Gutier le hubiera dicho que su fe y perseverancia se habían visto recompensadas por la gracia de Dios, sin embargo, Assur no tuvo mucho tiempo para consideraciones divinas, había encontrado a Sebastián, cierto, lo había visto, o eso creía, una cara conocida en medio de una marea de rostros demudados llenos de miedo. Pero su hermano era solo una sombra de aspecto ceniciento, estaba consumido y además, parecía herido y enfermo.
Habían desembarcado en un lugar desconocido y misterioso, a la luz de una mañana que al pastor se le antojó extraña, más tenue, más diluida, con un sol escondido en largas nubes blancas en un amanecer detenido misteriosamente. Hacía frío, pero no había nieve, no todavía. Era una bahía estrecha rodeada de altas paredes de piedra negra, no tan distinta de las rías que Assur había visto en su propia tierra, también con un inquieto río de rápidas tablas que desaguaba en el estuario desde un valle profundo y raso que al muchacho le pareció inusual por lo abrupto, las faldas de los riscos y acantilados no se encontraban la una con la otra para dejar al cauce correr, sino que dejaban una amplia y tranquila planicie entre ambos lados, al refugio de las paredes de roca y piedra. El lugar, bucólico y plácido, resultaba bello, y Assur sabía que hubiera podido disfrutar de lo que veía de no haber sido un cautivo al que arreaban como ganado. Había grandes construcciones alargadas, hechas de enormes travesaños de madera que el sol había ido clareando, había otras más pequeñas y redondeadas, se veían humos que anunciaban hogares calientes, y se veía gente. Mujeres, incluso niños. A pesar de su dolor y de la incertidumbre Assur sintió un cálido ambiente a hogar que le recordó con pena a su propio pueblo.
Los habían desembarcado a empellones, metiéndoles prisa con palabras de incomprensible urgencia y golpeando a los rezagados sin dar merced a los heridos y débiles. Al principio los pusieron en un gran corral, tal y como Assur los había visto hacer en el valle del Ulla, como simples animales; no muy lejos de otros rediles similares. Había corpulentos caballos de poca alzada y pelambrera hirsuta que cubría sus cascos, y robustas reses entre las que se movían bueyes de larguísimos cuernos retorcidos y que tenían espesos mantos híspidos manchados de colores castaños y rojizos, también una especie de grandes ciervos de extrañas cornamentas cubiertas de borra que corrían de un lado a otro.
Estaban todos allí, la carga de los pañoles de dos
knerrir
. Eran poco más de un ciento y no parecían más que distintas versiones de la misma ánima en pena meciéndose al son de la brisa marina, y entre ellas la fugaz visión del rostro de su hermano. Assur, lleno de inquietud, se abrió paso como pudo sin dejar de mirar al lugar en el que había entrevisto a Sebastián, desesperado ante la posibilidad de volver a perderlo una vez más. Ya estaba cerca, con preguntas acerca de Ilduara a punto de brotarle de entre los labios.
—¡Sebastián! ¡Sebastián!
Estaba allí, uno más. Su hermano reconoció el sonido de su nombre y miró hacia Assur. Al principio no reaccionó, como si los maltratos y penurias sufridas le hubieran privado de su capacidad de asombro.
—¡Sebastián!
Assur recordó instantes de su infancia juntos, tardes de pesca en el Pambre, el trabajo con el ganado, las tareas de la huerta. Ya estaban cerca.
Al fin los ojos se abrieron y una sonrisa apagada enseñó una boca sangrante y maltratada. Sebastián levantó los brazos.
Assur se refrenó justo a tiempo para no arrollar a su hermano. Estaban juntos, aunque todo había cambiado. Sebastián ya no parecía el mayor, estaba muy delgado, desmejorado, cubierto solo con harapos, y además de su mala condición una brecha reciente en la ceja le sangraba copiosamente; había sido lento al desembarcar y era evidente que los nórdicos le habían metido prisa a base de golpes. Incomprensiblemente, el hermano pequeño se había vuelto más alto y corpulento, y aunque todavía había moratones en su rostro que viraban al amarillo, su aspecto era mucho mejor.
Los dos hermanos se fundieron en un abrazo y Sebastián empezó a sollozar.
—Llegaron antes… Padre y madre… Ezequiel…
A Sebastián se le atragantaban las palabras con las lágrimas y su pecho escuálido se convulsionó. Assur comprendió de repente que algo profundo y triste había cambiado entre ellos, había buscado a su hermano para encontrar en él una luz que habría de guiarlo, y ahora se daba cuenta de que no podía contar con ello.
—Lo sé, lo sé —dijo Assur palmeando la espalda de su hermano mayor con fuerza contenida—. Lo sé, tranquilo… Están en la huerta de mamá, yo me encargué, tranquilo…
Assur hubiera deseado dejarle hacer a Sebastián, y quería preguntarle si había visto a Ilduara, pero se dio cuenta de que debía mantener la entereza por los dos.
—Yo me ocupé de ellos…
El hermano pequeño notó cómo el mayor se aferraba tembloroso haciendo que la tela de la camisa le rozase la piel al compás de los tensos lloros.
