assur y Thyre llegaron a Brattahlid a lomos del mismo animal que habían montado tras su boda. Assur entregó las llaves de su hacienda a Leif y este no quiso aceptarlas porque deseaba poder albergar la esperanza de que su amigo regresaría algún día. Assur no insistió y cambió de tema, hablándole de cómo planeaba atravesar de norte a sur la isla de los anglos, con la intención de alcanzar los grandes puertos meridionales, en los que se hacía la ilusión de poder encontrar un navío que cruzase el brazo de mar hasta Frisia, o que llegase hasta la propia Jacobsland.

Los dos amigos se dijeron adiós sin más palabras y, aunque ambos sabían que nunca volverían a encontrarse, escondieron su disgusto con halagüeñas predicciones y promesas de largos viajes para volver a verse.

Thyre se despidió entre lágrimas de su prima Hiodris e incluso el rancio Bjarni se animó a levantar su cuerno y desear suerte a la pareja.

Con la luz plena y radiante del mediodía el Mora surcó las suaves olas contenidas del Eirkisfjord rumbo a mar abierto. En formación con otros navíos que partían hacia otras tierras y bajo las órdenes que gruñía Tyrkir, el
knörr
maniobró mientras la pareja contemplaba Brattahlid más allá del bamboleo del codaste labrado. Iban cogidos de la mano y, aunque se sentían nerviosos e inquietos, albergaban grandes esperanzas.

Pero ellos no sabían que, rumbo a las tierras de los escotos, en un pequeño barco que cargaba ámbar para intercambiarlo por esteatita, también alguien navegaba para, como ellos, atravesar la isla de los anglos de norte a sur, pero él iba de cacería, no de paso hacia un destino mucho más lejano.

La plata había comprado el silencio del patrón y, como había embarcado auspiciado por la oscuridad de la noche, para esperar la mañana escondido entre las bancadas, Leif no lo sabría hasta que fuera demasiado tarde. Además del secreto, las influencias de su padre le habían granjeado un cómodo y disimulado pasaje gracias al que no tendría que trabajar como cualquier otro marino, así tendría tiempo para afilar sus armas y alimentar su insaciable cólera. Aunque Víkar, mientras balanceaba suavemente su brazo, todavía dolorido, en un ademán que se había convertido en costumbre, no llegó a imaginar el interminable suplicio que le supondría la espera.

—Creo que la mitad de esos hacinados infelices no sabe siquiera a quién debe lealtad —dijo Tyrkir señalando con el brazo extendido—. La ciudad ha cambiado demasiadas veces de manos…

Ayudado por el esfuerzo de los remeros, el Mora remontaba el estuario abierto de un gran río, primero al oeste y luego hacia el norte, poco a poco se internaban en un valle cercado por erosionadas colinas redondeadas que delimitaban el discurrir del cauce. Eran tierras verdes de suaves lomas en las que se adivinaban grandes bosques e interminables cercos de brezo que marcaban las vaguadas. Desde la proa del
knörr
, bajo una colcha de nubes bajas y grises, ya se distinguía la silueta de la muralla romana que Jòrvik había heredado, coronada por las almenas que formaban las humaredas de los hogares.

Assur y Thyre miraban hacia el horizonte preguntándose sobre su futuro mientras Tyrkir les hablaba.

—Es un puerto demasiado jugoso, siempre lo ha sido. Varios señores del norte han derramado sangre en los adarves de esas mismas murallas —dijo el nuevo patrón del Mora con un desprecio evidente de raíces desconocidas para el matrimonio—. Ahora lleva varios años bajo el control de los sajones, pero esos mentecatos son demasiado avariciosos para cerrarnos las puertas, quieren nuestro oro y nuestra plata. Además, muchos de los nuestros siguen viviendo en esta isla…

»Cualquier día algún
jarl
armará a un par de centenares de hombres y se hará con este pantanal inmundo cruzado por canales llenos de mierda —aseguró el Sureño antes de escupir por la borda y continuar—, lo único que espero es que no suceda mientras yo mantengo mi nave aquí —concluyó Tyrkir con un chasquido al tiempo que se giraba para ladrarle órdenes a su recién nombrado contramaestre.

