Assur (44 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

—Voy fuera —dijo Assur pensando más en buscar algo de aire fresco que en aliviar su vejiga.

Sebastián asintió cansino.

—Vuelve antes de que se enfade el cuesco reseco

añadió inclinando la cabeza hacia el same de gorro chillón que los observaba entornando los párpados de sus ojos nublados.

La
skali
estaba rodeada por un cerco que delimitaba un pasto especial con cierto carácter sagrado que Assur no llegaba a comprender. Lo cierto es que no entendía muchas de las cosas que le rodeaban y, aunque había descubierto con asombro que los nórdicos tenían mucho más en común con la vida que había dejado atrás de lo que hubiera podido imaginar, no podía evitar sentirse tan agónicamente melancólico que dolía. Echaba de menos su casa y su familia, extrañaba a Gutier y a Jesse. Y le hubiera gustado que Furco estuviera con él.

La noche era fría, y Assur podía ver cómo su aliento se condensaba ante él formando pequeñas nubes. El muchacho se sentó al lado de una extraña piedra cubierta de incomprensibles inscripciones en la lengua de los nórdicos, Assur no comprendía lo que se decía en ella, pero, gracias a las vistosas tallas, intuía que hablaba de una batalla en tierras lejanas al borde de una gran catarata.

En el horizonte, prácticamente despejado, refulgían las estrellas, blancas y bien definidas, además, en el eje de levante a poniente un extraño arco de luz verdosa cruzaba el cielo nocturno. No era la primera vez que el muchacho lo veía, pero seguía asombrándose cada vez que la noche le sorprendía con aquellas extrañas luminiscencias. El viejo same le había dicho que se llamaban
guovssahas
, algo que Assur había interpretado a su modo como «luz que puede oírse», sin embargo, el chico nunca había escuchado nada, por lo que dudaba de su traducción; pero después de los reveses sufridos en los últimos tiempos Assur había perdido su interés por lo místico, su fe flaqueaba, y sabía reconocerse que no tenía el menor deseo de involucrarse en las creencias de aquellos hombres precisamente cuando incluso dudada de las suyas propias. Y tampoco se creía la versión que le había dado el carpintero normando del extraño fenómeno, según el artesano se trataba de los reflejos que las armaduras de las sagradas valquirias emitían bajo la luz de las estrellas.

Fuera como fuese, siempre que lo veía, una terrible nostalgia lo invadía, era una prueba evidente de que estaba muy lejos de su hogar.

Triste y melancólico, el muchacho regresó al gran salón rebuscando en sus ideas la esperanza debida al ansia de huir.

—¡Jala! ¡Tira con todas tus fuerzas!

Y aunque no era fácil, Assur hacía lo que le ordenaban. Apoyando uno de sus pies en la arrufadura, el muchacho intentaba vencer la áspera fricción que amenazaba con despellejarle las manos al tiempo que procuraba usar los músculos de piernas y espalda. Se echaba hacia atrás ganando pulgada a pulgada de cordaje y se ayudaba con su propio peso para hacer palanca.

—Vamos, ¡tira! A lo mejor traemos una
marmennil
con enormes tetas en las que podrás hozar toda la tarde…

Assur estaba seguro de que una bestia medio mujer y medio pez no era el tipo de hembra con el que desearía compartir su lecho, sin embargo, acompañando las carcajadas de Thorvald, sonrió complaciente, contento de no contradecir al viejo e ilusionado por su reciente descubrimiento.

La red daba la impresión de estar a punto de reventar y al muchacho le parecía que pesaba quintales, no podía evitar que se le escapasen roncos gruñidos de esfuerzo entre las grandes bocanadas de aire iodado que aspiraba. Mientras, el patrón, sentado en una traviesa de la barquichuela, se hurgaba los rastrojos de su barba irregular llena de calvas, satisfecho por ahorrarse el esfuerzo.

Thorvald, cuyo rostro era poco más que un pellejo reseco y tirante encolado a una calavera angulosa, se dedicaba al oficio que, después del de puta, hacía más feliz a un cliente como el
godi
, era pescador. Como Assur había descubierto, si bien los años no habían sido capaces de agotar la insaciable libido del anciano same, sí lo habían dejado medio ciego y por completo lleno de las más estrambóticas manías, como por ejemplo, desayunar todos los días arenques, a ser posible, frescos y nunca de más de medio palmo. Y ahora que la temporada de pesca había llegado con el suave calor del verano, el
godi
se había buscado el modo de sacar aún más provecho de su nuevo esclavo haciendo un trato con el pescador, una jugosa ración de las capturas siempre que el joven extranjero ayudase en la faena. Por eso, en esas últimas semanas Assur había aprendido que los callos de sus manos no eran tan duros como pensaba, y que la salada humedad del mar servía para ablandar sus palmas y disponerlas para dolorosas ampollas que, por las noches, le hacían palpitar los dedos con terribles calambres.

