Assur (37 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Llegando al alto se desvió, había signos evidentes de que los hispanos habían elegido aquella zona elevada para acampar, y Weland deseaba evitar encuentros inesperados, por lo que tomó un sendero algo más accidentado que rodeaba la pequeña colina. Pronto la pendiente cambió y empezó a descender disfrutando de amplias panorámicas sobre la ría del Iuvia. Tenía la batalla a sus pies.

En el brazo de tierra del norte ya solo podía distinguir apenas un par de docenas de hombres, allí ya no quedaba más leña que cortar, excepto esos pocos rezagados, el resto estaban muertos o impedidos. Las gaviotas peleaban con los cuervos por la carroña.

En la bocana, cinco de los barcos negros se amontonaban con ya solo los mástiles ardiendo, apenas se veía humo y los restos calcinados de sus tingladillos eran batidos por el mar.

En el estuario en sí, una pareja de
knerrir
sobrecargados sorteaba navíos que seguían ardiendo por las flechas embreadas de los cristianos y, recogiendo a unos pocos que nadaban en las aguas frías, navegaban hacia el lado sur, hacia donde la batalla seguía.

En el cabo meridional todo era muy distinto, la acción se desarrollaba frenéticamente. Aunque Weland solo tenía una visión parcial, entre las rocas y los árboles había claros en los que se distinguían grupos de hombres luchando. Por lo que pudo apreciar, las
nornas
no se decidían, la muerte rondaba a los dos bandos por igual. Aunque parecía que los cristianos podían albergar cierta confianza. Con un movimiento inteligente, comenzaron a agruparse en una loma despejada que miraba a la cala principal que los normandos usaban para el desembarco, si conseguían asentarse y usar sus flechas podían tener una oportunidad, escasa, pero al menos suficiente como para albergar la esperanza de sobrellevar la superioridad numérica de los nórdicos. Sin embargo, los suyos reaccionaban, los rápidos
drekar
, mucho más maniobreros que los
knerrir
del norte, comenzaban a alejarse de la costa, poniéndose más allá del alcance de los arcos cristianos en cuanto sus ocupantes echaban pie a tierra. Y, siguiendo las órdenes que Gunrød estaría dando, las inconfundibles manchas grises de las pieles de los
berserker
comenzaban a agruparse peligrosamente. Weland supo que los hispanos tenían el tiempo justo, si el
jarl
soltaba a sus bestias sin que los cristianos se hubieran reunido, sus posibilidades serían escasas. De repente Weland tuvo la desagradable certidumbre de que muchos morirían; de que sus amigos morirían.

Cuando el valle del Iuvia lo recibió, menguado por el estío, abandonó la carreta y los pollinos. Al vadear el río hubo algo del alma de Weland que se quedó en la escasa corriente, y el nórdico tomó una decisión de la que no llegó a arrepentirse jamás.

Gutier se dio cuenta de que los normandos reaccionaban: alejaban a sus barcos de la costa y se agrupaban en partidas. Era consciente de que tenía el tiempo justo para reaccionar.

—¡Los arqueros en filas de a tres de fondo! ¡Organizadlos! —le gritó a Froilo—. Que se coloquen detrás y nos cubran.

En cuanto el otro se puso manos a la obra, Gutier solo perdió un instante más para echar un último vistazo a los normandos, de entre los que un grupo vestido con pieles de animales empezaba a destacarse, corriendo hacia ellos y berreando con expresión fiera.

—Busca a otros mozos y escuderos, aseguraos de que no les falten flechas —le ordenó ahora a Assur al tiempo que señalaba a los arqueros que Froilo intentaba agrupar.

Quedaba poco tiempo, los
berserker
se acercaban y Assur recordó las historias que Weland contaba en la taberna sobre su barbarie y crueldad.