Respetuosa con el patrón, Thyre esperó hasta que el Sureño se alejó unos pasos por cubierta, gruñendo improperios al timonel para que mantuviera estable el rumbo, pues se acercaban a unos bajíos del río que amenazaban con hacer encallar el Mora.

—¿Qué vamos a hacer cuando desembarquemos?

Su esposo miró con atención la ciudad que iba creciendo ante ellos, tenía un aspecto gris y apagado, triste.

—Viajar al sur —contestó el ballenero volviéndose hacia ella—, tengo entendido que allí hay grandes ciudades con barcos que parten al reino de los francos, a Wendland, a Frisia, e incluso a Jacobsland —dijo recordando lo que, años atrás, había planeado con su hermano Sebastián—. Debemos conseguir pasaje en uno de ellos, lo importante es cruzar el canal que separa esta enorme isla de las grandes tierras del sur.

Thyre asintió, eso ya lo sabía, pero en lugar de preguntar de nuevo esperó. Assur la miró, comprendiendo, y se explicó.

—He estado hablando con Tyrkir —dijo haciendo un gesto vago con la mano hacia sus espaldas—, un próspero talabartero que se ha asentado aquí fue uno de los hombres del Rojo hace años. Tyrkir dice que nos ayudará.

Thyre volvió a asentir y apretó la mano de él en la suya. Tenerlo cerca le daba la seguridad que necesitaba para continuar adelante con aquella aventura.

La confluencia de los dos ríos que creaban el puerto, que había traído prosperidad a la villa desde su fundación por las huestes de Roma, también la convertía en un intrincado laberinto de canales y albañales en los que el barro era un invitado permanente. Y los malos olores de tantas almas apiladas en un reducto tan pequeño les explicaron a Assur y Thyre las razones del desprecio que Tyrkir parecía sentir por el lugar.

Todo a su alrededor eran diminutas parcelas alargadas con reducidas viviendas de apenas ocho o nueve yardas de largo y unas pocas varas de ancho. En la frontal de casi todas ellas, organizados por barrios, se abrían tenderetes de mayor o menor fortuna en los que se vendían toda clase de objetos y mercancías. Había menestrales de baja estofa que elaboraban fraudulentas preseas de la plata pobre y cargada de plomo de las minas cercanas, pero también vieron algunos orfebres de la más digna mención que le recordaron a Assur a los artesanos hebreos que tantos años atrás había visto en Compostela.

Observando el delicado trabajo de unas fíbulas, las viejas enseñanzas de Jesse regresaron a la mente del ballenero. Aquel lugar, con sus dos millares de habitantes, tenía que tratarse de la próspera ciudadela en la que el primer emperador cristiano, Constantino, había sido aupado al poder por aquellos que lo habían visto luchar una vez se había deshecho de sus rivales.

La tripulación había recibido el encargo de permanecer a bordo, Tyrkir no se fiaba de las gentes de Jòrvik. Y al nuevo contramaestre se le había ordenado dirigirse a un lugar llamado Coppergate, para empezar las negociaciones que los habían traído hasta allí. Mientras, aprovechando que casi cualquiera al que paraban sabía hablar nórdico, Tyrkir pedía indicaciones para llegar al barrio de los curtidores y los artesanos del cuero.

De haber querido, Assur podría haber vaciado su bolsa en apenas un centenar de pasos; tras los orfebres aparecieron las herrerías, con armas y cuchillos de todo tipo, y, cruzando un pequeño puente, pasaron al barrio de las pañerías y las tiendas de lana e hilo. Luego caminaron entre puestos que ofrecían pieles, y unas pocas miradas intrusas a través de puertas abiertas le descubrieron a Assur que algunas de las casas contaban con sótanos que los propietarios usaban como almacenes para su género.