—¿Ilduara? Ella fue a buscarte…
Assur no supo cómo contestar, aquella pregunta decía mucho más de lo que hubiera deseado escuchar. Dudó. No estaba seguro de cómo confesarle a su hermano que, de hecho, había atesorado en su interior la celosa esperanza de reencontrarse con ella allí mismo, como una más de los cautivos de los demonios del norte. Al muchacho le faltaban palabras para explicarle a su hermano la responsabilidad de la que se había hecho cargo y que ahora le pesaba como una enorme losa sobre la conciencia.
—¿Dónde está Ilduara? ¿Está bien?
Sebastián insistía esperanzado, pero Assur no contestaba abrumado por una culpa de la que, pese a los discursos repetidos una y otra vez por Gutier, no conseguía despegarse. El chico buscaba palabras que contasen lo que sentía. Sin embargo, no tuvo tiempo, antes de que se le ocurriese el modo de explicar cuanto quería decir, un alboroto lleno de gritos y riñas los interrumpió.
Los normandos discutían entre ellos con palabras airadas, algunos niños miraban a sus madres con desconsuelo, y de entre los pocos que habían regresado se oían palabras malsonantes que Assur, reconociéndolas apenas con los rudimentos aprendidos gracias a Weland, no pudo comprender.
Pero hubo escenas que el muchacho sí entendió: de rodillas, una mujer hablaba con dos pequeños de cabellos rubios, los tres rostros se desdibujaban con una tristeza evidente y Assur comprendió sorprendido que entre aquellas gentes también había viudas y huérfanos, y sufrimiento por los seres queridos perdidos. Le extrañó. Le dejó un regusto amargo que le hizo ver en los demonios del norte una humanidad que hubiera preferido no haber descubierto. Allí había dolor y lamentos, la mayoría contenidos, incluso por los vacilantes mentones alzados de pequeños que parecían escuchar el relato de la muerte valiente de su padre en combate, pero, en cualquier caso, sentimientos humanos y dulces que le hicieron ver con unos nuevos ojos, que no deseaba, a aquellos hombres de los hielos.
Algunos, sobre todo las mujeres y los niños, empezaban a dispersarse, pero la mayoría formaba corrillos que discutían acaloradamente y señalaban los arcones y cajas que estaban siendo descargados de los
knerrir
varados en el fiordo. Otros se preocupaban por los pequeños barcos de pesca que descansaban en la bahía. Y dos de los hombres se encaraban gritándose improperios y amenazándose con gestos explícitos.
Assur no entendía todo lo que se decía, además, la distancia y los sollozos que Sebastián procuraba contener le impedían comprender. Intuía que, con la muerte de Gunrød, aquellos dos hombres estaban intentando imponerse como nuevo
jarl
. Uno de ellos era el patrón del
knörr
en el que había llegado hasta allí, lo había visto dar órdenes al desembarcar, al otro no lo reconocía, pero había en él una autoridad que al muchacho no le costó ver, era mucho mayor y sus barbas y pelo entrecano le delataban como un hombre de edad. Sin embargo, el muchacho sabía que las disputas internas de sus captores no eran asunto de su incumbencia, tenía demasiadas cosas de las que ocuparse, y sus propias preguntas sobre el cautiverio de Sebastián o el rastro de Ilduara tendrían que esperar.
—¿Puedes andar? —le preguntó a su hermano deshaciendo el abrazo.
Sebastián se restregó los ojos con las palmas e indefinibles manchurrones de inmundicia y polvo de dos países distintos le ensuciaron las mejillas. Un reguero de sangre le corría desde la herida en la frente hasta el mentón.
—Sí…
Assur se dio cuenta de que su hermano no parecía muy convencido de la afirmación hecha, y entendió por qué; la pérdida de peso era evidente, y así lo ponía de manifiesto el rostro cadavérico, pero la debilidad de Sebastián no era el único problema. Su piel, allá donde la porquería no la cubría, parecía transparente, llena de cardenales de pequeño tamaño; su pelo, antes de un brillante color castaño, estaba fosco y quebradizo, y bajo los ojos hundidos su boca enseñaba dientes torcidos y encías sangrantes, estaba enfermo. Con el ánimo de tener un poco más de espacio, Assur había decidido alejarse del centro de la multitud. Permitiendo que Sebastián apoyara su escaso peso en uno de sus hombros, los hermanos se abrieron paso entre el resto de los cautivos y Assur condujo a Sebastián a una esquina del redil para sentarlo contra uno de los postes.
Los nórdicos seguían berreando, ahora que estaban al otro lado del corral, Assur ya no podía verlos discutir, pero comprendió que el acero se impondría pronto donde las palabras no lo hacían y prefirió prestar toda su atención a Sebastián. Assur desgarró una de las mangas de su camisa y vendó como pudo la frente de su hermano esperando tener oportunidad de limpiar la herida más adelante.