Sin embargo, Assur consideraba el duro trabajo un precio asequible por el que colmar sus ansias de libertad contra todo pronóstico. Empezaba a descubrir los secretos de las mareas y a conocer el océano con la peligrosa valentía de la ignorancia. Pero lo más importante es lo que había encontrado. En una abrupta cala de guijarros al norte del poblado descansaban los restos oscurecidos de una vieja barca que, como el esqueleto abandonado de un náufrago, se dejaba batir por las olas. No estaba seguro de si el armazón le serviría de algo, quizá la podredumbre había llegado hasta el duramen de los maderos, pero, tal y como ya había hablado con Sebastián, era una esperanza a la que no podían renunciar. Si se las apañaban para robar los tablones y otros materiales, quizá podrían reflotarla y pensar en huir. Al mayor de los hermanos le parecía una locura, sin embargo, Assur intentaba imbuirlo una y otra vez de sus esperanzadas expectativas.

—¿Y cómo te las vas a arreglar para llevar hasta allí las tracas? —le había preguntado la noche anterior Sebastián entre susurros.

Assur era consciente de todos los inconvenientes, pero su ánimo no desfallecía.

—Nadando, la madera flota, me servirán de ayuda —había contestado sin perder la ilusión.

—Pero te llevará una eternidad, no podrás transportar más que unas pocas cada vez.

—Lo sé, lo sé…

—¿Y cómo pretendes hacerlo sin que te descubran? —objetó una vez más Sebastián.

—Con paciencia, por las noches. Unas pocas cada vez, es muy importante no levantar sospechas, de todos modos, el carpintero pasa la mitad del día borracho y el resto durmiendo la mona. No se dará cuenta.

—Puede, pero ¿y después? ¡La verán!

Assur sabía perfectamente que si él sabía de la existencia del pecio, tenía que ser algo conocido por todos los que allí se dedicaban al mar, incluido el propio Thorvald. Sin embargo, ya había pensado en ello.

—La hundiré, al principio será fácil, no se notará. Y cuando tenga la tablazón terminada, la hundiré. Hay piedras allí mismo, y cada noche la reflotaré para trabajar… Y al terminar la hundiré de nuevo, así no la verá nadie… Puede que alguien la eche en falta, pero probablemente pensarán que las olas la han destruido…

Sebastián había callado, mohíno, se había guardado la más difícil de las preguntas para el final.

—Y aunque lo consigas, ¿qué? Suponiendo que puedas librarte del cuesco reseco —dijo refiriéndose al viejo same—, ¿qué haremos si consigues que sirva para navegar?, ¿adónde iremos?, ¿de veras crees que eres capaz de llegar a casa?

Assur había tenido que reconocerlo, la ilusión no le había dejado pensar en esa parte del proyecto. No había sabido qué contestar.

Los dos callaron mientras Sebastián rumiaba el pan duro de la escasa ración de la que su hermano se había privado.

El mayor se había dormido rápidamente, derrengado por las sencillas tareas y vencido por su todavía débil estado, pero Assur se había mantenido despierto, elucubrando, aferrándose a ese resquicio de esperanza sin darse cuenta de que no era más que un clavo ardiendo.

Los arenques se movían, luchando por respirar fuera del agua, y entre los ojos de la red se veían destellos plateados; Assur tuvo que regresar al radiante sol de la mañana y olvidarse de los temores de su hermano y de sus propias ilusiones. Esa noche intentaría por primera vez llegar hasta los restos del pequeño esquife para poder estudiarlos.

—¡Tira, desgraciado! ¡Que los perdemos!

Y Assur se esforzó por subir la hinchada red, impaciente por que llegara el perezoso ocaso de aquellas lejanas tierras del norte.

La bonanza del sol de los largos y extraños días no lograba eliminar del todo el frío que la anochecida siempre anunciaba. Y, aunque para asombro de los hermanos la tarde se colgaba con una curiosa claridad que brillaba por encima de las olas del oeste, la actividad del pueblo llegaba a su fin. Muchos se reunían ya junto a los fuegos dispuestos a comer y beber, los menestrales habían dejado sus herramientas y los huertos y cultivos se habían quedado sin atención.

Sebastián entretenía al
godi
trasteando entre las colecciones de hierbas enjugadas y Assur se escabulló en cuanto tuvo la certeza de que nadie le prestaría atención. Solo se cruzó con Toda, que llevaba un brazado de ramas secas para prender algún fogón, pero Assur no creyó que la muchacha se percatase de su presencia. Los separaban más de cincuenta pasos.

Estaba cansado, pero el duro trabajo de las últimas semanas había fortalecido su cuerpo y, aunque compartía su propia comida con Sebastián, la ilusión llenaba sus castigados músculos.

Se desvistió al abrigo de unas rocas al norte del pueblo, dejándose únicamente los raídos calzones y amontonando las humildes prendas de basto
vathmal
en una piedra por encima de la línea de pleamar. Sintió cómo se le erizaba el vello al meter el pie en el agua oscura. Cuando el suave oleaje le batió la cintura no pudo evitar trampear, sorprendido por el frío repentino en su entrepierna, y dio un par de cómicos pasos en los que solo apoyó las puntas de los dedos de los pies.