Tyrkir le dio un dírham sarraceno a un tullido y, siguiendo sus tartamudas indicaciones de desagradable aliento, doblaron un par de esquinas para recibir de golpe el fuerte olor a orines de la zona de los curtidores, capaz de cubrir las pestes acumuladas de los muladares de las traseras de las viviendas.

El Sureño lanzaba imprecaciones por lo bajo, arrugando cómicamente la nariz, y a Thyre se le escaparon risillas tímidas al ver a aquel serio y curtido marino quejándose como un niño.

En breve, tras las atarazanas de los cordeleros, pasaron frente a los talleres de los zapateros y, anticipando su destino, Tyrkir preguntó una vez más por el lugar que buscaban.

Apenas veinte pasos más allá encontraron un pulcro taller en el que se exhibían correajes, tahalíes, bridas y cinturones entre mil objetos más de bonito acabado fabricados con todo tipo de cueros. Tras el mostrador de madera basta, una gruesa mujer con los brazos de un herrero y la cofia desatada los miró inquisitiva con grandes ojos pardos que se abrían sobre una nariz recta y bien formada. De no ser por el exceso de grasa que le redondeaba las facciones, hubiera sido una mujer atractiva.

—Busco a Odd, hijo de Sturli…

La mujerona, en lugar de contestar, examinó a los tres extraños con aire circunspecto.

—¿Y quién lo busca?

—Eso es algo que trataremos entre él y yo —replicó Tyrkir con cierta dureza.

La matrona resopló con un gesto cansino que hizo reverberar sus labios rollizos y cogió del mostrador un sacabocados que alzó amenazadoramente, logrando que el Sureño y Assur dieran instintivamente un paso para ponerse delante de Thyre.

Luego, más por sí misma que por el gesto de los hombres, la mujer pareció dudar y se miró la mano como si fuera la de otra persona. Finalmente, bajando los ojos, depositó la herramienta ante sí y, cuando volvió a alzar su rostro, la evidente expresión de resignación que lo colmaba le recordó a Assur las tallas de penitentes que tantos años atrás había visto en el obispado de Compostela.

—¿Qué ha hecho ese botarate? ¿En qué lío se ha metido esta vez? —preguntó con la estoica entereza del que se enfrenta una vez más a un dilema conocido.

A Víkar le daban igual pictos que sajones o anglos, por lo que vio de ellos, todos eran miserables follaovejas que se refugiaban de las fuertes lluvias que azotaban esas tierras de rocas negras y matojos en tristes chozas escondidas entre cañada y cañada.

Era un lugar barrido por vientos que pelaban los montes condenándolos a poco más que rastrojales y, entre los impasibles mares de hierba y musgo, la única nota discordante la ponían los enormes rebaños de ovejas, cuya pelambre húmeda se olía desde millas antes.

Desde el mismo día en que desembarcó se propuso un ritmo infernal capaz de quebrar las piernas de cualquier otro con menos odio. Sabía que la inestable carraca en la que había viajado era mucho más lenta que el
knörr
de Leif, y no quería que la ventaja que pudieran haber cobrado sus presas aumentase.

A la primera oportunidad que tuvo degolló a un jinete desprevenido frente a una hoguera para, después de engullir el estofado de carnero viejo que había estado preparando el desdichado, robarle la montura y apurarla hasta que la pobre bestia desfalleció con los ollares ahuecados y los flancos cubiertos de espumarajos de sudor.

Para su sorpresa, las leyendas que hablaban de los muros que los romanos habían levantado para dominar a aquellas gentes indómitas resultaron ser ciertas. Después de dos jornadas de penosa caminata, con el segundo caballo que robó, al que daba los descansos justos no por piedad, sino por no verse obligado a perder tiempo sustituyéndolo, atravesó en apenas un par de días más los restos imprecisos de la pareja de murallas que las legiones del antiguo imperio habían dejado tras de sí.

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