Estaba tan concentrado examinando a su hermano mientras pensaba en Ilduara e intentaba recordar las enseñanzas de Jesse que Assur no se dio cuenta de cómo uno de aquellos normandos se fijaba en él. Era un viejo desdentado y arrugado de piernas torcidas. Su piel tenía el aire del pellejo reseco al sol y sus ojos estaban cubiertos por una neblina que lo obligaba a bizquear cuando miraba fijamente, parecía haber estado examinando a los esclavos con codicia hasta que algo le llamó la atención y se centró en Assur.
Sigurd Barba de Hierro llevaba años sintiéndose demasiado cansado como para tener que bregar con algo más que cuernos llenos de
jolaol
. Se había vuelto viejo y torpe, lo sabía, y ya que las
nornas
no habían querido que una espada le arrebatase la vida en el fragor de una batalla gloriosa, se había visto obligado a resignarse al paso de los años sin más consuelo que los relatos de sus propias batallas contados por los escaldos.
Como muchos otros segundones, Sigurd había tenido que aceptar el verse relegado en la herencia por su hermano mayor y hubo de buscar fortuna ya en su adolescencia. Se había embarcado sin más que su voluntad de alcanzar la gloria. Participó en asaltos a las costas de Northumbría y consiguió comerciar en las orillas del Tyne vendiendo ámbar, pieles y la plata que habían arrebatado a los débiles cristianos de más al sur.
La buenaventura no le duró mucho, había empezado ya a medrar cuando un desembarco en las costas de los sajones orientales salió mal. Quedó con poco más de lo puesto y solo se libró de una muerte segura por pura casualidad. Sin embargo, tras sobrevivir malamente como ladronzuelo en los mercados de los anglos, consiguió llegar a los asentamientos del norte y enrolarse de nuevo en busca de mejores horizontes. Después de unos años de tumbos sin ventura terminó en una expedición a tierras de Oriente, asociado con algunos hombres de Estland y Vandalia. Sigurd descendió con ellos los grandes ríos y perdió la mitad de su bolsa en los lupanares de Nóvgorod, conoció lagos tan grandes como el mar; y siguiendo el curso del Dniéper llegó hasta Kíev para dejar la otra mitad de su escarcela en las apuestas que se cruzaron en el azuzamiento de un oso. Finalmente, desesperado, aceptó hacerse cargo de unos pocos
skutas
destartalados para llevar esclavos a los mercados de Itil.
Sigurd no era tonto y sabía que había conseguido el encargo por ser el único loco capaz de aceptar el cruce de los grandes rápidos con semejantes tartanas, pero acometió su misión con toda la entereza y el arrojo que pudo. Consiguió atravesar las siete míticas cataratas y solo perdió un tercio de su carga en la infranqueable cascada Aifur, considerada como la más temible y traicionera. Pudo llegar hasta la
isla de los abedules
, Berenazy, y tomar la ruta al este, hacia los grandes mercados de Seljuk, Ispahan y Bagdad.
Sigurd incluso creyó estar llamado para la gloria cuando se vio tan cerca de su destino tras semejante ruta parida por mil demonios, pero una vez más el destino tejido por las
nornas
se guardaba sus propias trampas. Cuando llevaban apenas unos días remontando el gran río, dos partidas de jázaros se les echaron encima y masacraron a sus hombres. En aquella lucha Sigurd se ganó su sobrenombre.
El nórdico estaba enzarzado con uno de aquellos hombrecillos de piel cetrina. Había perdido su hacha en un enfrentamiento previo y se estaba viendo obligado a recular acorralándose contra la orilla, sin más que una daga para repeler los envites de la larga espada curva del jázaro. Sigurd pensaba ya en las glorias del
Valhöll
y aceptaba su fin cuando su mayor fuerza bruta le permitió sorprender al otro apresándole las muñecas y echándosele encima al tiempo que le propinaba un fuerte rodillazo en las costillas. Los dos cayeron y rodaron el uno sobre el otro forcejeando para imponerse.
El griterío de la lucha aumentaba y los nórdicos parecían llevar las de ganar, mientras, Sigurd intentaba resolver su peliaguda situación, el jázaro se había hecho con una flecha e intentaba usarla como puñal aferrando con fuerza el astil. Valiéndose de su corpulencia, el nórdico evitaba que la punta de la saeta le atravesara uno de los ojos, pero cuando se dio cuenta de que por el momento ninguno de sus compañeros podría acudir en su auxilio, decidió jugarse el todo por el todo. Soltó las manos del jázaro y le agarró el pescuezo con la intención de quebrárselo. Consiguió su objetivo en el momento justo, sin embargo, su oponente tuvo un instante de oportunidad que aprovechó para intentar clavar la flecha en el pecho de Sigurd, aunque se le escaparon las fuerzas antes de llevar a cabo su intención y el empeño del envite fue demasiado vago. La punta de la flecha solo llegó con el empuje suficiente como para quedar prendida entre las anillas medio sueltas de la vieja
brynja
de Sigurd, maltrecha y oxidada, pero la única al alcance de sus bolsillos. Cuando el cuerpo del jázaro quedó laxo, Sigurd se levantó lanzando un exultante rugido, el astil de la flecha sobresalía de entre sus barbas y para sus hombres se forjó pronto la leyenda.