Y fue entonces cuando lo vio, el pelirrojo de la cara marcada, el demonio venido del norte, el hombre que había surgido de entre las llamas en las que se consumía la palloza en la que Assur se había criado. Allí estaba, exhortando a sus hombres a avanzar con gestos bruscos, mandando aniquilar a los débiles cristianos, pidiéndoles a sus lobos que no dejaran ni a uno solo de aquellos pánfilos con vida. Y los suyos lo seguían aullando como locos, era el
jarl
, su
jarl
, uno de los señores del norte y el responsable de todo.

Acarició la cinta que llevaba atada en su muñeca. Sintió como se avivaban las brasas de su odio.

Gutier estuvo a punto de repetir la orden, pero siguió la dirección de la mirada del muchacho y pudo imaginar lo que sucedía. Y en el fragor de la lucha, con el aplomo que era debido, Gutier habló calmo a la oreja del chico.

—Sé lo que piensas, pero no es el momento… Muchos dependen de nosotros, si fallamos, tendrán el reino a sus pies…

Dejó que sus palabras calasen en el muchacho antes de continuar.

—Ve, haz lo que te digo…

Assur miró al
jarl
una vez más, incluso tuvo la certeza de que el normando le devolvía el gesto y de que sus ojos se cruzaban camuflando un reconocimiento.

El muchacho tardó en reaccionar, sin embargo, Gutier tuvo que admitir que todo era perdonable.

—Voy —contestó al fin con gesto resuelto, rozando una última vez con las yemas de los dedos los cabos deshilachados del nudo que había hecho tanto tiempo atrás.

El infanzón miró en los ojos del crío, y vio el sordo rencor que destilaban, pero también se dio cuenta de que obedecería.

El chico echó a correr, su lobo lo siguió, y en sus gestos ágiles y pasos firmes el infanzón percibió la sangre fría con la que el niño que encontrara en el bosque se movía ahora, en medio de la descontrolada violencia de una batalla sin cuartel posible. No cabía duda, había aprendido a querer a aquel muchacho, no solo eso, había tenido que admitirse que era para él como un hijo del que sentirse orgulloso y admirado, un buen hijo.

La primera oleada de
berserker
fue terrible, alrededor de una centena de hispanos murieron antes de tener tiempo de reaccionar o antes de que Gutier pudiera imponer su buen criterio y organizarlos. De entre todos los normandos, aquellos eran los guerreros más extraordinarios, locos que seguían avanzando con flechas atravesadas en sus torsos o brazos mutilados sin importarles el dolor o la sangre. Cuando aquellos perturbados volvieron a arremeter contra el bloque cristiano, Gutier tuvo el tiempo justo de ver cómo ya no desembarcaban refuerzos de los navíos nórdicos. Se había acabado y tendrían que medirse los unos con los otros. No había más tela que cortar. Y aunque calculó que la proporción se había reducido un tanto, favoreciéndolos, a primera vista las cosas no pintaban bien; Gutier estimó que debían de ser alrededor de trescientos defendiéndose frente a unos quinientos. Cada bando con una ventaja estratégica sobre el otro, los cristianos no podían echarse atrás porque cederían el control de la loma y abrirían ante ellos camino para los nórdicos; tampoco podían maniobrar con soltura, aunque eso también los salvaba de ser rodeados; y los nórdicos tenían tras de sí el océano, pero en él estaban sus barcos, una vía de escape segura, pero que, ante la cercanía de los arqueros hispanos, no podían usar sin asumir riesgos enormes.

Como en los juegos de guerra que habían llegado de Oriente, todas las piezas estaban dispuestas en el tablero, y había que empezar a moverlas.

El comienzo fue brusco y sangriento. Después del ataque de los
berserker
, Gutier siguió usando el ejemplo romano y mantuvo a los arqueros cubriendo a sus hombres al tiempo que los de primera línea eran relevados por otros que habían tenido un rato de descanso. Los nórdicos, mucho menos organizados, pero mucho más diestros en el combate individual, masacraban esas primeras líneas frescas que el infanzón se empeñaba en mantener, pero iban sufriendo sus bajas.