Se echó a nadar soltando un sonoro soplido. Luchó con corrientes que lo quisieron arrastrar, y tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para que el largo trecho, que tan poco parecía cuando lo navegaba en la barca de Thorvald, no se volviera eterno.

Cuando consiguió llegar hasta las peñas en las que descansaba el pecio, necesitó de un rato de resuellos y maldiciones sibilantes para recuperar el aliento, aquello empezaba a parecer mucho más duro de lo que había imaginado.

El primer trozo de madera que tocó se deshizo entre sus dedos dejando un mucilaginoso rastro de verdín en sus yemas, obligándolo a contraer los párpados en un gesto de disgusto, sin embargo, no se dejó desfallecer; y siguió examinando los restos de la malograda barquichuela sin poder evitar que aflorasen recuerdos sobre aquel día, tan lejano ya, en el que el sencillo bote del molinero de Mácara los había salvado a él y a Ilduara.

Estaba mucho peor de lo que había imaginado, pero algunos de los baos parecían mantener la entereza suficiente. La peor parte se la había llevado el trancanil, que, amén de la podredumbre, estaba muy castigado por los golpes con las rocas. Sin embargo, la quilla, la pieza más importante, la que él jamás hubiera podido fabricar por sí mismo, se mantenía en un estado razonable. Habiendo sido tallada en una única pieza de un solo tronco, la corrupción no había provocado en ella más que una roñosa capa oscura que se desprendió al rascar con las uñas.

Había aprendido lo suficiente gracias a sus visitas al astillero del fornido carpintero para saber que podría servir. Tenía motivos para mantener vivas sus ilusiones. Necesitaría paciencia, tendría que hacerlo tan lentamente que resultaría exasperante, pero era factible.

Antes de regresar se permitió un instante de disfrute en el que miró hacia la luz difusa del horizonte al tiempo que acariciaba la cinta de lino que llevaba atada a la muñeca.

En una ocasión, el mismo verano en el que necesitó por primera vez usar trapos que contuvieran el flujo que la convertía en mujer, Toda había visto cómo la señora de uno de los nobles terratenientes de Castilla había pasado por Curtis de camino a Compostela. La flamante dama, condesa de Lara y abuela reciente de uno de los candidatos al trono, viajaba a la ciudad del apóstol para rendir culto a las reliquias y pedir por su nieto de pocos meses, aunque los rumores decían que, en realidad, iba a negociar en nombre de su esposo con el obispo, esperando alguna prebenda para la sucesión a la corona de su vástago.

Aquel fue un acontecimiento por el que los cuchicheos de las chismosas rebosaron durante semanas y, ante tanto fasto y boato, la tranquila vida del lugar se alborotó irremediablemente. Y, como no podía ser de otro modo, Toda, al igual que el resto de las chicuelas del pueblo, comida por la curiosidad, había aprovechado cada recodo del camino, cada una de las esquinas del pequeño pueblo para fisgonear el avance de aquella comitiva de rancio abolengo que peregrinaba sin que el ama diese un paso, bien a gusto en un refinado carruaje mientras la guardia y el servicio se dejaban las suelas en el empeño.

Toda, como cualquiera de las admiradas muchachas de Curtis, había visto el respeto con el que la mujer era tratada, la opulencia de sus ropajes y las joyas que la embellecían; los brillantes cabellos limpios bien trenzados, los brocados, los exquisitos borceguíes, las sirvientas que se agachaban. Lo había visto y lo había envidiado. Y desde aquel mismo momento, lamentando sus humildes prendas de lana y su triste séquito, compuesto solo por Petronila, la desdentada hija del matarife, Toda se había creído en el derecho de aspirar a ser tan bella, admirada y rica como la señora de Lara.

Asqueada de levantarse antes del alba para el ordeño, o de que se le cuarteasen las manos en los lavaderos del río, Toda se había convencido a sí misma de que su futuro no podía estar en una modesta granja como aquella en la que se había criado.

Y lo único que le restó por saber en ese momento, cómo conseguirlo, le fue desvelado poco después, cuando con el paso de los meses, la edad hizo que sus formas se volviesen generosas atrayendo las miradas de los mozos del pueblo. Al poco, Toda descubrió cómo una sonrisa a tiempo o una insinuación podían conseguirle promesas y regalos, y comprendió pronto que los hombres eran tan tontos como grande su lujuria. Especialmente después de que dos de los jóvenes de Curtis se deshiciesen el alma a puñetazo limpio por el rencor de los celos, con lo que Toda aprendió de golpe que aquel pecaminoso escondrijo en la horquilla de sus muslos tenía sobre los varones, de toda clase y condición, una ascendencia mucho más importante de lo que hubiera podido imaginar.

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