Cuando la tarde comenzaba, el ritmo de los enfrentamientos se redujo y ambos líderes empezaron a darse cuenta de que tenían otros problemas que resolver además de las estrategias bélicas. El hambre y la sed empezaban a hacer mella, el día se estaba haciendo eterno e iba a hacer falta un golpe de efecto irreversible para cambiar definitivamente las tornas de la batalla y que la balanza inclinase su fiel a uno u otro lado cuanto antes. Gutier empezaba a temer que la lucha se convirtiese en un asedio, y la perspectiva de pasar una noche inquieta con centinelas y vigías amenazados por los nórdicos no le agradaba en absoluto.

En una de las falsas pausas que brindó el cansancio de los hombres, Gutier se sentó junto a Froilo y permitió que Assur los acompañase.

—Esos hideputas son duros —dijo Froilo—, sobre todo esos gigantones desharrapados que llevan pieles mugrientas… Sobre todo esos… Prefiero a los moros, ¡se dejan descuartizar sin tanto revolverse!

Froilo rio su propia gracia con gusto, aunque a Gutier las carcajadas le sonaron huecas, como una olla siseando vapor, sencillamente un modo de liberar tensión acumulada a lo largo de un día que se estaba haciendo angustiosamente interminable.

—Se llaman
berserker
, y sí, son temibles… —comentó Assur—. Cuando no están combatiendo incluso los suyos los repudian…

Gutier también había oído a Weland hablar de aquellos guerreros terribles, sin embargo, otras ideas le rondaban la cabeza y se decidió a intervenir en la huera conversación.

—Hay que descabezarlos, tenemos que acabar con ese pelirrojo malnacido de la cara marcada.

Aquellas palabras hicieron que Assur irguiese el rostro de un modo que le recordó a Gutier los gestos de Furco, casi le pareció ver cómo las orejas del muchacho se alzaban. Sin embargo, el chico se comportó como debía, no dijo nada y esperó a que los adultos terminasen su conversación.

—Pues no va a ser fácil, sería más sencillo atrapar un pedo que a ese malnacido… —aseguró Froilo con una amplia sonrisa.

Callaron por un rato. Assur bajó el rostro y acarició a Furco en el lomo haciendo al lobo gruñir satisfecho.

—Puede que no… —aventuró Gutier.

Los otros dos miraron al infanzón intrigados.

—Puede que si la pieza es jugosa él mismo se acerque a cobrarla… —dijo Gutier mirando con marcada intención a Assur—. Es él, ¿verdad?

El chico tardó en responder, y cuando lo hizo se limitó a asentir con un ademán adusto.

—Sí, y estoy seguro de que me ha visto… Me ha reconocido… —concedió al fin Assur.

Gutier lo miró muy seriamente, sabía que no había mucho más que decir, el muchacho había comprendido y de él debía depender la respuesta.

—¿Qué queréis que haga? —preguntó al poco Assur con expresión convencida.

Y Gutier, lleno de orgullo, le explicó lo que pretendía.

Froilo lanzó un ataque desesperado, guiando a unos pocos en un acto que rozó lo suicida con suficiente honestidad como para arrastrar a gran parte de las huestes normandas hacia ellos, temerosas de verse desbordadas por aquellos arrojados cristianos que en nada parecían valorar su vida. Gutier, dejándose ver con disimulo, repartió pellejos vacíos entre los mozos y escuderos haciendo aspavientos con claros aires de urgencia. El último de los odres se lo dio a Assur.

El mayor de todos ellos no llegaba a la quincena, sin embargo, ni uno solo protestó, los muchachos marcharon hacia la desembocadura, como si fueran a llenar de agua del Iuvia los pellejos. Cada cual siguió un camino, escurriéndose entre los árboles y dando a entender que las fuerzas se dividían para que, al menos uno, consiguiera regresar. Assur fue el que menos se alejó antes de meterse en el bosque, y se aseguró muy bien de que Furco caminase a su lado. Se escondían en peñas y troncos lo justo para fingir, pero no tanto como para que los normandos no los viesen. Ni él ni Gutier podían estar seguros de si el cebo resultaría atractivo, y Froilo, que solo sabía de la historia de Assur detalles sueltos, se limitó a obedecer; aunque el muchacho deseaba con todas sus fuerzas que el
jarl
cayese en la trampa.

Cuando los mozos se fueron, Gutier se entretuvo un buen rato con los arqueros, aparentando que ordenaba sus filas y dando a entender que le preocupaba el cómo mantenían su formación. Cuando pudo se escabulló por el lado opuesto de la loma que los hispanos dominaban y, resguardándose en el bosque, viró hacia tierra adentro, tras Assur.

Como siempre, el único libre de la tensión de los nervios era Furco, que trotaba feliz al lado de su amo sin involucrarse en la emboscada que se preparaba. Caminaba por entre los árboles justo un paso por detrás del chico, esforzándose por no dejarse llevar por los atrayentes aromas que venteaba y cumpliendo su cometido como le habían enseñado.

El primero en aparecer fue el moreno larguirucho de interminables brazos, que apuntó al chico con su gran espada; Assur lo reconoció al instante.

—Ok þar h
o
fum vér á ný hina hugr
o
kku rottu!

Furco se contuvo únicamente porque su amo se lo ordenó en voz calma y queda.

Assur vio que otros dos hombres habían seguido al espigado normando, pero en lugar de temer el resultado de la confrontación que se avecinaba, lamentó no ver allí a Gunrød.

—Ek… Ek óttast þik eigi
—le dijo Assur en el vacilante nórdico que había podido aprender gracias a Weland. Y era casi cierto, casi no le tenía miedo.

El muchacho contuvo una vez más a su animal conminándolo a estarse quieto y, tras dejar el pellejo vacío en el suelo, respiró hondo al tiempo que armaba su arco con una de las flechas que él mismo había recuperado del campo de batalla. Había poco más de treinta pasos, y muchas ramas bajas que se interponían en el camino que habría de seguir la saeta, sin embargo, Assur sabía que, si los suyos no llegaban a tiempo, tendría margen para hacer uno o dos disparos, y no pensaba desperdiciarlos.

Cuando encaraba ya el culatín de la flecha, las cosas cambiaron.

—Hann er minn!
—rugió una voz desde más allá de los normandos.

Allí estaba, el
jarl
, el demonio pelirrojo de la cara cortada. Gunrød. Reclamando para sí la pieza.

El nórdico avanzó y se puso delante de sus hombres haciendo amenazantes ademanes hacia el muchacho.

Gutier también lo vio, llegaron a la escena casi al mismo tiempo desde lados opuestos, y solo lamentó no tener un tiro limpio. Al moverse hacia el muchacho el
jarl
había quedado oculto por el tronco de un gran pino. El infanzón apostó a la única opción que le quedaba.

Todos oyeron los silbidos de las flechas y Assur comprendió que no reaccionaran, estaban sorprendidos porque seguían viendo que él sostenía su arco tenso, sin liberar su venablo, por lo que no sabían de dónde procedían aquellos sonidos siseantes. Los dos tras el larguirucho cayeron casi al mismo momento y Assur comprendió que Gutier se había hecho acompañar de al menos otro hombre, pues en aquel bosque, con la bóveda de ramas y hojas que cubría sus cabezas, no se podían conseguir dos impactos al tiempo siendo un único tirador; como le había enseñado su tutor, para algo así hacía falta estar a campo abierto, donde hubiera lugar para que la primera de las flechas trazase una gran parábola; Assur había practicado la técnica con Gutier, tenían que haber sido dos tiradores. Y pronto se pusieron al descubierto, corrían desenvainando sus espadas y dejando sus arcos atrás. Gutier intentó abrirse para acercarse a Gunrød, pero el alto y flaco normando se interpuso.

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